El camino hacia San Lorenzo
La obra San Lorenzo, los que cuentan su historia: memoria histórica y tradición oral (1997), de Dolores Araceli Arceo Guerrero, abarca datos de archivo, fuentes primarias y material etnográfico sobre la zona de San Lorenzo. La coordinadora de la Licenciataria en Historia e investigadora de la UACJ recopila los sucesos que han pasado desde tiempos remotos hasta los actuales, con ayuda de personas que han vivido ahí y han sido testigos de los cambios que han marcado a la ciudad entera. Este libro, además de contar la evolución de una zona urbana, nos da conocer cómo eran sus pobladores originales, las fuerzas políticas independentistas y las revueltas revolucionarios que pasaron por San Lorenzo. El trabajo de Araceli ahonda en la vida cotidiana de los habitantes en torno al templo, para que conozcamos sus pulsaciones y verdades ocultas. Desde la microhistoria, se nos narran hechos en voz de quienes se animaron a revelar su biografía. Hay eventos notables para toda la región, pero también figuran los pequeños cambios que, a la postre, aumentaron de escala, como la producción de vino en la ley seca (contrabando hacia tierras americanas) y la llegada de Emiliano Zapata para la guerra. Quienes se encargan de relatarnos la mayoría de los hechos dentro del texto son la familia Martínez, ya que ha vivido en esa zona desde los inicios del siglo XX.
Los testimonios están ligados al espacio que les dio origen y cauce; así ocurre con el relato sobre la construcción de la iglesia, las operaciones de un populoso salón de fiestas o la: Relación del viaje que hizo Nicolás de Lafora a los presidios internos situados en la frontera de la América septentrional en 1777. Araceli Arceo guía a sus lectores; nos brinda una sólida perspectiva para vislumbrar el cambio en el paisaje que nos rodea. El templo y santuario, del que don José (personaje que destaca dentro del libro) cuenta que su padre fue uno de los trabajadores quienes la construyeron, sigue en pie y en funciones. El inmueble es el mejor retrato de la pervivencia de los vecinos en relación con la materialidad de sus creencias y espiritualidad. Además del santuario, el parque que se ubica justo en frente aún sigue siendo un lugar de solaz. San Lorenzo, tanto el templo como el libro en cuestión, sirven de tronco al árbol genealógico de familias y generaciones que han visitado (incluso en peregrinación) o que se han avecindado en las inmediaciones de la zona.

El nombre de San Lorenzo nos es común a los habitantes de Juárez, ya sea por la iglesia, por ser patrono de la Ciudad, la calle que corre frente al santuario o, incluso, la plaza comercial. La obra reseñada explica qué había en esa zona tan transitada: desde terregales hasta plantaciones forestales. La prosa del libro traza el camino hacia los tiempos en que los misioneros franciscanos pisaron estas tierras, hacia la gente que optó por ocupar la tierra antes de ser nombrada San Lorenzo, e incluso hacia los esclavos que estuvieron ahí. La investigadora comparte también sus fuentes, no solo las refiere: textos antiguos transcritos (ahora digitalizados) que resguardan la historia y el reconocimiento dado a una zona habitada en distintos tiempos.

Jessica Nayeli Talavera Ibarra
- Publicado en San Lorenzo, Vida cotidiana
Micromentario: la memoria también se pierde en los pasillos del olvido
I
En el 2005 publiqué Don Rómulo Escobar: artículos y ensayos, 1896-1946. Incluí los 30 artículos de las “Memorias de Paso del Norte”. Eran breves textos que don Rómulo envió al Boletín de la Sociedad Chihuahuense de Estudios Históricos en los años 1939 a 1946.
II
Las Memorias de Rómulo son nostalgias concisas (no exentas de humor ranchero), anécdotas en serie: historias familiares (el padre como figura patriótica), descripciones de los hombres de antes (que eran los absolutamente honestos), relatos de las diversiones pueblerinas y de aquella antigua economía basada en el cambalache agrícola. El narrador de estas crónicas es un científico desplazado por las invenciones instantáneas de la modernidad: desea ignorar las nuevas calles, los nuevos nombres, olvidar a los jóvenes que no honran con su existencia el sagrado ayer. Y, sin embargo, leyéndolo, uno tiene una impresión de primera mano de lo que fueron los paseños-juarense del siglo XIX, los que se auxiliaron del Río Bravo para crear una economía de frutos estacionales: personajes sencillos que vivieron momentos de estoicismo circunstancial: hambrunas, guerras (contra los apaches), pobreza agraria y una ecología a merced de climas extremos. Paso a reseñar algunas de las crónicas / memorias de don Rómulo.
III
(1) “Mano Güero”. La primera crónica (publicada en abril de 1939) trata sobre un indígena local, popular por su pasado guerrero contra los apaches. Al niño Rómulo le vendió un escudo (por un poco de vino) y muchos años después, el joven Rómulo conversó brevemente con él. Luego, para el Rómulo anciano fue un recuerdo entrañable. (2) La crónica “Don Pablo Federico” traza la figura del “alcalde de aguas”, personaje patriarcal [palabra del agrícola siglo XIX] respetado, que sabía de la justa distribución del agua para los sembradíos y que aparecía donde era más requerido: ahí estaba pacificando disputas de labradores, realizando vigilancias nocturnas o crepusculares. Don Rómulo lo recuerda como parte mimética del paisaje: su figura la podía ver “a la hora en que salta el lucero, cuando canta sus murmullos el agua que pasa por nuestras acequias, cuando se llena la tabla y se abren las sangrías para regar la siguiente, cuando se está cuidando a los rebalses sin más ruido en el aire que el del agua que pasa, el de los perros que cuidan y el de los gallos que saludan al nuevo día”. Don Pablo es la omnipresencia que supo preservar la armonía entre ciclos ecológicos y vidas humanas (leve dibujo poético de un anciano que recuerda una vivencia infantil).
IV
(3) “La cueva del ermitaño” trata de un misterioso personaje que vivía en el Cerro Bola, era italiano, vivía del auxilio de los piadosos lugareños. Redactó un cuaderno de memorias que “estaban escritas con pésima clase de plumas, con las peores clases de tintas y creo que hasta pedazos de carbón y almagre”. El cuaderno se perdió en la “vieja casona” de la familia Escobar. Un día, el hombre se marchó y fue muerto a manos de los apaches (en su travesía hacia San Antonio, Texas). Rómulo se pregunta: “¿Cuánto habría sufrido en la vida para llegar a la cima de la tristeza y de la misantropía un hombre que no era un hombre inculto sino más bien un desgraciado?” (4) “Los Uranga” muestra personajes temerarios que tenían el negocio de las diligencias Paso del Norte a Chihuahua: “Desde que se divisaba en el camino la polvareda que venía haciendo el coche, salía la gente de sus casas para presenciar la llegada. Las mulas sudadas y trabajadas, los pasajeros empolvados y con caras de dicha y en el pescante el cochero y el sota, símbolos de valor y de la habilidad que habían traído a los viajeros a feliz término”. Don Rómulo escribió también de otros miembros de la reciedumbre ranchera: los canoeros Acosta (que tenían unas plataformas para cruzar carretas por el Río Bravo); el Coronel Joaquín Terrazas, que derrotó a los apaches y del que Rómulo narra una anécdota: el día en que un conductor de tren le exigió un boleto para un familiar que lo acompañaba: “si en aquellos momentos había un tren que recorriera aquellas vastas llanuras, era debido nada menos que a aquel hombre a quien se le cobraba un pasaje de un niño”.

V
También escribió de los sacerdotes conservadores. El cura Borrajo que prefirió destruir los badajos de las campanas que prestárselos a los constitucionalistas. El cura Ortiz del que narra lo siguiente: “Cuando la guerra con los norteamericanos al liberarse la primera batalla con el coronel Doniphan en Temascalitos (cerca de Las Cruces, Nuevo México), el cura Ortiz andaba socorriendo a los heridos y confesando a los moribundos. De pronto, un grupo de soldados americanos se dirige hacia él. El manso Cura tiró el crucifijo que llevaba, tomó el fusil de uno de los heridos y parapetándose tras el cuerpo de un caballo muerto, comenzó a disparar contra los invasores”. En las crónicas de Don Rómulo no hay odio, escribe de los Curas con el gusto que otorga el indulto personal de rencillas pretéritas entre liberales y conservadores.
VI
Son pocas las crónicas dedicadas a los eventos sociales, enumero: (a) La creación del Teatro local gracias a la afición operística de don Espiridión Provencio. (b) Las Ferias a las que acudían gentes de toda la región para vender sus productos agrícolas y asistir al circo y jugar carreras y “chuzas” (bolos), comer “orejones”, matar liebres a garrotazos (evento que[ describe don Rómulo con un gusto particular) y otras diversiones que, anota melancólicamente, “al recordarlas me parece que la sociedad sencilla y unida de aquellos tiempos ha cambiado mucho; que aquellas costumbres de pueblo chico, aislado por desiertos, eran mejores que las que nos han traído los ferrocarriles; que las gentes de aquellos tiempos eran mejores”. Su juicio ético es sobre todo una demarcación sentimental, un dictado de identidad y pertenencia.

VII
La última crónica de don Rómulo Escobar, “La chuza” (noviembre de 1946) no abandona el tono festivo (estamos ante un escritor consumado), pero ya resulta incapaz de abandonar el tono de caducidad generacional. Lo cierto es que don Rómulo fue un autor prolijo, publicó enciclopedias de agronomía, infinidad de artículos sobre agricultura y cultura ranchera, y escribió de 1896 a 1936 una serie de ensayos que tituló Eslabonazos (editados luego en un libro con el mismo nombre). Esperó tres años para volver a escribir y lo hizo recreando sus Memorias que se convirtieron en las únicas crónicas escritas por un juarense anclado en el siglo XIX.
José Manuel García-García (NMSU)
micronomia1.blosgspot.com
- Publicado en El Paso, Río Bravo, Vida cotidiana
Paseo por el barrio de los dioses
Tláloc, deidad de la lluvia, es uno de los dioses más antiguos de Mesoamérica. Su nombre deriva de las palabras en náhuatl “tlalli”, que significa “tierra”, y “octli”, que quiere decir “néctar”; es decir, “el néctar de la tierra”. Los pueblos del México antiguo lo idolatraban para que fortaleciera las nubes y dejara caer la lluvia sobre sus tierras y cosechas. Se cree que su origen viene desde la fundación de Teotihuacan, debido a que se encontraron vestigios del dios de las lluvias en figuras y estatuillas, además de un templo en su honor. Los antiguos pobladores de esta zona mesoamericana realizaban oraciones y sacrificios para que enviara a uno de sus hijos o ayudantes, llamados Tlaloques, a derramar su vasija llena de agua sobre sus tierras; asimismo, dedicaban estas ceremonias para mantener contenta a la divinidad y que fuera misericordioso y no dejara caer tormentas o granizo sobre sus pueblos. Por lo general, los templos dedicados a honrarlo se encuentran en lo más alto de las pirámides o montañas; tal es el caso del Templo Mayor de Tenochtitlan, ubicado al lado del de Huitzilopochtli, dios de la guerra. Podemos encontrar adoratorios dedicados a él en el monte Tláloc, en Uxmal, así como en la Pirámide de Teopanzolco, en Cuernavaca.

En el Códice Aubin (1576), un texto que trata de sobre la fundación de México-Tenochtitlan, se dice que Tláloc fue uno de los dioses que ayudó a los aztecas a encontrar el sitio donde edificaron la gran ciudad. Por otra parte, Leyendas del agua en México (2006), de Andrés González Pagés, recopila diferentes relatos sobre los distintos dioses del agua; a continuación, me detengo en: “El Tlalocan, o Paraíso de Tláloc”. Este relato nos describe el hogar de Tláloc, un lugar lleno de maravillas, donde habitan todos aquellos fallecidos a causa de un rayo, ahogamiento, o por una enfermedad que produjera heridas o ampollas con líquido. Sitio, además, donde todos gozan de felicidad, cuidando de una hermosa y extensa cosecha; a la vez que practican el juego de la pelota o la serpiente de agua. El orden se rompe cuando un guerrero, destinado a ir con Quetzalcóatl, muere ahogado por salvar a una mujer. El dios de la vida quiso intervenir, pero Tláloc no le permitió llevarse al hombre, ya que podría alterar el orden del universo. Al principio, el guerrero se sentía triste y decepcionado pero luego, al ver el recibimiento por parte de sus compañeros, comenzó a sentirse feliz de estar ahí. En el relato se muestra a un dios misericordioso y preocupado por el bienestar de todos sus seguidores.
La calle que lleva por nombre Tláloc se encuentra dentro del fraccionamiento Del Real, entre las avenidas Morelia y Montes Urales (mejor conocida como Jilotepec). Dentro de esa misma colonia, hay otras calles con odónimos de dioses o personajes prehispánicos como Cacamatzin, Popocatépetl, Tonatzin, Ixcóatl, Amozoc, entre otros. Desconozco el motivo o el tiempo que tiene la Tláloc llamándose así la calle; incluso pregunté a un vecino sin tener éxito, pero me parece una excelente idea que muchas de estas calles sean nombradas siguiendo esta relación temática. Por encontrarse cerca de la Panamericana, una de las avenidas más transitadas de nuestra frontera, se puede escuchar el bullicio de los automóviles que por ahí transitan. Por último, quiero agregar que a una cuadra de la Tláloc, en la Cacamatzin, existe un buen lugar de tacos para comer tacos.

Karla Nayeli Jurado Sandoval.
- Publicado en Odonimus
De misión a presidio y del polvo a la pólvora
Un grupo nutrido de escritores y periodistas ofrecen en Crónica del desierto: Ciudad Juárez de 1659 a 1970 una aproximación a la evolución sufrida por el territorio norte de Chihuahua, desde la antigua misión franciscana al establecimiento de la identidad fronteriza que permanece en la actualidad. Aunque la publicación de Raúl Flores Simental, Efrén Gutiérrez Roa y Oscar Martín Vázquez Reyes fue auspiciada por el ITESM campus Juárez y la UACJ, el contenido del texto está lejos del confinamiento bibliotecario que representa un escrito especializado (aunque sí la adquisición material del libro… es inconseguible). Por el contrario, su alcance apela al mayor número de lectores posible, por lo que este blog ofrece el documento de manera íntegra. El recuento histórico establece una distancia considerable entre el receptor y el lenguaje académico. En un intento por aligerar el contenido para una audiencia más general, el texto se ve auxiliado por un resumen de trescientas palabras, aproximadamente una por cada año de historia cubierto en el libro. De igual manera, cuadros entresacados con datos de interés y citas de textos históricos otorgarán conocimiento al lector que solo se acerque con una hojeada. También con el objetivo de ser más explícitos en cuanto a la geografía, son incluidas ilustraciones de la ubicación de las misiones (jesuitas y franciscanas), de los primeros habitantes y los mercados, al igual que la división territorial contemporánea.
Imperaba la ignorancia sobre el norte de la Nueva España; cuanto más aumentaba esa carencia de saber, de manera proporcional se ensanchaba el caudal de misterios y leyendas sobre ese desolado territorio. Lejos de la ruta principal que nacía en la capital novohispana, los sumas, mansos y jumanos habitaban lo que se convertiría en una de las más importantes puertas septentrionales del virreinato. Impulsados al descubrimiento de ciudades ficticias, hechas de oro puro, según sus informantes, la expedición que habría de concluir en lo que hoy es Socorro, Texas, fue dirigida por Juan de Oñate. Al conquistador zacatecano le siguieron los franciscanos, orden cuyo interés social y religioso dio origen a un desarrollo considerable en la región. La misión de Nuestra Señora de Guadalupe de los Mansos del Paso del Norte, acompañada de un presidio (decenios más tarde) para mantener el orden, actuó principalmente como conexión a Santa Fe. Los siglos no le cayeron bien al asentamiento; población moderada y recursos a cuentagotas deterioraron el mantenimiento de las misiones. La violencia consumió el territorio y se temió más a los moradores originarios que al expansionismo del vecino. Así lo escriben los autores: “La inseguridad en el norte del país era tan grave que, a mediados del siglo XIX, los pobladores temían más a una ataque de los bien armados indios que a la guerra con Estados Unidos, porque los primeros contaban con armas de fuego que los hacían temibles.” Traficantes anglosajones de armas y edificios gubernamentales desatendidos adornaron el paisaje. El Paso del Norte se encaminó al periodo de reforma bajo una economía extremadamente frágil y dependiente de extranjeros.

Sin duda, los cronistas cumplen con sintetizar, de manera efectiva, decenas de años y responder en la medida de lo posible a la constante cuestión del hombre del norte en cuanto a su entorno. Si hay algo que ha de cautivar al lector de este conjunto de crónicas es la paradójica dualidad de los inmensos cambios que ha experimentado Ciudad Juárez, acompasado de la drástico alteración en la huella urbana y sus actividades económicas. De los cinco mil habitantes en tiempos de colonia a millones en la actualidad. De pequeños mercados con escasos productos a uno de los principales establecimientos de la industria maquiladora. El espacio juarense como punto de reunión de viajeros de norte a sur o viceversa. La evolución es evidente, sin embargo, salta a la vista el establecimiento de relaciones a través del tiempo. Entre los edificios apropiados en 2009 (ahora abandonados) por el ejército mexicano al terminar la cruzada contra el narco, existe contacto con las unidades de caballería ligera que, al decaer el sistema de presidios, empezaron a robar. Los traficantes de armas provenientes de Estados Unidos que abastecían a los apaches se asemejan al polémico operativo “Rápido y Furioso” que armó a cárteles mexicanos. Y principalmente el miedo de un pueblo que abandona el temor de una guerra en contra de agentes extranjeros y se sumerge en un conflicto bélico con sus propios habitantes. Pero no todo es malo… Aún se llega rápido a Santa Fe desde el norponiente de la ciudad.

Eduardo Andrés Juárez Estrada
- Publicado en Ciudad, Misión de Guadalupe, Vida cotidiana
Las Meninas de Velázquez y El Cristo de Unamuno en Ciudad Juárez
Diego Rodríguez de Silva y Velázquez, mejor conocido como Diego Velázquez, nació en Sevilla en 1599 y murió en Madrid en 1660. Fue un pintor barroco español y es considerado uno de los más grandes artistas, no solo de España sino de todo el mundo. A los once años, Diego ingresó en el taller del pintor sevillano Francisco Pacheco, siendo este su primer maestro por un periodo de seis años e iniciando así su carrera artística. Sus primeras pinturas van desde la iconografía religiosa hasta escenas costumbristas. En 1623 fue llamado por el conde-duque de Olivares a la capital para retratar al rey Felipe IV; trabajo que lo convirtió en pintor de la corte, donde los encargos iban desde retratar a la familia real hasta pintar escenas bélicas de la historia de España.

Uno de sus últimos cuadros, y su obra más importante, es La familia de Felipe IV o Las Meninas (1656), donde se retrata a la infanta Margarita de Austria rodeada de sus sirvientes, además de otros personajes, así como el autorretrato del mismo pintor. Actualmente, los cuadros de Velázquez, que integran la colección real, son conservados por el Museo del Prado en Madrid.

Han sido diversos los homenajes que otros artistas le han hecho a Velázquez, no solo de otros pintores a los que ha influido, sino también de escritores. El escritor español Miguel de Unamuno (1864-1936) publicó en 1920 un poema titulado El Cristo de Velázquez ,a partir de la pintura Cristo crucificado (1632), un cuadro cargado de un alto contenido religioso, emocional y espiritual; la cual fue encontrada inicialmente en el convento de las Bernardas Recoletas del Santísimo Sacramento de Madrid y, en 1960, adquirida por el Museo del Prado, donde se encuentra hoy en día. El poema de Unamuno está cargado de carácter religioso y se compone de 2540 versos endecasílabos blancos, dividido en ochenta y nueve secciones, agrupadas en cuatro partes. Está escrito en segunda persona, de manera que se aprecia, durante las tres primeras partes, cómo el poeta contempla de arriba abajo el cuadro de Velázquez para hablar constantemente de las cualidades o partes físicas de Cristo, además de imágenes simbólicas y episodios bíblicos; la última parte, “Oración final”, concluye con la muerte de Cristo, su promesa de resurrección y las ansias de vida eterna del poeta. No existe una continuidad estricta entre las secciones en las que se estructura el poema, por lo que se puede considerar a cada sección como poemas independientes que juntos conforman una composición mayor. El Cristo de Velázquez, de Unamuno, es considerado el más grande poema religioso de España desde el siglo XV.
La calle Diego Velázquez se encuentra ubicada en el fraccionamiento Parajes del sol, en Ciudad Juárez. Esta calle cruza con otras cuyos nombres son también de artistas españoles como la Damián Forment, un escultor de la época renacentista, la Bartolomé de Murillo y la Salvador Dalí, par de importantes pintores, aunque el primero del periodo Barroco y el segundo del vanguardismo. Al encontrarse en medio de un fraccionamiento, esta arteria está rodeada principalmente por los establecimientos contiguos: una pizzería, una ferretería, tiendas de conveniencia, la Escuela Secundaria Federal número 16 (que está al final de la calle), y los dos parques que recorre: el José Juárez, otro pintor igualmente del Barroco, pero nacido durante Virreinato de la Nueva España, y el Bartolomé de Murillo.

Como se indicó anteriormente, la calle de Velázquez se encuentra en armonía con las que la acompañan, pues la mayoría llevan el nombre de pintores, casi todos españoles. Este sector de la ciudad guarda la memoria de algunos grandes pintores y les rinde tributo como un conjunto, pues estos artistas marcaron pauta en la historia del arte, y resulta justo que sus nombres descansen en las placas de las calles, donde automovilistas, peatones y habitantes puedan interesarse por sus obras, si es que no las conocen.

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Adobe en la piel
“Oda a las presencias” (“Ode to in dwellings”) es una composición escrita por Pat Mora dentro del poemario Odas de adobe (2000). La escritora nació en El Paso, Texas en 1942. En 1963 recibió su título de licenciatura en el Texas Western College y cuatro años después obtuvo la maestría en UTEP. A lo largo de su trayectoria artística, ha hecho hincapié en mostrar las aristas, tanto positivas como negativas, de la inmigración en la frontera Mexicoamericana, así como en la preservación de la cultura hispana en un contexto anglófono. Odas de adobe se encuentra antologado dentro del libro Entre líneas IV. Esta compilación reúne los poemarios ganadores, así como las menciones honoríficas, de un prestigioso premio, es decir, el Concurso Binacional Fronterizo Frontera-Ford, que, en su cuarta edición, fue avalado por la calidad de los jurados: Vicente Quirarte y Diana Rebolledo. El ejemplar, bajo el cuidado editorial de Enrique Cortazar, se divide en dos categorías: poesía (Poesía Pellicer-Frost) y pintura (Siqueiros-Pollock); a su vez, estas categorías se subdividen en otro par de secciones: ganadores de México y los de Estados Unidos. Las piezas líricas de Pat Mora obtuvieron el primer lugar del lado norteamericano.
La oda es una composición poética caracterizada por un tono elevado y por tratar temas heroicos, filosóficos (de corte horaciano), religiosos y amorosos; su extensión y métrica es variable. La “Oda a las presencias” de la poeta paseña concentra en su líneas, con un ritmo regular, dosis de intimidad al momento de hablar sobre su familia. El poema se compone por una sola estrofa, con una tirada de 67 versos libres (sin rimas consonantes), los cuales no tienen una métrica recurrente; hay algunos de siete, once y cuatro silabas. Una constante singular en la composición, y en sí en todo el poemario, es la mención del “adobe” y el “lodo” como elementos recurrentes, dignos o inspiradores de canto.
¿Qué tiene de especial un simple objeto de construcción, material para levantar viviendas. La relativa facilidad para usar adobe, un ladrillo sin cocer, compuesto por barro y paja, moldeado según la forma necesaria y secado al sol, lo volvió la materia prima predilecta en el norte de México y suroeste de Estados Unidos. Resido en Ciudad Juárez, una urbe que poco a poco ha ido creciendo y actualizándose, una ciudad que siempre ha estado presente dentro la historia de México, pero que ha sufrido cambios repentinos en su dirección, por lo que resulta complicado trazar su historia o evolución a partir de su arquitectura. Pensemos, por ejemplo, en la entrada de las maquilas en la década de 1960. De ahí que las construcciones que aún hoy se sostienen por adobes (sobre todo en el primer cuadro de la ciudad y sus colonias aledañas) sean tan llamativas, por lo que incluso uno de los museos más importante de la localidad, la Casa de Adobe (antes casa gris), lleve esta masa de barro a título e identidad.

Mientras indagaba en la vida de la escritora, me di cuenta de que desciende de una familia mexicana que emigró a los Estados Unidos durante la Revolución Mexicana; por lo tanto, Pat Mora siempre ha estado familiarizada con la cultura del cruce transfronterizo. He pasado muchas veces frente a estos edificios; he visitado en varias ocasiones la Casa de adobe; los años en la escuela nos van generando consciencia sobre la importancia del patrimonio tangible en nuestra historia, pero nunca me había dado cuenta de la relevancia e impacto que tienen las materias primas de la región en el crecimiento personal; me refiero a que nuestros antepasados habitaron entre estos inmuebles; incluso hay familias que levantaron sus hogares con sus propias manos; los adobes los vieron forjarse como seres de la frontera norte y nosotros somos el reflejo de ese crecimiento. Recuerdo que mi abuelo me contaba que vivió en una casa de adobe que se encontraba por Anapra-Altavista; así que hasta ahora, leyendo los versos de Pat Mora, me doy cuenta de los lazos tendidos con estas edificaciones. “Oda a las presencias” nos pone a pensar y cuestionarnos sobre nuestros orígenes y el de nuestras familias, las vacilaciones y aspectos determinantes en cada biografía.
Karla Nayeli Jurado Sandoval
- Publicado en Geopoética
Subí al campanario para ondear la bandera del recuerdo
I
A los 60 años, Raúl Flores Simental (1953) publicó su primer libro: Crónicas del siglo pasado, Ciudad Juárez, su vida y su gente (UACJ). Es una obra que gira en torno a una triple convicción: a) Todo tiempo pasado es (literariamente) mejor; b) Todo lo contemporáneo es (literalmente) un fastidio; y c) Todo lo marginal (del Ayer) subsiste y resiste al Caos del nuevo milenio. Simental comenzó a publicar sus crónicas en El Fronterizo, en 1983. Su primer texto se titula: “La revendedora” (incluido en Crónicas), acerca de una mujer que compra tortillas y las vende en el Mercado Juárez. Ella es ciega y no cuenta el dinero que recibe: confía en todos. Es también símbolo de la orfandad social y la codependencia para sobrevivir. Si tales significados son demostrables, entonces las crónicas de Simental trascenderán localismos, como textos alegóricos. Simental será nuestro Georges Perec sociologizado, alquimista que convierte lo Infraordinario en Imaginario Colectivo.
II
A los 30 años, Simental creó una Voz Narrativa dedicada a rememorar el pasado y fiscalizar el presente. Si a los “Tiempos Idos” se los llevó el apocalipsis, queda el almacén de anécdotas dichas en tono de Abuelo memorioso, gracioso y regañón. Esa Voz Narrativa podría llamarse Don Retro. Lo que importa es su Expresión, su Estilo: claridad, brevedad, humor, elocuencia y empatía. ¿Cómo es Juárez para el cronista? En “De la Morfín a la Jilotepec” dice: esta es una ciudad que al crecer reduce sus distancias. En “Chaparrita y pretenciosa” anota: todo comercio cabe en una calle sabiéndolo acomodar, “así, en tan solo una cuadra, el paseante puede satisfacer su hambre, corregir su miopía, dulcificar su espíritu, arreglar sus líos con la justicia, reparar su Olivetti, desponchar su auto, hacerse un retrato al óleo o embellecerse”. En “Oculta Belleza” la ciudad es la personificación de lo feo: “chaparrona, polvorienta, plantada en el desierto y con un clima difícil de aguantar”, pero la gente llega y se queda, se va quedando (concluye). En “Primavera y otoño”, nos recuerda el cronista, el ecosistema es también caprichoso: se empeña en modificar sus ciclos estacionales: “la primavera entra cuando le da su gana, el invierno se despide a la hora en que se le ocurre, el verano se prolonga varios meses y el otoño parece haber desaparecido”. Y en “Capirotada”, la amada Ciudad es un escaparate kitsch: Gobierno y burguesía han creado calles que permanecen en un estado permanente de re-destrucción, los edificios mueren sin ser terminados, el centro es un cúmulo de ruinas y monigotes que pretenden ser estatuas. Pese a ello, Simental vuelve a repetirnos: “la belleza de esta Ciudad es tan profunda y espiritual que aguanta eso y más”. Su esencia (la memoria colectiva) perdura entre las construcciones mileniard desechables: yo te saludo ciudad en permanente obra negra.
III
A la Ciudad de Don Retro, la habitan dos tipos de personajes: los del siglo pasado y los del nuevo milenio. O mejor: los tradicionalistas y los egoístas (cf. “Les vale”). Los tradicionalistas tratan bien a los marginados (cf. “Doña Lupe”), ayudan a presos, indígenas, migrantes, locos, ancianos y un largo etcétera (que incluye a perros callejeros). Los egoístas, por su parte, levantan horrores arquitectónicos, destruyen costumbres solidarias y acaban con los recursos sencillos y prácticos de una ciudad con eternas carencias. Los tradicionalistas aman la cocina popular; los egoístas comen chatarra (se agringan, se complican, se tecnifican para estar a la moda).
IV
¿Quiénes son los marginados de Juárez? Los hombres que vendían gelatinas por las calles (“De a veinte y cincuenta”); las mujeres que iban a inyectar al enfermo hasta su casa (“Jeringa y sonrisa”); las mujeres que cruzaban al El Paso para trabajar de criadas (“Fieles pasajeras”); los tríos de rancheros que iban de cantina en cantina ofreciendo una canción (“Con el viento a favor”). Esa inmensa mayoría que aparece vendiendo paletas los veranos, banderitas en septiembre, tamales y flores en noviembre, buñuelos en diciembre; esos que aparecen y desaparecen sincronizados a las estaciones y las costumbres sociales, gobernados por un “Calendario exacto” (para usar el título de la crónica).

V
El lado extremo de la pobreza: los bebitos de las que venden mercancía en puentes y avenidas. En “Y ahí seguirán”, el cronista los describe así: permaneces calladitos, inmóviles todo el día en las espaldas de sus madres que se dedican a vender baratijas por el centro y los puentes de la ciudad. Los funcionarios del Juárez Nuevo, por su parte, los quieren desterrar porque “afean a las calles y ahuyentan el turismo”. Y se valen de la fuerza represiva: “desde ese mundito silencioso y cálido, los niñitos no entienden el porqué de los gases, empujones y mentadas” de la policía. Ellos reciben los golpes destinados a sus madres y miran asombrados el nuevo mundo, ese que los saluda con el puñetazo de la modernidad.
VI
Más allá de la pobreza económica, viven los socialmente muertos: los locos, esos que vagan por las calles de Juárez. En “Loco amor”, el cronista recuerda a “la Camelia” una mujer que solía vagar por las calles de Juaritos; la vemos en el momento en que su novio se suicida, tirándose a las ruedas del tren: un drama que es parte de los mitos juarenses. En “Hijos de nadie”, los locos “aparecen un día en cualquier calle o en cualquier esquina. Pueden ir arrastrando una cobija o un bote; pueden llevar un costal a cuestas o usar tres abrigos, uno encima de otro”. Los tantos locos de la ciudad, como el que subía a los postes para saludar a los viandantes, o el que escribía mensajes ilegibles en las paredes, o el que se creía un auto veloz y corría por las calles del Pasado. Los seres que ahora son solo material de la literatura fronteriza: mitos urbanos.

VII
En las crónicas de Flores Simental, hay una buena dosis de divertimentos literarios; están (por ejemplo) los cantineros que “cuenta charras”, los expertos en “relatos fantasiosos, en anécdotas increíbles” y que tiene un público predispuestos a la carcajada fácil (cf. “Igual”). También figuran los Mitómanos de Juanga: “Por lo menos quinientos nativos de estas tierras son amigos de la hermana; otros cuatro mil conocieron alguna vez a la famosa Meche; cerca de un cuarto de millón de fronterizos lo oyeron cantar en el Noa Noa; unos cuantos –cerca de 400– conocen el lugar donde se mete cuando está de visita en esta ciudad; más de dos mil señoras platican frecuentemente con él y cerca de 86 mil juarenses reciben eventualmente una llamada suya desde donde se encuentre”. Los Mitómanos de Juanga son únicos: son nada más la ciudad entera inventando “charras” sobre su Divo cantautor.
VIII
Adriana Candia anota en su “Prólogo” que las crónicas de Flores Simental son nostálgicas y lúdicas, y que reivindican al ser social marginal. Señala que las 127 composiciones sirven de “homenaje a nuestra forma de vivir”; son una expresión de amor por Juárez. De acuerdo: gracias a su estilo, el cronista logra transmitirnos empatía por ciertos juarenses (el Ayer es Sublime, el Ahora es Caos y Amnesia). Solo la Memoria de los Infraordinarios (a la manera Perec) ondean la bandera de la nostalgia (y así resisten). §

José Manuel García-García
- Publicado en Ciudad, El Paso, Juárez Nuevo, Mercado Juárez, Vida cotidiana
Un obituario celebra nuestro horror ante la muerte
I
Mario Lugo. Empezar a morir (plaquette, 1995). La muerte, el suicido, la soledad acompañada, la miseria (in)feliz, la “pareja ideal” en la etapa de la decrepitud biológica. Lugo: experto en la reconstrucción de los Últimos Días, en la condescendencia hacia la agonía ajena (pensada como propia). Empezar a morir es una noveleta hiper-breve (27 capítulos cortos) donde el tema es un prolongado memento mori, una vaga reflexión de lo efímero que es la vida, de la decrepitud y la prolongada agonía (que cobardemente llamamos “la tercera edad”).
II
Manuel y Carmen. Carmen y Manuel, dos personajes en las cercanías de la muerte. En el primer capítulo, Lugo nos adelanta el final: ella muere de un ataque cardiaco; Manuel, tiempo después, se suicida ahorcándose (muere “con dignidad”, afirma el narrador). A partir del desenlace, los subsiguientes capítulos son un inventario de los últimos momentos de la enamorada pareja. Una reconstrucción que es documental de una depresión que es descripción cursi. Manuel y Carmen. Carmen y Manuel, sin el suicidio del viudo, sus vidas serían literariamente infraordinarias. La auto-eutanasia fue la escalera de Jacob hacia la trascendencia humana o, al menos, a su literaturización (que en medio de la pobreza, ya es ganancia).
III
Manuel es un personaje simple: anciano que trabaja, que se desvive por la esposa enferma, que logra reflexionar sencilleces en su jardín de fantasía (las flores ocultan su miseria espantosa). A ratos se dedica al inventario de su patio: chácharas, objetos acumulados, insectos simbólicos (“la araña pasea sobre el vacío. Como equilibrista que pisa sobre el aire en un despliegue de magia”), el calor del sol, el silencio. Carmen (por su parte) limpia la casa, le ofrece el cafecito matinal a su amado esposo (rito feliz: “Te sale muy bien, Carmen. Ella preguntaba: ¿Quieres más?”) Carmen recordando a su hijo Feliciano que lo mataron cerca de su casa (“no encontró puerta abierta”).
IV
Manuel y Carmen, durmiendo juntos (“cada apareamiento se convirtió en una señal de lejanía. Por eso al terminar se daban la espalda”). Carmen soñando (a sus años) con otro viejo amor. Manuel (a sus años) anclado en la melancolía al ver a su esposa dormida, desnuda (“la visión de un pubis pobre en pelambre y una hendidura descompuesta en una raya mal trazada, interrumpida por los labios vaginales ligeramente pálidos” que contrastaba con un recuerdo: “la visión de ese plácido lugar alguna vez excitante y delicioso… donde chupó tantas veces las ansias, frescas entonces”). Carmen y las premoniciones de su muerte: encontró sobre la cómoda la figurita de porcelana que había perdido años atrás, encontró en el colchón la última carta de su hijo, y encontró también el banquito de su (verdadero amor) Bernardino. Y días después, sufrió la caída, supo del sabor del barro de su piso recién lavado y del dolor en el pecho y del último latido de su corazón. La muerte le llegó llenándola de imágenes del pasado, fragmentos huyendo del gran almacén de los recuerdos. Luego, el vacío, la mueca senil de la muerte. La nada.

V
Empezar a morir: noveleta para alimentar la depresión, ese gris estado donde todo es mayúsculo, doloroso y recursivo. La idea seduce, pero no convence: lo sublime nace de las anécdotas de lo humilde, lo inmóvil, lo grave ante los pasos de la muerte, el resignado vivir cotidiano que es la antesala del Fin. Empezar a morir es (sobre todo) un breve y deprimente obituario. §
José Manuel García-García
(NMSU)
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- Publicado en Ciudad, Muerte, Vida cotidiana
Estebanico, explorador de calles
Estebanico fue un esclavo norteafricano, originario de Azamor, Marruecos, quien llegó a destacarse como explorador en expediciones españolas en América. Tras la invasión portuguesa a su lugar natal, se convirtió en propiedad de Andrés Dorantes de Carranza y viajó junto a él a La Española. En 1527 participó en la expedición dirigida por Pánfilo de Narváez, en la que Alvar Núñez Cabeza de Vaca estuvo comisionado como tesorero y cuyo objetivo era colonizar Florida. Después de naufragar en Santo Domingo, se dirigieron a Cuba y llegaron a Florida, actual bahía de Tampa, donde la enfermedad y el hambre causaron numerosas muertes a la tripulación. Decidieron abandonar el lugar y terminaron naufragando y arrastrados a la isla del Mal Hado. Entre los pocos sobrevivientes quedó Estebanico, quien, junto a los demás hombres de la embarcación, fue apresado por una tribu del lugar durante seis años. Luego de la dura situación que vivieron con los naturales, solamente sobrevivieron cuatro hombres: Estebanico, Cabeza de Vaca, Andrés Dorantes y Alonso del Castillo. Posteriormente, realizaron una larga travesía hacia el norte de la Nueva España, pasando por las mesetas áridas de lo que ahora conocemos como el estado de Chihuahua, incluso cruzan el Río Bravo a través de la Sierra Madre. Dos años después, fueron rescatados cerca de Culiacán por una patrulla española comandada por Melchor Díaz. Después de esta travesía, el Virrey Antonio compró a Estebanico y lo colocó como guía de una nueva expedición a Cíbola para buscar riquezas.

Estebanico, al ser un esclavo, no tuvo la oportunidad de aprender a leer ni escribir, por lo tanto, no encontramos ningún texto de su autoría; la única forma de conocer sobre su vida es por medio del testimonio de otros. Cabeza de Vaca lo incluyó en su crónica Naufragios, publicada en 1542, en la que narra sus vivencias atravesando el suroeste de lo que actualmente es Estados Unidos y el norte de México. También Antonio de Mendoza, Virrey de Nueva España, se refiere a su persona cuando en una instrucción girada a fray Marcos de Niza, el Virrey se lo otorga como guía. Lo anterior, se puede verificar en El descubrimiento de las siete ciudades, donde el fray escribe sobre la búsqueda que hizo de fabulosas ciudades. Asimismo, habla un poco más sobre “Estebanico, el negro», quien en su recorrido por Culiacán, hacia abril de 1539, tenía la indicación de obedecer al prelado en todo lo que mandara. Se encargaba de ir hacia la vía del norte para verificar si había algo excepcional, digno de ser visto por De Niza. En caso de encontrar algo razonable, debía enviar una cruz blanca de un palmo; si la cosa era grande, la cruz mediría dos palmos; mas si resultaba un descubrimiento excepcional, mandaría una de gran tamaño. Estebanico envió una de estas últimas, dando pie a seguir en la búsqueda de ciudades con grandiosas riquezas. A lo largo de la travesía, le sirvió al fraile como mensajero, pues adelantándose en el camino le hacía saber si debía continuar o no por tal rumbo. La aparición de Estebanico, en la obra de Marcos de Niza, termina cuando lo da por muerto en alguna de las maravillosas ciudades.
En la colonia Panamericana, a un lado de Soriana Híper, encontramos una gran calle, algo escondida y no muy transitada, la Estebanico. Atravesándola está la De Estebanico, lo que resulta curioso, pues prácticamente ambas vías están enganchadas y llevan el mismo nombre, con la única diferencia de la preposición “de”. Dos cuadras después se encuentra la avenida Fray Marcos de Niza, lo que tiene lógica si consideramos los párrafos anteriores, pues el esclavo mensajero estuvo bajo las órdenes del religioso.

Las arterias contiguas también llevan por nombre el de algún fraile. Llama la atención, que en esta configuración, el explorador se encuentre a la par de los curas, amén de la igualdad. El contraste entre las casas de esta calle resulta evidente, ya que mientras algunas están deshabitadas y deterioradas, otras conservan su colorido y vida. Por ello, habría que seguirle la pista a esta calle que lleva por nombre el del marroquí buscador de maravillas, o mejor, creer que cuando envió aquella cruz grande lo hizo porque en la arena del paisaje desértico encontró la ciudad aurea que tanto buscaba.

Karen Torres Hernández
- Publicado en Odonimus