Frente a una copa de vino, yo me río de mí (2)
Segunda parte de la reseña de la novela De Obregón… El Recreo (2012) de Mauricio Rodríguez
13. La vida melodramática, arrastra el sinsabor del cliché, pero conserva matices distintivos. Y la vida de Zerk los tiene en buena medida destacados: la novela inicia con el divorcio del protagonista, su reajuste emocional (‘me fragmentaba en la noche llamada something else’), las primeras andanzas de libertad (condicionada al dolor): “hace tres semanas la calle es mi refugio. No he conseguido dormir como cuando estaba al lado de ella, quiero decir, hace tiempo que no cojo”. El poeta va hilando las emociones encontradas en su vagar nocturno-citadino: “En estos días la poesía en mí se resume a meros destellos. Me refugio en las calles porque no hay duda de que si algo hermoso tiene la Ciudad del Crimen, es su horroroso primer cuadro”. Zerk habla de ese otro espacio (opuesto al artificioso lugar ameno de El Recreo) donde encontrará amistades efímeras, conversaciones con personajes excéntricos, relaciones con nuevas amigas, con prostitutas de la calle La Paz. Encontrará sobre todo anécdotas que irán integrando a su narrativa en proceso de llegar a ser novela (la que estamos leyendo y comentando). Escribir del melodrama no es escapar de él, es darle solo el matiz de ser materia poetizable.
14. Los amoríos, según Zerk, deberían iniciarse o acabar en moteles de paso. La sensualidad es una descripción brevísima de maratones sexuales. La sucesión de acostones son, al fin de cuentas, cuerpos mal dibujados de mujeres similares. Zerk renuncia a la descripción minuciosa de las cualidades de aquel manojo de aventuras moteleras. Baste decir que una chica llamada Mina (por ejemplo) “le gustaba que la llamara mi puta, mi perra, en las noches interminables de sexo, pero una noche se fue de mi vida, como muchas otras se han ido”. O los acostones con Bátiz que también, un día, ella se despide: “solo fueron unos segundos, intercambio de miradas, un apretón de manos en el que se marcó un adiós, premeditado y luego volver al mundo que cada uno había decidido para sí”.

15. La novela es rica en anécdotas, tanto que algunos han confundido la novela con una serie de relatos. Anoto como ejemplo, un par de estas breves historias: A) La anécdota de los Eternos Sospechosos: “Una camioneta de la policía se detiene para investigar a dos cholos cuyo único delito fue tener tatuado el barrio en el cuello. Los revisan, primero de vista, luego inspeccionan entre sus ropas y les piden sus papeles para transitar por la calle que ya no les pertenece. No encuentran nada. Me observan. Me siento un criminal sin delito”. B) El extraordinario capítulo de los Merolicos, que es uno de los más entretenidos de la obra. Se trata más que del evento narrado, la manera cómo Mauricio lleva a la escritura el lenguaje oral, las expresiones de los pícaros de oficio que entretienen con gestos y voces a la gente para sacarle algunos billetes o (si se pudiera) alguna cartera: “Mira, acércate, no estamos aquí para pedir, estamos para dar querido público”.

16. Felizmente los logros poéticos abarcan capítulos enteros, además de refugiarse en pequeñas frases incrustadas en la narrativa general. Por ejemplo, hay un momento donde Zerk se mira al espejo (de su casa) y dice o piensa: “al llegar al baño con una estupenda cruda, me doy cuenta que el hombre al utilizar el rastrillo limpia las heridas de los días, esas que va dejando el desengaño. Afuera llueve a cántaros”. Su poesía habita también, la hostilidad de las circunstancias.
17. Fuera y dentro, las calles de Ciudad Juárez o El Recreo no son solo escenarios, sino personajes de múltiples voces. El Espejo de la cantina, el cuadro histórico de la ciudad, llega a representar, como la fila de mujeres sexuadas, suciedad, ebriedad, purgatorio de seres errantes: “por esta calle habitan también una gran cantidad de catarrines trasnochados, amigos todos, guerreros de 24 horas, que por lo general se quedan dormidos donde les da su chingada gana, ahí nomás se tiran y en cuanto despiertan le dan un entre a su botellita de alcohol de caña. Poco les importa el orín o la mierda que se las ha escapado”. La ciudad es una cantina, el ágora de los Miserables, refugio de los sobre-jodidos, casi seres humanos (los une al parecer, la boca de una botella), amigos, etílicos, como los borrachines de El Recreo (aunque estos tienen la mesura de la civilidad, la limpieza y el título de poetas clasemedieros y además se bañan a diario). Afuera domina una atmósfera de angustias a punto de estallas; adentro, en El Recreo, un (falso) oasis que comienza con ‘deme una cerveza’ y termina con el consabido grito parroquiano: ‘¡Ya no le sirvan!’. Fuera de El Recreo todo es enumeración de la miseria; dentro de El Recreo lo conversado acaba en terapia colectiva de consolación que se sabe atrapada en un mundo alterno de fatalidades.

18. Zerk, aquel joven desempacado de Torreón, Coahuila, se transforma en el Poeta Divorciado, el solitario disponible, el que ayer odiaba la ciudad y ahora se deja querer por la parte que ella le brinda: “dándole la vuelta al sector viejo de la ciudad me encuentro por la calle La Paz, donde se vende lo mismo frutas de temporada a grito pelón y en bolsa de plástico, que unos apestosos y tan poco salubres como suculentos tacos de hígado, excepcionales para apaciguar la tripa en tiempos de carestía”. en unos cuantos meses, Zerk conocerá a fondo a la ciudad odiada. Será parte de ella, de su pintoresquismo que huele a sexo, a vómitos y otros desechos. Ciudad en la que solo falta el estallido de una bomba exterminadora (cf. Diego Ordaz, Permutaciones para el estertor del mundo, 2017) o la carrera de zombis en búsqueda del buffet escondido (cf. Juan Carlos Esquivel, ‘La frontera de los muertos vivientes’, en Arenas Blancas 12, primavera 2013).
19. Zerk es el periodista que no pocas veces tiene momentos de gran lucidez profesional. Por ejemplo, cuando reflexiona sobre el papel del periodismo como insensibilizador, dice: “Escribo las historias de otros y me desgasto como una consecuencia, despacio. En una nota periodística siempre falta espacio para contar todas las emociones”, “peor aún, las estructuras informativas impiden por lo general el uso de emociones, todo se resume al hecho”. “Intuyo que esta desensibilización de alguna manera ha afectado al comportamiento del lector, que ya poco le importa si una persona muere o se saca la lotería”. Por ello, Zerk prefiere el oficio de la narrativa cultural, la entrevista que se convertirá en crónica mitificadora de vidas sin importancia. Los entrevistados tienen sueños, palabras que son enumeraciones de una escalada de fracasos. Los entrevistados son losers que habitan los espacios paupérrimos de la vida nocturna juarense o los oficios impuestos a destiempo.

20. De Obregón…El Recreo es el cansancio existencial de un joven que Zerk traduce en una narrativa de conjuntos fragmentados dramáticos, amargos. Es necesario escapar, salir en búsqueda de la ciudad deseada: Obregón. Allí está la promesa del amor (Mina). Pero la huida no ocurre. La pasividad del personaje se convierte en un caso de claustrofobia recurrente. Vivirá en un estado de aguda auto-crítica y de un constante amor-odio hacia la ciudad que no acaba de ser xenofóbica, y loser ella misma: “esta ciudad es la más tranquila del mundo. Lo digo en serio, a pesar de que diariamente la muerte se da sus buenos danzones en las casas, nadie se mueve, todos quietos, quietecitos esperan como vacas sagradas a que la pelona los visite”. El empleo de la ironía profunda es convicción aguda de la desesperanza que habita (que lo habita) en sus conclusiones más pesimistas y justas de la realidad juarense. Después de todo, tal es el estado emocional de miles de juarenses que habitan ‘la hermosa Ciudad del Crimen’.
21. Mauricio Rodríguez en esta novela retoma la herencia de la prosa poética francesa (siglo XIX), la crónica a la manera Poniatowska y la influencia de la escritura local que exalta la magia del antro idealizado (desde la narrativa iniciática de Rosario Sanmiguel, hasta los poemas etílicos de Miguel Ángel Chávez y toda la poesía local que sigue los pasos del abuelo Kerouac y del abuelo Bukowski).
22. Soy optimista cuando se trata de la literatura juarense (debilidad identitaria, fetichismo provinciano): la literatura local goza de buena salud, aunque ciertos imaginarios solitarios (opuestos, si así se quiere, a los imaginarios colectivos de la sociología) continúen con personajes estancados en un círculo vicioso que van del placer etílico a la abulia de la santa cruda, de la primera chela al último trago sangre (el nivel del hartazgo será, sin duda alguna, el tamaño del apocalipsis concebido, consabido).

23. Cuando Mauricio Rodríguez publicó esta novela tenía 37 años. Hoy tiene 45, el doble de edad de lxs nuevxs escritorxs que han encontrado el tema del género como idea esperanzadora de (al menos) una nueva visión de las relaciones humanas. También en este renglón soy optimista y autocrítico: no analicé, por ejemplo, el anclaje (o el repertorio) machista del personaje Zerk: sus reclamos unilaterales a la ex pareja, su recuento aparentemente discreto de acostones sin más efecto que la enumeración abúlica, el uso del aparato narrativo como un motivo confesional para autogenerar un discurso de víctima de las ingratas (aclaro que jamás aceptaría como índice de valor a un manual novelado de buena conducta feminista, pero sí el acercamiento explícito a esta sensibilidad que es ya una re-educación sentimental, una re-difinición de los términos de relaciones humanas). No existe en la narrativa de Mauricio una misoginia como ocurre en ciertos poetas juarenses de mediados de los 80, pero sí hay continuidad de la perspectiva que se finge exenta a los avatares de la victimización de género (no así de la victimización xenofóbica que Mauricio-Zerk muy bien describe). Esperemos en sus próximas novelas una transformación emocional de Zerk, el Montecristo.
José Manuel García-García
Profesor Emérito, NMSU
- Publicado en 16 de Septiembre, Bar, bebida / cerveza, Centro, El Recreo
Columbus: ¡vámonos con Pancho Villa…o por un trago!
En mi diario recorrido hacia la universidad —actualmente pausado por la cuarentena—, justo después de pasar el puente de la Jilotepec, me he topado con un monumento erigido en honor al Centauro del Norte. Observo a Francisco Villa montando a su caballo, jalando las cuerdas como para detenerlo o indicándole que inicie el camino. Aunque nunca me he parado a inspeccionarlo con detalle, siempre que paso por ahí recuerdo a mi bisabuela, gran admiradora del revolucionario. No conviví mucho con ella, pero sus historias me llegan constantemente como un tesoro, en el cual, la figura de Villa resplandece como un héroe indiscutible, valiente, recto y comprometido con la causa. Esa misma visión me sobrevino de nuevo al empezar a leer Columbus (1996) de Ignacio Solares; sin embargo, al finalizar la novela, la imagen del caudillo cambió por completo.
Solares, nacido en Ciudad Juárez en 1945, se ha desarrollado como narrador, ensayista, cronista, dramaturgo, editor y periodista. Entre sus publicaciones destacan La noche de Ángeles, Madero, el otro y El jefe máximo. Algunos de sus galardones son el Premio Nacional de Literatura José Fuentes Mares —otorgado por la UACJ— en 1996 por Nen, la inútil, el Xavier Villaurrutia en 1998 gracias a El sitio, el premio Sergio Magaña a mejor autor nacional en 2002 y el Premio Nacional de Periodismo Cultural Fernando Benítez en 2008. Actualmente escribe la columna semanal Minucias en el periódico El Universal.
Columbus es una novela histórica que se divide en dieciocho capítulos sin título, en los cuales el narrador, una voz en primera persona, cuenta su experiencia de vida, desde sus días en la frontera hasta su unión a Villa en la invasión a Columbus, Nuevo México. El relato consiste en el testimonio de Luis Treviño; no obstante, resulta complicado definir si él protagoniza la historia, ya que la trama se divide entre su vida, la figura de Villa y las batallas en las que este se involucró. Lo que sí queda claro es la función de Luis Treviño como hilo conductor que une todo lo anterior a través de sus palabras. El título de la obra refiere a la batalla de Columbus, un enfrentamiento dado entre las tropas de Francisco Villa y el ejército estadounidense. Históricamente se cuenta que el caudillo fraguó dicho ataque como una venganza hacia el país vecino debido a su alianza con Venustiano Carranza, quien, en opinión del Centrauro, había aceptado el apoyo gringo a costa de perder la nación. Por ello decidió intentar la “única invasión de un país latinoamericano a Estados Unidos” el 9 de marzo de 1916.
La novela inicia con una casual invitación a beber, como si de un par de amigos se tratase. Treviño deja clara una cosa: odia a los gringos y por ello seguía a Villa. A lo largo de la historia, explica algunas de las razones de su desprecio a los estadounidenses. Entre ellas se encuentra, aunque poco velado, el tema de la inmigración. El paso de México a EUA, ya sea legal o ilegalmente, resulta una desgracia para sus connacionales, ya que “los tratan como bestias de trabajo” tornando el sueño americano en una pesadilla. Así lo muestra una nota de periódico con la que se encuentra Luis, en la que revelan que unos mexicanos fueron quemados al querer cruzar la frontera. De esta manera, mediante tragos de Jack Daniels, cerveza, bourbon, Chablis, bloddy marrys y botanas, Treviño va desentrañando su pasado, su juventud y su estrecha relación con los bares. Resulta peculiar que cuando quiere situar en el mapa a su interlocutor —un alguien desconocido y mudo— siempre refiere las coordenadas por medio de la ubicación de los centros nocturnos y bares de las ciudades, incluyendo el nombre de los propietarios y la fama que estos cargaban.
Como ya mencioné, la figura de Villa cambia a lo largo de la novela. Treviño primero señala sus virtudes de estratega militar y califica de teatrales algunas de las técnicas ya que, con unos cuantos movimientos bien pensados, aparentaba un mayor número de hombres para enfrentarse a sus enemigos. Si bien se le admiraba en ese aspecto, el narrador descubre, al irse acercando al ejército villista, que el hombre detrás de la leyenda era un ser desconfiado “hasta de su sombra” y había que andarse con cuidado para evitar cualquier conflicto que luego resultaría mal. A pesar de las advertencias y los rumores que rondaban entre sus seguidores, el Centauro veía como un gigante, hábil con las palabras, capaz de engrandecerse con cada frase, cada batalla, e incluso, con cada asesinato que cometía. Nos enteramos de estos pensamientos a través de don Cipriano, quien hablaba del villismo como de una religión. Aunque, luego, dicha imagen ideal va decayendo cuando se entera —muy a su pesar— que el caudillo tenía una buena relación con los gringos, o al menos con sus compañías cinematográficas, con quienes había firmado un contrato para dejar que lo grabasen en exclusiva. Esto —y el episodio con unas soldaderas del que no hablaré para evitar spoilers— deja a Treviño sin un ideal al que seguir porque “la parte buena de Villa” se había ido y quedaba solamente el guerrillero desalmado. Por ello, a lo largo de mi lectura me pregunté constantemente: ¿aun así va a Columbus bajo sus órdenes?
Por último, resalto la gran capacidad descriptiva del narrador acerca de las ciudades. Primero, habla de Ciudad Juárez como un atractivo de diversión para los turistas estadounidenses por tener burdeles, corridas de toros, carreras de caballos, peleas de gallos, casinos, etc. Se pretendía cumplir las más mínimas demandas de los clientes, por ejemplo, buscar mujeres enanas para convencerlas de volverse prostitutas y complacer así a los gringos. También se retrata cómo la revolución se consideró un espectáculo para los residentes del vecino país. Tal fue el caso de la Toma de Ciudad Juárez en 1911, en la que “los paseños se amontonaban en las riberas del Río Bravo para observar las batallas lo más cerca posible, aun con riesgo de su propia vida porque nunca faltaba una bala perdida que llegaba por ahí”. Los espectadores de aquel lado del río reían, compraban botanas y señalaban a los vencidos como si de un show de televisión se tratara. A pesar de todo, Luis Treviño se jacta del resultado de su aventura revolucionaria en Columbus: a partir de la invasión, dicha ciudad fue puesta en el mapa. Los residentes crearon un museo y hasta un documental con las fotografías que los mismos periodistas estadounidenses tomaron. Columbus, según este personaje, “sobrevive en buena medida gracias al turismo que va a preguntar sobre nuestra invasión del dieciséis”. Eso es con lo que se queda aquel soldado villista.
La novela resulta un tanto pesada si no se está dispuesto a compartir la lectura de Columbus con pequeñas investigaciones sobre las referencias históricas que se hacen, sobre todo de las batallas; o si simplemente el tema de la revolución o la figura de Villa no interesan. No obstante, la lectura del texto de Solares cumple una función importante al momento de querer adentrarnos en lo que ocurrió previamente a la invasión o dilucidar aquello que movía a los que se metían a la bola revolucionaria, sobre todo en nuestro contexto fronterizo. También permite conocer la evolución de la famosa figura del Centauro del Norte, tan amada y despreciada a la vez. El lector se convierte en ese interlocutor a quien el viejo Treviño dirige su inagotable y viciosa plática de recuerdos, los cuales, según él mismo, pueden ser ciertos o no. Columbus sorprende constantemente con pequeñas frases espectaculares como esta joya: “Somos de Chihuahua y el desierto lo llevamos dentro, no tiene remedio”. Lo que sí aseguro es que, una vez terminada la novela, el lector entenderá el acontecimiento de Columbus y quizá despertará su curiosidad sobre qué otros eventos ocurrieron durante la época.
Fernanda Villalobos Ocón
- Publicado en Bar, Cantina, Revolución, Sinembargo
Bailarín bajo el peso de la lluvia
Juárez con Jota (2 de 10)
En la primera entrega de esta decena de ensayos –dedicada a la novela Vereda del norte, compuesta en 1937 por el escritor juarense José Urbano Escobar– mencioné la homofobia y los crímenes de odio cometidos contra lesbianas, gays, bis y trans. Dichos actos, también dije, nos recuerdan que las innegables contribuciones de la comunidad LGBT a la cultura universal han sido siempre acalladas y relegadas por motivos religiosos, sociales o raciales. La monografía de Efraín Rodríguez Ortiz, Crímenes de odio por homofobia: los otros asesinatos de Ciudad Juárez (2010) sirve de guía para comprender cómo el varón tradicional, proveniente de un sistema patriarcal, pierde sus referentes cuando interactúa con sexualidades no convencionales. Al ponerse en crisis su propia identidad, “el masculino no sabe y no quiere saber otras maneras de reaccionar que no sean a través de la violencia”. En este segundo texto, retomo el recuento cronológico de la creación literaria con temática queer en la zona fronteriza de Ciudad Juárez-El Paso. Así pues, toca el turno a la opera prima del narrador paseño Arturo Islas: El Dios de la lluvia: una historia del desierto.
El libro, publicado originalmente en inglés en 1984 en Palo Alto, California, y aún sin traducir al español, traza la genealogía de una familia de origen mexicano que se asienta en un nuevo hogar al otro lado del Bravo, primero en Nuevo México, pero pronto se mudan a la frontera, al Segundo Barrio en El Paso, Texas. A pesar de que Miguel Chico (alter ego del autor) y su padre protagonizan la historia del linaje Ángel –así se apellidan, aunque le quitan la tilde–, un capítulo de la novela, “Rain Dancer”, se centra en el tío Félix, también conocido por sus empleados como el “Jefe Joto”. Su asesinato es brutal; la escena donde su hermano, Miguel Grande, debe reconocer en la sala forense el amasijo de carne en que quedó reducido desconcierta a todos los personajes, pero sobre todo, al lector, sin importar que desde la página seis ya se había anunciado su muerte. El crimen perpetuado en contra de Félix Ángel, además de generar un punto de quiebre en el ritmo de la novela –y en la misma tradición de la literatura chicana–, ilustra el estigma de ser homosexual en una época en la que el homicidio parece más tolerable.
Arturo Islas nació en El Paso en 1938; prolífico poeta, académico, ensayista y escritor de cuentos, es reconocido por sus dos novelas concluidas, que planeaban ser una trilogía: Almas migrantes (1991), secuela de El Dios de la lluvia. Su prematura muerte, en 1991 a causa del sida, truncó una carrera productiva e influyente en las letras latinas (o latinoamericanas), más allá de la veta chicana. Islas fue un escritor reflexivo, dedicado y consciente de un estilo que vertió en distintos registros; promovió, además, un sentido de responsabilidad hacia la comunidad con sus colegas –profesores y escritores–, estudiantes y críticos. Durante su carrera profesional, como profesor en el Departamento de Inglés de la Universidad de Stanford, formó una extensa colección de documentos, registros y bibliografía sobre estudios mexicanos, desde lo prehispánico hasta lo chicano. Como escritor de la frontera entre El Paso y Ciudad Juárez, hay que ubicarlo en la vanguardia en el tratamiento de dualidades sociales, lingüísticas y cognitivas. Uno de los nietos de Mamá Chona, matriarca de la familia Ángel, expresa: “Estamos en la frontera entre una tierra que nos ha olvidado y otra que no nos entiende. […] ¿Qué pues hemos de hacer nosotros, educados como espalda mojadas y con alma migrante?” Su compromiso artístico lo llevó a profundizar en la estética y la psicología de la creatividad gay, una exploración que chocaba con su formación tradicional, ligada al catolicismo. Como pensador homosexual, Islas superó límites, fronteras y roles establecidos, siendo el abanderado de la literatura queer escrita por chicanos.
Una primera versión de la novela que aquí me ocupa se llamó Día de los muertos (1976), lo cual se hubiera prestado a una interpretación exclusivamente étnica o folclorista. En cambio, El Dios de la lluvia dispara varias lecturas y juegos intertextuales, incluso con el subtítulo: Una historia del desierto. “A cambio de ofrendas y de sacrificios –en particular de niños–, Tláloc otorgaba a los hombres todo lo necesario para la vida” (Guilhem Olivier), para fundar nuevos pueblos, como el que se asentó en el Lago de Texcoco. Esta deidad, una de las más antiguas de Mesoamérica, actúa para otorgar el valor, el mando, es decir, el poder, razón por la cual uno de sus nombres era “El Dador”. En el capítulo final de la novela, aparece un canto atribuido a Nezahualcóyotl, transcrito por el primogénito de Mamá Chona –el primer Miguel Ángel– quien murió en las calles de San Miguel de Allende a inicios de la Revolución a causa de una bala perdida: “Toda la redondez de la tierra es un sepulcro: no hay cosa que sustente que con título de piedad no la esconda y entierre. Corren los ríos, los arroyos, las fuentes y las aguas, y ningunas retroceden para sus alegres nacimientos: aceléranse con ansia para los vastos dominios de Tláloc, el Dios de la lluvia, y cuanto más se arriman a sus dilatadas márgenes tanto más van labrando las melancólicas urnas para sepultarse”.[1] A sus 32 años, Mamá Chona enterró a su hijo, y con él toda su alegría; jamás perdonó a México por la infortunada muerte; el movimiento armado la orilló, junto con su marido, a desplazarse hacia el norte para cruzar la frontera y nunca volver.
La zaga de los hijos y nietos de Mamá Chona entreteje los hilos narrativos de la novela, dividida en seis capítulos y precedida por unos versos de Pablo Neruda: “Yo vengo a hablar por vuestra boca muerta” (“Alturas de Macchu Picchu”). El grueso de la acciones en El Dios de la lluvia ocurre en la década de los 60’s, justo cuando el movimiento chicano estalló como contienda social. La lucha por los derechos civiles de la población de origen mexicano en Estados Unidos transformó a fondo su propia conceptualización, así como su actuar en muchos terrenos, incluyendo el ideológico. Las representaciones simbólicas, asumidas por las letras, conjugan un talante político y militante, al tiempo que delinean múltiples situaciones de subordinación ante la sociedad dominante. Sin embargo, veinte años después, es decir, cuando Arturo Islas intenta publicar su novela, los lemas activistas –“Sí se puede!” y “Viva la raza!”– han conformado la agenda de una literatura apologética, con un profundo sentido nacionalista y un acentuado orgullo étnico. No es de extrañar, entonces, que una obra alejada de las imágenes positivas o redentoras incomodara los discursos de identidad chicana. Fue así que Quinto Sol, la principal editorial de este tipo de literatura, rechazó el manuscrito de El Dios de la Lluvia por alejarse del molde prestablecido. Seguramente, las acciones en torno a figuras homosexuales, en un momento de histeria ante el VIH (referido como “la plaga” hacia 1985), fue suficiente para que la novela se considerara negativa.
La construcción de Félix me parece fascinante tanto por lo complejo y problemático que resulta trazar la personalidad y función de un personaje poliédrico. Detecto, por lo menos, cinco aristas que concurren en su figura: sabemos de él a través de lo que juzga su familia, una posición ambigua, ya que si bien todos conocen su homosexualidad, no la aceptan; su hermano Miguel, por ejemplo, opina que “All good dancers are queer”; sin embargo, recuerda con gran cariño la costumbre de Félix de salir a bailar bajo la lluvia cuando eran niños. Otra opinión nos la dan sus empleados, y aquí la imagen entra en conflicto, ya que, por un lado, Félix trabaja en una fábrica como enganchador de mano de obra barata. Él acepta la labor de coyote “con la condición de que estos hombres fueran inmediatamente considerados candidatos para la ciudadanía estadounidense”. Pero, por otro lado, él también se encarga de las examinaciones: pruebas físicas que le permitían palpar los genitales de los jóvenes obreros. El acosos en tal situación de poder era inminente; en esos días, “contemplando tanta belleza con la maravilla y el asombro de una novia, su único deseo era tocarlos y sostenerlos en sus manos con ternura”. La mayoría de los trabajadores olvidaba la experiencia, aunque “de vez en cuando se referían a sus espaldas, pero con cierto afecto como el Jefe Joto”.
El narrador omnisciente de la novela, la tercera voz que delinea al personaje, es la más importante. El cuarto capítulo, dedicado en exclusivo para Félix, nos presenta la estampa de alguien cercano y sensible a la naturaleza: “amaba los momentos tranquilos al anochecer, tanto como el olor del desierto justo antes y después de una tormenta eléctrica cuando el cielo, cargado de rayos, se volvía fresco con la fragancia del mezquite, la salvia blanca y la pimienta silvestre”. Ahí nos enteramos cómo cortejó a Angie, con quien se casó y procreó a cuatro hijos. Llama la atención que, aunque desde niño mostró comportamientos que podrían atribuirse al ser-gay, se aparta por completo de la heterosexualidad una vez que nace su hijo JoEl, quien, debido a sus constantes pesadillas, duerme con sus padres. “Mientras los tres dormían juntos con mayor frecuencia, Félix perdió su pasión por Angie, y se despertaba durante la noche sosteniendo contra el pecho a JoEl en su lado de la cama. Sus sentimientos protectores por el niño lo dejaron perplejo y desorientado porque parecían más fuertes que su deseo por su esposa”.
La violencia con la que es liquidado y lo que provoca el crimen en sus hijos Magdalena (Lena) y JoEl constituyen, respectivamente, la cuarta y quinta línea que ciñen al personaje. Félix frecuentaba un bar en el centro de El Paso en donde solía conocer a sus parejas ocasionales. Ahí conoció a su asesino, un militar de 18 años, con quien partió rumbo a un paraje más privado. “Estaban en el auto de Félix, en un cañón del desierto en el lado este de la montaña, y solo hablaron brevemente antes de que el chico lo pateara hasta matarlo”. La notica la recibió Miguel Grande, oficial de la policía quien por ese entonces buscaba su ascenso en la dependencia. Él se encargó de mantener discreción ante la familia y los medios. Lena insistió en saber la verdad y forzó a que su tío indagara y buscara la pena para el culpable; sin embargo, “El abogado pensó que era inútil someter a la familia a la vergüenza y bochorno de tal investigación. El joven soldado había actuado en «defensa propia y justificadamente», dadas las circunstancias, y no había razón para enjuiciarlo. Ya había sido trasladado a otra base”. Miguel Grande permaneció en silencio; Lena estupefacta. “Maldito hipócrita”, le dijo; “Unos meses después, se alegró de saber que su tío no había sido elegido jefe, pensando que eso lo obligaría a comprender cómo era realmente la vida de los mexicanos de «clase baja» en la tierra que garantizaba la justicia bajo la ley para todos”.
La representación de la sexualidad de Félix lo convierte en una figura única para los estudios chicanos y queer. El paradigma del armario que predomina en las construcciones de personajes gay no tiene nada que ver con Félix. Tal disyunción no solo sorprende por el crimen de odio cometido por homofobia, sino por sus expresiones transgresivas de homosexualidad, formadas por una red de dinámicas de poder entrelazadas, asociadas con sentimientos étnicos, sociales y, por supuesto, con la inseguridad masculina.
Carlos Urani Montiel
Ciudad Juárez, 26 de julio de 2019
[1] El canto original aparece en un tratado de 1778, Tardes americanas, compilado por fray José Joaquín Granados y Gálvez.
Texto publicado originalmente en Sinembargo.mx
- Publicado en Bar, El Paso, Frontera, Segundo Barrio, Sinembargo
Invierno, mariposas y ciudades
César Silva Márquez (Ciudad Juárez, 1974), poeta y narrador, ha sido becario en múltiples ocasiones del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Chihuahua. Su obra De mis muertas (2005) obtuvo el Premio Binacional de Novela Joven Frontera de Palabras (Border of Words), su cuentario Hombres de nieve consiguió el Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí en el 2011, y La balada de los arcos dorados ganó el Premio Bellas Artes de Novela José Rubén Romero dos años después. Además, ha publicado ABCdario (2000), Si fueras en mi sangre un baile de botellas (2004), Juárez Whiskey (2013) y Jardín de invierno (2017), libro en el que a continuación me centraré.
Publicado por Bonobos dentro de la Colección Reino de Nadie, Jardín de invierno se divide en tres apartados: “viajes”, “interludio con personajes” y “alcohol”, además de las secciones “Misiva” y “10 años después” que solo contienen un poema. En la primera parte imperan las postales; en las cuales el yo lírico reflexiona y contrapone su estado anímico con lugares e imágenes de distintas geografías en las que se encuentra. En el poema “frente a los jardines de luxemburgo”, por ejemplo, la voz poética cabila en torno al tiempo trascurrido y su presente: “pienso en lo que he visto / en los últimos días / y sé que necesitaré 20 años más / para nombrar este presente”. Así, su pesimismo empaña la visión del río parisino: “porque hoy el sena es tan sólo / una trenza de río, un agua sin reflejo”. El texto concluye con la resignación a través de la bebida: “los vidrios beben / mientras / yo bebo”.
Algo similar se presenta en “del viaje”, ahora en otra latitud, Montreal, Canadá. Estos versos se constituyen del contraste entre los múltiples escenarios de la ciudad y sus marcadas estaciones temporales: “un día la seca nieve cubre mapa y horas / otro, el sol es perfecto y mujeres se tatúan la cintura”. Como en el poema anterior, aparecen los espacios bohemios: “en los bares las mujeres desnudas / hablan francés italiano y español”; y concluye también con una reflexión, pero ahora acerca de un pasado que vivió a destiempo: “yo tenía 25 años / pero la ciudad era más joven”.
La segunda parte del poemario posee una naturaleza más heterogénea. Mientras que “abuela en cama de hospital” retrata la convivencia a la que se ven obligados los parientes cuando un integrante de la familia muere: “niños que sigo sin reconocer / me nombraron tío por ser hijos de mis primos”; en “poema de las últimas cosas” hay una numeración de nombres de mujeres como entes ficcionales: “beatriz se hizo polvo a media página / leticia en 35 líneas mientras me esperaba desnuda y ebria”. También aparecen algunas preguntas respecto a su paradero textual, “¿hacia qué palabra se mudaron? / ¿qué libro habitan?”, y a su conformación ficcional: “entre dientes de adjetivos, verbos y sujetos / círculos de canciones a medias / páginas como tranvías a nueva jersey o más allá”. Por su parte, “zhora muere en blade runner” es un ejercicio de écfrasis referencial que, sin embargo, no logra ofrecer una propuesta estética equiparable a la vibrante escena de la película de Ridley Scott.
El último apartado comienza con “naturaleza muerta con cerveza”, poema en el cual aparece efectivamente el tópico que define esta parte: la bebida embriagante. El texto refiere a una lista que describe, en su trasfondo lírico (casi publicitario), los beneficios de este líquido: “la cerveza es un buen desinfectante de verduras / no causa enfisema, cura ganglios y arregla gargantas”. En “mercado juárez” aparece “la cerveza como carnada”, convirtiendo al espacio que rodea a la voz lírica en uno que podría habitar cualquiera: “algo en el traspatio / donde la fiesta significa / un bar a media acera”; es decir, el emblemático mercado de la frontera representa un lugar iluminado por la cotidianidad, donde “cada trago incendia / la madera del saludo”.
En el poema que pertenece a la sección “Misiva” el ambiente se antoja de nuevo bohemio, aunque ahora con tintes más decadentes, además de una manifiesta línea entre los dos grupos protagónicos, quienes se acercan a la burla.: “hombres vestidos de mujer”, dentro de los cuales se cuenta el yo lírico pues “mis amigos abrazan / a la delgadísima / y ella los besa y se muerde las uñas”; y “mujeres que fingen serlo y se tropiezan cuando buscan el baño”.
Por último, en “10 años después”, se encuentra “hombre en oficina”, una pequeña odisea de escape del tedio a través de la imagen. Dividido en cuatro partes, el texto comienza con la estela de un pájaro y el recuerdo de una multitud de mariposas que detonan una serie de cuadros: un travelling cinematográfico que halla los momentos precisos en los que el tedio y la cotidianidad se tornan poéticos: “desde esta ventana / que por las mañanas el sol / aja la piel de mi brazo derecho / he visto al mundo ser muchos” […] “se escuchan el reloj y el zumbido de las máquinas calentando el aire / el claxon como clavo en medio de una madera de quietud”. En la segunda parte se ilumina un cerrar de ojos en un ambiente onírico costero que tiene “el barco más grande del mundo / que se aleja con la velocidad del caracol / [y] es un tambor apenas tocado por los dedos de un niño”. La tercera fracción, por su parte, radica en el abrir de ojos: “atrás quedaron las mariposas y la ciudad por la que daría un brazo”. Por último, llega el fin de la espera, la hora más deseada y “la lluvia entonces marca la hora de salida”.
Esta composición es, a mi parecer, la que más se destaca en el libro en cuanto a su calidad lírica. En él aparece un hombre “normal”, un oficinista que compone poesía a partir de ciertos momentos cotidianos, como la espera para salir del trabajo; mientras que en los demás textos resulta evidente el oficio de escritor del yo lírico, es decir, alguien que acostumbra moverse en espacios poéticos habituales o bohemios (“frente a los jardines de luxemburgo”), y por ello escribe sobre el alcohol (“naturaleza con cerveza”) o sobre su propio oficio (“poema de las últimas cosas”). En este sentido, confiese que me hubiera gustado leer un poemario con los atributos que caracterizaron solo al último texto.
Gibrán Lucero
- Publicado en Bar, bebida / cerveza, Ciudad, Mercado Juárez, Sinembargo, Vida cotidiana
Donde trazamos la línea
Willivaldo Delgadillo nació en Los Ángeles, California en 1960. Quizás aquella ciudad estadounidense con tanta presencia latina anunciaba su relación futura con las fronteras, geopolíticas, lingüísticas y culturales, pues el escritor, periodista, traductor, catedrático y activista ha pasado su vida entre Ciudad Juárez y El Paso. Rescata las historias que han transitado por estos lugares y él mismo se ha vuelto, gracias a sus audaces textos, un referente en el ámbito bifronterizo, incluso un personaje. Su producción novelística se inauguró a finales de los noventa con la publicación de La virgen del barrio árabe (1997) –reeditada diez años después–, luego apareció La muerte de la tatuadora (2013), la cual se antoja una secuela por el espacio ficticio en que se sitúa. Garabato (2014) constituye la última de sus entregas y se diferencia de las anteriores en que tiene por escenarios lugares concretos: Alemania y el norte de México, Ciudad Juárez, el cual se ve como un zoológico o laboratorio experimental desde el extranjero. En esta ocasión me interesa abordar la tercera novela del autor, pues se encuentra motivada por el contexto de inseguridad y militarización que marcó al país entero, especialmente a esta geografía durante el mandato de Felipe Calderón. Recrea el terror que, pese a toda la tristeza y esfuerzo de la ciudadanía, no ha cesado y regresa con nueva piel y brío a infligir heridas.
Garabato trata sobre la travesía de Basilio Muñoz durante un congreso de literatura mexicana en la nación europea. Lo convoca al evento el Consejo Nacional para la Cultura como sustituto de Billy Garabato, el escritor verdaderamente esperado, cuya ausencia sonora –declinar la invitación le convirtió de pronto en un misterio interesante de comentar–lo incita a sumergirse en la literatura de su coterráneo. En el encuentro se posicionan dos bandos con opiniones previamente formadas que mantenían continuos roces: los finolis del centro de México, quienes objetan que todo lo escrito en el septentrión resulta intrascendente debido a la pobre calidad estilística y líneas argumentales enfocadas en el narcotráfico, la vida de cantina y burdel, el spanglish y el rigor desértico; y los toscos, que, jugando al nomen omen, reclaman el valor de la escritura del entorno como registro histórico y critican la poca capacidad de los otros para apreciar todo lo que salga de provincia. Basilio, al enfrentarse a Maya Taylor (de juicio centralista), teórica “especializada” germana que nunca ha pisado Latinoamérica, no encuentra un lado desde el cuál posicionarse, ya que, si bien comparte lugar de origen con los toscos y Garabato, él mismo no puede negar la “etílica norteña”. Por ello, en pos de formarse una voz propia lee –y nosotros también– la trilogía: De alba roja, Moteles del corazón y Sicario en el jardín del pulpo.
Los referentes de Delgadillo son reales. La discusión tiene años. En el 2004, Eduardo Antonio Parra contesta en el ensayo “El lenguaje de la narrativa del norte de México” a las invectivas dichas por Rafael Lemus en “Balas de salva: Notas sobre el narco en la narrativa mexicana”. El primero explica cómo, efectivamente, estas obras atrajeron cada vez a más clientes, pues los temas de armas, alcohol, drogas, mujeres, etcétera, excitan a las masas; no obstante, señala que existe en estas coordenadas obras que van más allá y continúan una tradición sin dejar de ser innovadores. La continuación del estereotipo ha dibujado la imagen de la sangre con tinta indeleble como único signo que nos conforma; pese a ello, resulta un beneficio que nuevos públicos se adentren en nuestros textos y formen su propio corpus hasta reconocer la existencia de dicha herencia. Sin embargo, no podemos dejar de lado que tanto para ojos de lectores asiduos, curiosos o “especializados” –ejemplificados en Taylor–, así como para los inexpertos –jóvenes o adultos– la sangre fresca pero insensible parece un espectáculo más. La mercancía existe por la demanda. El narco y la frontera aparecen en boca de todos y, en consecuencia, consciente o inconscientemente, los mismos escritores y pensadores lo asumen como un todo.
Basilio Muñoz, en un inicio, representa a ese escritor que pretendiendo ser muy “consciente” y “crítico”, es más bien escéptico y no se atreve a asumir ni a rechazar alguna de las posturas anteriores. Ajeno, aburrido de leer los textos de sus congéneres, baja la cabeza cuando le señalan aquellos vicios (literarios y de autoría) en los que él también encaja. Sin embargo, el trabajo de reflexión al seguir la obra de Billy, cuya voz no se manifiesta sino a través del símbolo, lo encamina hacia la empatía y a un significado profundo, difícilmente expresable con palabras. La primera novela de Billy Garabato, De Alba Roja, cuenta la historia de un fotógrafo que se desplaza desde Ciudad Juárez hasta Samalayuca para cubrir un asesinato en las dunas; situación que termina convirtiéndolo en objeto de persecución y chivo expiatorio de las mismas instituciones que lo avalan. En la actualidad, la desaparición y otros riesgos experimenta la prensa no se han solucionado, pues los perseguidores a veces son los mismos. Pese a su importancia, esta primera novela no logra cambiar al protagonista. Moteles del corazón, por su parte, aborda la anécdota de un hombre que circula sobre la Panamericana intentando acostarse con una mujer y encuentra riesgos y muerte en el camino. La segunda entrega de Garabato pone a dormir a Basilio. La prueba definitiva se encuentra en la última pieza, Sicario en el jardín del pulpo, cuyas líneas contaminan las del congreso en Berlín. Esta es la más compleja y rica en registros sociales, lingüísticos y emocionales. Un hombre que trabaja en una menudería junto a un puente citadino, narra el hallazgo de un colgado sobre el cual han dejado un mensaje claro y sin alternativas. El impacto lo saca de su trabajo y lo lleva a vagabundear y vivir la pobreza en las calles del centro urbano, hasta que un día se encuentra al dueño de una tienda de antigüedades y comienza a trabajar para él. La presencia de la violencia en todo su entorno y los consejos de su jefe cambian su perspectiva, aunque no su destino. El final de esta novela lo discuten Maya y Basilio, pero nosotros lo desconocemos. De súbito, un fragmento perdido se inserta en el marco de la acción principal. Somos doblemente mediados, pues no solo nos acercamos a tres novelas insertas en una mayor, sino que lo hacemos gracias a otro personaje.
Una nueva mirada adquirida a través de la paulatina comprensión de las lecturas cambia a Basilio y lo lleva a tomar una postura clara, aunque con un lenguaje silencioso. La lección queda también para el lector de Garabato: hay que alejarse de esas bocas que “lo único que quieren es tener una escenografía para contar los cuentos que ya traen en la cabeza, a veces hasta le cambian el nombre a las calles y a las cosas”. “El miedo vende”; no obstante, pese al tema, Delgadillo traza una línea con la mercadotecnia, señalando que no está ahí para continuar con ese busssines. La trilogía del autor norteño Billy, la cual habla por él y subraya un cúmulo de referentes con la realidad fronteriza, permite interpretar que el mismo Delgadillo escribe porque tiene que hacerlo y lo hace solo cuando verdaderamente van a escucharlo. El silencio y las ausencias responden con fuerza a la violencia y su promoción y, al mismo tiempo, brindan la oportunidad a otros de descifrar las balas de modo distinto. Leer las pocas más de doscientas páginas vale la pena porque, conozcamos o no a la gente y las calles de Juárez, nuestra realidad exige que empaticemos con el sufrimiento de otros. Sin duda, la editorial Samsara, ubicada en el centro de México, cambió del bando de los finolis con la publicación de Garabato; después de todo, el término budista simboliza la oportunidad de volver a nacer. Finalmente Basilio regresa a su ciudad y nosotros nos reconectamos con las nuestras.
Grecia Márquez García
El diablo en el Malibú
Lauro Zavala compila en La ciudad escrita. Antología de cuentos urbanos con humor e ironía (2000), de la editorial Ermitaño, un cuento sucedido en las entrañas de Ciudad Juárez: “Como si fuera un gato” de Juan Rosales. Publicado por primera vez en Al margen en 1995, Zavala lo recupera en un libro destinado a reunir cuentos que exploran el espacio de las ciudades con un tono burlesco y satírico que algunos eventos, en ocasiones traumáticos o políticamente injustos, lo requieren. El autor recurre a la leyenda de la aparición del diablo, travestido en galán, en los salones de baile juarenses, en específico en el Malibú. De esta manera se convierte en uno de los pocos textos literarios fantásticos que han retomado la tradición oral y legendaria de la ciudad. “Como si fuera un gato” narra la historia de Cecilia, una virgen desobediente que, a pesar de las advertencias de su madre, sale un viernes por la noche con su novio Juan a bailar en un salón antaño famoso. Aprovechándose de un lenguaje particular, Rosales utiliza las voces de personajes sin identificar –testigos– que cuentan externamente lo ocurrido mientras se burlan de la ingenuidad de la protagonista, estableciendo así la cualidad irónica del texto.
Leyenda propia de Ciudad Juárez, de otros lugares en el norte de México y de algunas ciudades dispersas en el resto de América Latina, la aparición del diablo en la discoteca se repite de la misma forma: el demonio, en la piel de un donjuán, selecciona a una de las chicas que asisten a aquel antro que recogerá el estigma de diabólico. Bailando con ella, el lugar se inunda del olor a azufre; la elegida se da cuenta de que su pareja tiene una pata de cabra y otra de gallo, y luego es dejada ahí, en el centro de la pista, con consecuencias graves en su cuerpo y su espíritu. En esta frontera, la historia se ubica en el famoso salón Carrousel, localizado hace años entre las calles Paseo Triunfo de la República y Efrén Ornelas o en el Malibú, antiguamente situado en la curva de San Lorenzo, donde ahora se alza el gigantesco estacionamiento de Soriana Hipermart. Es este lugar el que retoma Rosales en su cuento para llevar a Cecilia, su novio y al lector por famosas calles y lugares de Juárez –Insurgentes y Mérida, Vicente Guerrero, Parque Borunda– y finalmente aterrizar en su destino. La narración imita el ritmo de los cuerpos bailando y opta por no mencionar directamente la leyenda, salvo en una breve ocasión. La protagonista desaparece pronto en el relato juarense, pues para los residentes impera más el recuerdo del recinto, el cual, además de diversión, les procuró la visita del Señor de las tinieblas.
Desde que era una niña, pequeña y susceptible, mi abuela Aurora me ha contado un sinfín de leyendas de la ciudad. Me habló acerca del misterioso edificio que se mueve, del tesoro perdido de Francisco Villa y de personas aparecidas en estaciones de radio y televisión y, por supuesto, en cementerios. Mi imaginación infantil, poblada por las imágenes de los espectros moviéndose en la ciudad, no pudo nunca deshacerse de la que más le llamó la atención: la aparición del diablo, disfrazado de apuesto muchacho, en los salones de baile. Tal vez me impresionó porque el demonio lucía sus patas de cabra y gallo, porque la joven resultó herida o muerta en la pieza o ,quizá, simplemente porque me conmovía la cercanía de mis ancestros con el relato: mis abuelos habían tenido la oportunidad de asistir a los salones Malibú y Carrousel; en su juventud, la generación de mi madre todavía pudo presenciar las noches de diversión en el primero, aunque no en el segundo, convertido ya para entonces en el Chihuahua Charlie’s. En realidad, la mayoría de los juarenses hemos visitado estos lugares o al menos transitado cerca de ellos, pese a que ahora tengan un disfraz, por lo que obviamos las leyendas que ocurrieron dentro de sus paredes pseudo-sagradas. El cuento de Rosales lo advierte: “Nadie cree, pero desde ese día los vecinos de San Lorenzo cuentan la historia del Salón Malibú, bautizado de diabólico para siempre, aún después de que fue sepultado por un moderno centro comercial”.
Pamela Torres Martínez
José en el Mictlán
¿Existe alguna relación entre la mitología azteca y la devastadora guerra del narcotráfico de nuestro país? ¿Acaso Xólotl camina entre nosotros? Estas son dos cuestiones, entre algunas otras, que nos surgirán al leer Los perros del fin del mundo de Homero Aridjis, publicado por Alfaguara en el 2012. La novela cuenta cómo José Navaja (quien va de los 66 a los 75 años), escritor de obituarios, después de leer sobre la supuesta muerte de su hermano sale en su búsqueda a pesar de tener que viajar a Ciudad Juárez, ciudad del terror, del narcotráfico y de la muerte. Antes de aventurarse, decide rondar por la Ciudad de México, igualmente llena de malvivientes, corruptos, asesinos y una plaga de perros; camina por las calles infestadas de personas y soldados, visita el Centro histórico y barrios de mala muerte. Se encuentra e interactúa con buchonas, sicarios, emos, punketos, narcopunketos y prostitutas (presencia la rifa de una virgen); sin embargo, en todas partes vislumbra a Alis, su esposa muerta.
Su estancia en Ciudad Juárez es una travesía por la corrupción, asesinatos, secuestros, violaciones y narcotraficantes; muestra el desastre y lugar de mala muerte que fue. La búsqueda de su hermano, Lucas, le permite entrar al mundo del Señor de la frontera o de la Narcorrealidad. La ciudad donde la muerte camina por las calles e inclusive salta de carro en carro por cada balacera resulta una representación del óbito, ese camino hacia el inframundo donde, acompañado de un perro tanto en vida como en el deceso, José Navaja ve atrocidades comparables a su camino al Mictlán: se encuentra con víctimas de los crímenes y conoce ese mundo bajo que cohabita en Ciudad Juárez. Hace una relación asombrosa sobre el camino al inframundo y lo vivido en México (centrado en nuestra ciudad) y logra unificarlos en una sola realidad: “Si un perro ladra a un fantasma y cien perros repiten el ladrido, el fantasma se convierte en una realidad”.
Ciudad Juárez es el espacio clave para una ficción de narcotráfico. Vivimos un ambiente que desoló a la ciudad: violencia en las calles, toques de queda, inseguridad y falta de confianza en las autoridades (en ocasiones eran parte del problema que nos invadió y que aún seguimos viviendo). José teme buscar a su hermano en el norte, por tanto que ha escuchado, por las noticias que ha leído y por las muertes que ha trabajado, al ser un escritor de obituarios. La primera locación es el aeropuerto, ya que realiza su viaje en avión, con sólo dos pasajeros. Se aloja en un hotel, Edén, ubicado cerca del aeropuerto, con un precio accesible. El siguiente lugar reconocible es el cementerio de San Rafael, donde busca a su hermano entre las tumbas. También se describe la situación de los cuerpos al ser enterrados con prisa, la intervención de sicarios que en el intento de matar a la familia impiden su entierro o su destino en la fosa común. El desierto de Samalayuca es el lugar donde se localiza la mansión del Señor de la frontera. Un recorrido ofrecido por dos policías en las calles del centro, la Mariscal, Mina, Globo, Grijalva y Noche Triste, da la oportunidad de mostrar lugares representativos de la ciudad: el hotel (al ser un lugar de paso), los bares (huella de su esplendor pasado), fábricas y terrenos baldíos. Otros lugares que aparecen son el antiguo cine Paso del Norte y una variedad de bares y calles que describen el ambiente de la ciudad.
Como víctima de la violencia en Juárez, al igual que muchos otros, veo en Los perros del fin del mundo una realidad que, aunque queramos negar, forma parte de nuestras vidas. El gran salvajismo y realismo con que se relatan las escenas perpetuadas, aunque ficticias pero tomadas de hechos verdaderos, me traen esos recuerdos y situaciones vividas. Cuando era niño, alrededor de los once años, abandoné Juárez con la ilusión continua de volver, pero no sin llevarme mis experiencias. Al tener mis padres un comercio sufrieron de la dichosa “cuotaˮ y amenazas de muerte; viví balaceras cerca de mi escuela mientras estaba en clases, vi negocios llenos de agujeros por las balas y un día los soldados fueron por mí a la escuela, estaba en peligro de muerte porque mi padre activó la alarma en una visita de los recaudadores de la “cuotaˮ. Así como a mí me rememoró esos momentos a muchos más les pasará; seguimos en una ciudad violenta, aunque no igual que antes. Ahora es Cuauhtémoc, lugar al que me mudé, un campo de batalla del narcotráfico. La obra es en ocasiones repetitiva y se centra más en dejar una imagen de lo que fue (y es) Juárez que la historia en sí; sin embargo, al final combina muy bien esta descripción con la anécdota. Es recomendable leerla por el misticismo, la comedia y cierto morbo de entrar en ese mundo bajo; sin olvidar la visión de una cosmovisión azteca que perdura hasta nuestros días más cercanos.
Luis Alonso Gómez García
La aguja y el pajar
“Le echo limón y cilantro. «Agarraron a un matón en el partido». Ahora pido una quesadilla con carne. Los comensales dicen; «Ta cabrón el pinche narco». La baño en guacamole. «Aquí ya ni se puede vivir». Pido el segundo de tripitas. «Pa mí que van a matar a ese policía». Le pongo salsa roja. «Ya cualquier güey se hace narco». Pido otro de carnitas”. José Juan Aboytia plasma estas líneas, con sabor al habla popular, en su novela Ficción barata (2008); sin embargo, también son las típicas frases que se solían escuchar día tras día hace algunos años en cualquier lugar de la ciudad; mayormente en el town. Sin duda alguna, fueron tiempos de pánico, inseguridad y socorro… años sombríos que sufrió Ciudad Juárez. El narrador, nacido en Baja California en 1974 y maestro en la UACJ (donde también obtuvo su maestría en Cultura e Investigación literaria), logró ejemplificar en la obra en cuestión el submundo de la frontera en sus tiempos de crisis. La preocupación principal, o el punto de vista desde el que nos asomamos a la novela, es la de un periodista que busca a un amigo desaparecido, quien al parecer se mezcló (o lo mezclaron) con narcotraficantes.
La trama de la novela es la siguiente. Hugo, un soltero, codiciado y ebrio periodista, busca la verdad sobre su amigo El Deis, otro amante de la bebida que pretende ascender a la fama mediante la exposición de narcos de Tijuana, lugar que experimenta problemáticas muy similares a la de nuestra frontera en cuanto al consumo de drogas, el narcotráfico, la prostitución y, lo más relevante en la historia de Ficción barata, el amarillismo de los medios de comunicación. Por cuestiones de trabajo, Hugo llega a Ciudad Juárez, donde es recibido con el calor que su población sabe brindar. Le agrada el ambiente, así que visita algunos bares, entre ellos el famoso El Recreo, y conoce al autor de una novela detectivesca que lee a lo largo de la obra. Continúa investigando sobre la desaparición de su amigo, pero, al mismo tiempo, se interesa por una hermosa mujer –como era de esperarse–. El atractivo del texto de Aboytia consiste en ver el mundo del narco desde la perspectiva de un periodista, de aquellos quienes, a veces sin quererlo, cobran un papel relevante en este tema.
Todo residente de Ciudad Juárez entre el 2008 hasta la actualidad se ha visto afectado de alguna manera por el narcotráfico. Los robos, secuestros, matanzas, extorsiones, atentados, sobornos y mentiras han perturbado nuestra frontera y a sus habitantes (aunque estos no estuviesen incluidos con el narcotráfico) por muchos años. Durante los años de la acérrima violencia que azotó la ciudad, cuando yo era aún un niño, los parques de las colonias solían quedarse vacíos ante el estridente ruido ocasionado por armas de fuego a cualquier hora del día. Mi familia, o más bien mis padres, dudaban en salir a lugares públicos, como el centro o a algún moll, por miedo a presenciar o quedar en medio de los frecuentes sucesos violentos. El caso de las desapariciones y asesinatos de mujeres ha sido uno de los que más impacto y cicatrices ha causado en la ciudad desde finales del siglo, y si bien El Deis no era mujer, Aboytia reúne en él todo lo que una ausencia violenta causa en la familia, los amigos, el trabajo y los conocidos. Para los juarenses resulta, entonces, sencillo comprender la obsesión por encontrar y ver a alguien que perdimos en otra persona, como en un vendedor de hot dogs o elotes del parque Borunda.
Tomás Saucedo Baca
- Publicado en Bar, El Recreo, Narcotráfico
Juárez fantástico
Nacido en León, Guanajuato, Eduardo Antonio Parra es un autor mexicano mayormente conocido por sus cuentos, muchos de los cuales han sido publicados como colaboraciones en antologías. Lo relevante sobre su escritura, al menos para mí porque fue la manera en que lo descubrí, llegó en el año del 2000 cuando ganó el Premio Internacional de cuento Juan Rulfo con Nadie los vio salir. Dicho relato (o noveleta) trata sobre una sexoservidora durante una noche de trabajo cualquiera, o eso parece. La narración nos adentra en “los barrios bajos” de nuestra ciudad, mientras nos describe un día cualquiera dentro de una cantina donde el amor se vende barato. Su tema, en general, puede aparentemente ser eso mismo, lo que me llevó en un primer momento a encasillarla como una novelle cercana al thriller, pero lo cierto es que, conforme se desarrolla la trama, uno se da cuenta que pertenece por completo al género fantástico. Como lo leen, ¡fantástico! ¿Quién decía que Ciudad Juárez no podía contener algo sobrenatural? Pues Eduardo Antonio Parra lo recrea con diferentes imágenes cotidianas para los fronterizos, con esos sitios emblemáticos de los que todos hablan pero que pocos se atreven a visitar. Así, de la mano de esta prostituta cuyo nombre jamás queda claro, conocemos el bajo mundo de los congales juarenses.
Si bien algunos aspectos mencionados por la narradora pueden ocurrir en cualquier ciudad, su parecido con la imagen de Juárez vuelve casi imposible que se trate de una simple coincidencia. El lector puede imaginar fácilmente, por ejemplo, a los trabajadores de las maquilas saliendo en tropel hacia los camiones que los llevarán a sus casas un viernes por la tarde, a pocas horas de que se oculte el sol ardiente sobre sus cabezas. No se necesita avanzar demasiado para vislumbrar el panorama. Unas cuantas páginas son suficientes para plasmar el entorno aludido: ese congal, una cantina de mala muerte con humos espesos de cigarros extintos y olor a cerveza rancia por el paso de los días. Parra no menciona, en ningún momento, el sitio concreto, pero todo aquel que conoció o escuchó algo sobre la Mariscal, tiene una idea de cómo era el interior. El establecimiento en el que la protagonista y sus conocidos se encuentran puede ser cualquier bar o cantina; por ello, los personajes y sus diálogos se vuelven fundamentales, pues son el factor que da el “efecto Juárez” a la noveleta.
Al releer el libro (en un viaje hacia el Centro), me vi en la necesidad de regresar a la calle, pues aunque no se mencione de forma textual, la imagen descrita por Parra posee ese aire misterioso y lleno de morbo que provocaba en el instinto materno alejar rápidamente a sus hijos de la zona y así evitar que hicieran contacto visual con quienes ahí laboraban. Lo que queda de la antigua Mariscal aún resalta por sus paredes gastadas que encierran humos y secretos, y contiene esa magia que Nadie los vio salir muestra. Todavía en la Juárez resulta sencillo ver a un par de extraños, unos “gringos”, entrar y salir por las mórbidas puertas en busca de diversión momentánea y cervezas baratas. El ambiente es el mismo pese a que los años han pasado. Sin importar las reestructuraciones que el gobierno haga a la zona, siempre estará poblada de cantinas, bares y calles en las que tropezamos al mínimo descuido. Este espacio, el cual se ha configurado como un emblema de la ciudad, no dejará en ningún momento de ser parte de nuestras vidas, de los recuerdos que tenemos del centro histórico, y de ese imaginario que, sobre todo en autores foráneos, continúa permeando la idea de un Juárez fantástico.
Zaira Selene Montes Guzmán
- Publicado en Avenida Juárez, Bar, Centro, La Mariscal
¡Fiesta en la 16 y Madero!
“Mauricio Rodríguez, un autor coahuilense nacido en 1975, ha publicado en varias revistas compilaciones y antologías poéticas alrededor del norte del país”. Estos son parte de los datos que uno puede conseguir en la solapa del libro De Obregón… El Recreo, obra que trata sobre uno de los lugares más representativos de todo Juárez, uno que ha sabido sobrevivir al tiempo y a las circunstancias en la ciudad: El Recreo. Cercano al género lírico (por mostrar el mundo subjetivo del autor), el texto funciona como memoria y como testimonio de lo que se vivía en ese entonces en el centro, en un establecimiento a donde cualquier individuo va para ahogar las penas, así que el tema central que maneja Mauricio Rodríguez es el bar como un lugar de recreación. La obra trata de la vida del mismo autor, desarrollando su día a día en la frontera. Para fortuna de los lectores de este blog, ahora presentamos el libro digitalizado completo. Es una hazaña conseguirlo y, a pesar de no ser un hit editorial, lo cierto es que se aprecia la calidez del norte en cada página. Tras la lectura, comprendo ahora toda la carga histórica que tiene uno de los bares más antiguos y apreciados del primer cuadro de la ciudad, que supo resistir el auge de la violencia del 2008, y que sigue recibiendo los afanes (o afanados) del alcohol.
La función de este sitio como espacio literario dentro de la obra tiene un papel predominante. Por desgracia, tuve la infeliz fortuna de nacer millennial, así que lo que sé sobre él resulta mínimo y lejano a la realidad. Digo esto sin la intención de atacar a quienes desconocen –como yo– las raíces del lugar en que nacieron. ¿Por qué es tan famosa una barra en el centro de Juárez? ¿Por qué he escuchado hablar de El Recreo como un lugar de reemplazo de antros para aquellos que no podían costearse bebidas en otro lugar? Este tipo de preguntas y comentarios que rondan por mi generación me demuestran lo poco que conocemos sobre nuestra ciudad y que en los juicios solemos irnos a los extremos. Por ello, textos como el de Mauricio Rodríguez resultan imprescindibles para comprender, por ejemplo, que este mítico bar representa más que el “cinco minutos Milky Way”; es un hogar en momentos de debilidad, un centro de reunión y desasosiego para cientos de juarenses.
Después de la lectura tuve que ir a conocer en persona la emblemática barra, y claro que volveré a ir, pues a diferencia de lo que muchos buscan un sábado por la noche, El Recreo se caracteriza por su poco “desmadre”, sin caer en un ambiente soñoliento, al cual los jóvenes suelen rehusarse. De hecho, la música abarca distintos gustos, ya que, aparte de una excelente mesa de billar, el bar tiene una rockola con los más grandes éxitos de Los Beatles, U2, The Who, etc. A partir de esta experiencia, ahora sé que quienes lo visitan son personas que buscan un descanso antes de llegar a casa, dispuestas a contarte sus historias y compartir una cerveza. Sin duda, vale la pena buscar estacionamiento cerca del Mercado Juárez, caminar hasta la esquina de la 16 de Septiembre y Francisco I. Madero, cruzar las grandes puertas y sentarte a disfrutar una bebida en medio del ajetreado centro. Similar a lo que ocurre en los relatos de Mauricio Rodríguez, cada uno debe crear su propia imagen y significado de El Recreo. Por tanto, la invitación para formar parte de esta fiesta en la 16 y Madero es doble: ve y genera tu propia experiencia, sin olvidar a quienes ya la han contado en líneas tan amenas como De Obregón… El Recreo.
Pablo David Ortiz Ruíz
- Publicado en 16 de Septiembre, Bar, bebida / cerveza, El Recreo