Una balada para Juaritos
César Silva Márquez (Ciudad Juárez, 1974) publicó su última novela, La balada de los arcos dorados, en la Editorial Almadia; la cual trata la historia del periodista Luis Kuriaky, quien debe lidiar con su adicción a la cocaína al mismo tiempo que se ve envuelto, de manera personal, en los homicidios que trata de resolver. Mientras la policía y el reportero investigan los crímenes, la prensa crea varias hipótesis de los posibles responsables, que incluyen zombis, vampiros y héroes justicieros. El texto no ha sido abordado por la academia de manera formal, pero en ciertos programas académicos de la Licenciatura en Literatura y la Maestría de Estudios Literarios de la UACJ, la ubican en el género de Literatura del Norte y, posiblemente, en el subgénero de la novela negra.
En La balada de los arcos dorados, la ciudad subyace como personaje secundario, ya que interactúa con los protagonistas de una manera menos macabra y violenta; se deja recorrer y canta las canciones que salen en la radio, come comida chatarra y baila baladas pegaditas con sus habitantes. Al igual que en la Edad Media se empleó este género musical para contar hazañas y aventuras de los héroes de la época; por ello, César Silva narra la historia de un periodista, el cual, por el simple hecho de ejercer su profesión, se convierte en una especie de héroe moderno. Sin embargo, lo mismo que si se tratara de una “balada moderna”, también encontramos la dialéctica del amor y el desamor en una danza casi imperceptible entre la vida y la muerte, siempre en romance; hay un baile entre los fantasmas del pasado y el presente que se mueven al compás de una tonada triste. De igual forma, aparece una danza melancólica entre la realidad y la ficción, en la que ambas bailan tan pegaditas que llegan a confundir al espectador y por un momento no sabemos cuál es cuál.
Silva esboza un pequeño homenaje a la cultura pop, esa cultura moderna de consumo que permite que sus productos se vuelvan ídolos de una sociedad ávida de ser rescatada de las garras oscuras de la realidad. Así, Juárez se convierte en una suerte de Ciudad Gótica, donde sus más valientes habitantes juegan el papel de héroes nocturnos que, como el hombre murciélago, se encuentran dispuestos a vengarse de aquellos que los han dañado. Los personajes de esta balada, el detective, la muchacha (porque siempre debe haber una en las historias) y el mismo periodista, sustituyen a esos sujetos con capa que combaten el mal; cada uno desde su trinchera, camuflajeados de tal forma que puedan confundirse con vampiros, zombis o tigres.
Mientras César Silva narra las historias de esos vengadores de carne y hueso que actúan desde las sombras y que comen hamburguesas de McDonald´s, al mismo tiempo lleva al lector de paseo por las calles de Juaritos. Una ciudad convertida en un emblema de polis violenta y que engrosará, si no es que ya lo hace, la lista iconográfica contracultural de occidente, como la caída de las torres gemelas o la muerte de Sharon Tate a manos de Charles Manson, sucesos que, dicho sea de paso, son mencionadas en esta baladita. En ese ride que Cesar ofrece, uno pasea por los lugares imprescindibles de la vida nocturna. De esta manera, el Bar 15 con sus afiches de encueratrices, el Recreo y su Don Tony, el Bar Kentuky e incluso el Yankees parecen ser ya personajes urbanos en las novelas, cuentos o charras que se han escrito sobre esta frontera. La balada de los arcos dorados, en su homenaje oculto al pop, no pudo dejarlos pasar de largo y hacerlos parte de una lugar donde de pronto y de la nada pueden aparecer vampiros, zombies o ejecutados. Como música de fondo, para ambientar ese paseíto y para no desentonar en lo pop, se antoja que Frank Sinatra cante “Strangers in the night” o que Javier Solís entone “Sombras nada más”.
Patricia Arellano
Pena de verse ausente
Juárez Whiskey, tercera novela del escritor juarense César Silva Márquez, avecindado en Veracruz, es, en mi opinión, su producto más logrado, el que más he disfrutado, quizá también el más intimista y estático, incluso aún más que ciertos poemas narrativos en donde existe mayor acción. Tiene su encanto seguir la pista de un autor activo que explora diferentes registros, como el género policial o el cuento de zombis, y que se atreve a publicar un poemario homónimo al póstumo de Neruda: Jardín de invierno (2018), que espero llegue pronto a mis manos. Juárez Whiskey, con dedicatoria a la escritora y académica Magali Velasco, apareció en abril de 2013 bajo el sello editorial Almadía de la ciudad de Oaxaca. Su protagonista, un ingeniero de mediana edad llamado Carlos, recorre Ciudad Juárez a través de una nostalgia recurrente que lo lleva a deambular en un espacio emocional cargado de recuerdos y anécdotas personales, pero también entre caminos y cruces cotidianos fáciles de reconocer: el puente libre de Córdoba-Las Américas (en donde inicia la narración), la avenida Reforma con edificios enrejados que dan mala espina, la nevería-librería Acapulco o la avenida Valentín Fuentes, antes llamada Juan Ruiz de Alarcón, que se inunda con las lluvias de julio (o las de la semana pasada). Así recuerda Carlos la zona en donde vivió durante sus primeros once años, ahí por el “Seguro nuevo”, que ya lleva en funciones casi medio siglo. Y el narrador indaga más en las introspecciones del personaje: “se preguntaba si los árboles seguirían ahí. En esta ciudad lo que crecía más rápido era el cemento”.
-Lee aquí la novela.
Ya sea por un dolor de muelas, equiparable al que experimenta una ciudad con la escalada de violencia, o por un reciente desamor, Carlos encuentra asideros en pequeños placeres, como el pollo rostizado o un interminable whiskey que presta el título a la novela. Justamente José Juan Aboytia, quien ha vivido “hasta ahora, en tres ciudades fronterizas: Tijuana, Mexicali y Ciudad Juárez”, –y da clases en la vida real en la UACJ–, le explica a Carlos una minucia sobre la escritura de la bebida. “En una letra de más, la e, va el proceso de los destilados”; uno es el whisky escocés; y otro, el bourbon, el whiskey, “no importa que sea de centeno, maíz o una mezcla de granos”. En “una vieja cantina sobre la 16 de septiembre, atendida por el señor Antonio Rojas, mejor conocido como don Tony” (El Recreo, ¿dónde más?), José Juan le da a probar a Carlos “un bourbon fuerte, rasposo y dulce. Es Juárez Whiskey, dijo”. ¿Alguien recuerda esas botellas? No hace mucho vi una en el Bazar de El Monu. El licor, junto con el Waterfill Whiskey “comenzaron a ser producidos en esta frontera allá por 1920. Luego, la prohibición de alcohol fue levantada en Estados Unidos y, con ella, la demanda de los dos bourbons decayó”. Incluso la leyenda negra de la ciudad guarda un amargo sabor a nostalgia.
El mismo Silva Márquez ha reconocido esta cualidad melancólica que recurre a la memoria para reconstruir una ciudad en constante cambio. Así lo expresa su personaje: “Los lugares se van modificando y uno se da cuenta de que te vas haciendo viejo cuando dices: Antes se llamaba así o antes en esta calle había tal restaurante. Y es posible ver el fantasma del edificio, aunque sólo sea uno quien lo ve y los otros te miren como si estuvieran contemplando una pared blanca y lisa. Así pasa con los verdaderos fantasmas”. En lo personal, llevo poco tiempo viendo en Juárez como para notar la mudanza en su fisonomía, aunque sé que cambia. Lo que es cierto, y lo confieso, es que evito a cualquier precio (incluso el de tener una parte de mi biblioteca extraviada) visitar el antiguo departamento de mis padres, en el Estado de México… ¡ahí espantan! Concluyo reafirmando el peso de la nostalgia como eje de la composición y lectura de Juárez Whiskey. En un viejo diccionario de hace dos siglos hallé una definición muy a cuento: “Dolencia ocasionada por la pena de verse ausente de la patria, o de los deudos y amigos. En algunas provincias [quizá en Xalapa] la llaman mal de la tierra”.
Carlos Urani Montiel
Voz de los noctívagos
Una lectura del poemario Conversando otra voz, de José Joaquín Cosío
Hablaremos del primer libro publicado por Joaquín Cosío, originario de Tepic, Nayarit y radicado en Ciudad Juárez desde la edad de once años. Este poeta, narrador, dramaturgo, periodista, profesor universitario, actor de teatro y cine nació en 1962 y su libro apareció bajo el sello de Joan Boldó i Climent Editores, en coedición con el Consejo Estatal para la Cultura y las Artes de San Luis Potosí, con fecha de 1990. Hasta hoy (febrero de 2017), es la primera y única edición. El autor ha publicado posteriormente un grupo de poemas en el texto colectivo Cíbola, cinco poetas del norte (UNAM, 1999), compartiendo espacio con Jorge Humberto Chávez, Alfredo Espinosa, Gabriela Borunda y Rogelio Treviño, este último fallecido hace cinco años. Luego dio a la luz Bala por mí el cordero que me olvida (Ediciones sin nombre / Nod / Instituto Chihuahuense de la Cultura / Taberna Libraria Editores, 2011). Conversando otra voz corresponde a una incipiente, pero ya notable, tradición de escritores juarenses gestada en los años 80 del siglo XX, durante el taller fundado por el recién desaparecido novelista potosino David Ojeda.
Los años que Cosío pasó en Ciudad Juárez fueron de intensa actividad formativa y definitoria: su participación en teatro fue intensa y pronto manifestó una gran calidad interpretativa. La estancia en el taller literario y el trabajo actoral fue desplazando a segundo plano la docencia y otras responsabilidades de Cosío, cuya existencia cobra sentido en función de las dos vocaciones artísticas aunque, en algunas entrevistas, ha expresado ser un actor que además escribe poesía. Esto resulta claro a vistas de que se ha convertido en una de las principales figuras del cine mexicano a partir de Matando Cabos, donde protagonizó a su primer personaje de gran éxito en la pantalla grande. En cuanto a la obra escrita, algunos de sus amigos juarenses tenemos la suerte de lucir en nuestros libreros sus textos autografiados, gracias a la amistad y cercanía propiciados por el azar y el común interés por las letras. La poesía de Conversando otra voz es una lírica donde predomina el desencanto frente al mundo. Además, resulta notoria la infrecuencia del yo poético: se trata de textos donde la voz que cuenta y reflexiona se resuelve generalmente en un colectivo “nosotros”. Le sigue en importancia la segunda persona gramatical.
Sin embargo, cuando el lector comienza a recorrer las páginas iniciales, lo primero que encuentra es un par de estancias de tono personal: “yo no conozco a alan watts / nada sé de su estela marítima… / mi silencio toma cerveza casi todos los días…” El resto del poemario se apoya en apelaciones de un “nosotros” hacia algún “tú” generalmente femenino. En ocasiones, ese “tú” es indeterminado, o bien, se trata de una persona retórica que se identifica con el yo poético, como en este bello poema, “Personaje”, de íntima biografía. Un inquietante desdoblamiento se revela al final de la primera estrofa, así como en la última estancia.
Aquí, el poeta frente al espejo reflexiona sobre su propia historia en una fecha relevante, el cumpleaños (ya cerca del trigésimo), quien se ve a sí mismo como un “jardín de frases condolidas”, es decir, como un productor de palabras, un poeta. Las frases son “condolidas” porque el poeta ficcional que habla en el texto asume y comparte el dolor del otro, que no solo es él mismo en su desdoblamiento, sino otros humanos, según consta en la segunda estrofa: “los que sueñan”. El semblante compungido de los rostros corresponde parcialmente al tono general del libro que venimos comentando, y que comparte con muchos textos de los poetas contemporáneos a José Joaquín (j.j.): un estado anímico perseguido por la insatisfacción existencial, cierto desencanto del mundo que forma la pátina característica de mucha poesía desde las vanguardias del siglo XX en sus inicios o quizá desde el siglo anterior. Ese tono, esa actitud que no llega a ser tristeza o lamento pero sí lleva su matiz de amargura es el sello que unifica a ese grupo de autores surgidos en el primer taller del INBA juarense.
A la influencia de viejas poesías vanguardistas y biografías de escritores rebeldes de siglos pretéritos se deben en parte el gesto y las maneras bohemias de estos importantes autores que animaron la vida cultural de nuestra ciudad por varios años. Vale aclarar que no toda la obra ni todos esos autores destilan el mismo licor: hay algunos cuya poesía es más bien festiva y lúdica, como el caso de Miguel Ángel Chávez. Asimismo, varios poemas de Conversando otra voz nos regalan con el pleno amor y evocaciones de intensa ternura. Y desde luego, no faltan los metapoemas, textos que tratan del proceso mismo de la escritura, como el que encontramos en la página 44 e inicia de este modo: “la palabra arrugada / la palabra rota en el fondo del cesto / inmóvil como la quieta furia de las víboras…”.
Tradición y verso libre
En los versos del poema antes mencionado, “Personaje”, a simple vista de metro libre, se mantienen vigentes fórmulas tradicionales. Por ejemplo, de las doce líneas, tres son endecasílabos acentuados de acuerdo a los cánones. Hay, igualmente, tres versos alejandrinos (de 14 sílabas), uno de nueve, uno de diez y otro de 16. Los alejandrinos están perfectamente separados por pausas en la séptima sílaba (hemistiquios). El verso de 16 sílabas en realidad es compuesto por nueve y siete. Es un poema donde se combinan entre sí versos cuyo número de sílabas es impar. La tradición prescribe que es preferible combinar versos pares o impares, pero no ambos, en los poemas. Aquí solo el decasílabo escapa al patrón formal, aunque fluye con agradable ritmo porque se encabalga con el endecasílabo anterior. Nos detenemos en estos detalles técnicos (la poesía es técnica) para constatar la cultura literaria del autor, alimentada sin duda por el amplio bagaje que la literatura universal nos ha legado. También es evidente que estamos ante un poeta de su tiempo, inserto en el ambiente del quehacer literario mexicano y en sintonía con los estilos de sus amigos y conocidos en el medio, sin menoscabo de reconocibles matices personales. Leer sus poemas casi es como escuchar su voz profunda y modulada, acorde con su experiencia y sensibilidad de actor.
El espacio literario
En la poesía de Joaquín, en este libro, predomina el imperio de la noche. Sus espacios no se ubican en lugares concretos, pero sí en lentos atardeceres, caminatas bajo la lluvia o sobre las hojas que el invierno derrama en el pavimento: imágenes que sin duda reconocemos y vivimos en esta ciudad… o en cualquier gran metrópolis. Conocemos, eso sí, algunos sitios donde el autor leyó sus textos en compañía de sus colegas talleristas: el Museo de Arte, la Biblioteca municipal Arturo Tolentino, la preparatoria de Altavista, la UACJ, entre otros. Hay, sin embargo, un poema que podemos ubicar, gracias a charlas personales con el autor: “Vuelo del colibrí”, dedicado a la narradora Rosario Sanmiguel. La idea le vino al poeta luego de advertir el asombro de Rosario ante la aparición de un grupo de estas avecillas junto a los muros de cristal del Museo de Arte del INBA, donde año con año regresaban, por lo menos hasta comienzos de los años 90. Luego, el verdadero tema del poema no es el que indica el título, sino la emoción sorprendida de una amiga al descubrir colibríes en ese lugar. .
Como lectores asistimos a las visiones del poeta, cuyas “ciegas geografías” transcurren mayormente de noche, en alcobas y calles pobladas por “siluetas nombres paraísos” (52), pues la ciudad es “un juego de espejos ingrávidos”. El diagnóstico de esta visión de la urbe, en la voz poética, es que “no somos no soy otra cosa”. Puede uno imaginar el recorrido de Cosío por esas calles, de noche, después de la fiesta en casa de un amigo o en los bares. Algunos de esos lugares fueron recurrentes hasta volverse icónicos, por ejemplo la cantina El Recreo, situada en 16 de Septiembre y Francisco I. Madero.
El espacio ficcional y los habitantes de carne y hueso
¿Qué somos nosotros, lectores mortales, en la ciudad pintada, imaginada por los poetas? Las calles de Conversando otra voz se nos presentan desoladas, su atmósfera cargada con el peso del abandono y la soledad. ¿Acaso no son así las calles nocturnas de nuestra ciudad, cuando las andamos sin compañía, terminada la euforia de la celebración recién vivida en una francachela?
Los noctívagos, hombres o mujeres, experimentamos la zozobra y el frío de esas andaduras alguna vez, y por ello es fácil sentirnos identificados con estos poemas plenos de estremecimientos íntimos, de nostalgia e incertidumbre. En esa identidad con la ciudad real y la ciudad mítica radican la fuerza y el valor de los versos que nos regala en esta ópera prima José Joaquín Cosío.
Agustín García
EL PABLOTE EN EL RECREO
Miguel Ángel Chávez Díaz de León nació en estas tierras en 1962. Policía de Ciudad Juárez (2012) es su primera incursión en la novela. La trama es simple (quizá demasiado): Pablo Faraón, el Pablote, un policía destituido de las calles y la acción, es el Comandante Amarillo de la Brigada Listón —eficaz en su trabajo de colocar antes que nadie la Cinta Amarilla—. Por otra parte Ruth, su pareja, es una mujer a quien la violencia le arrebató a su esposo y a su hija de cinco años. Luego del boom de la violencia en Ciudad Juárez, Pablo Faraón tendrá la desdicha de encontrarse en medio del fuego cruzado entre dos cárteles quienes deciden declararse la guerra, dejando a una ciudad desangrada y desesperanzada gracias a la presencia de la muerte y el miedo. Y solo Faraón tendrá la oportunidad de lograr un armisticio y quizá traer paz a la ciudad. La violencia expuesta en la novela es sin duda caricaturizada: incluso el narrador, para hiperbolizar sus comparaciones, hace analogías con las películas de Quentin Tarantino y Tomy y Daly.
Así los pasajes de violencia, que son bastantes, también caricaturizan los espacios. Un ejemplo es sin duda el clímax de la novela donde luego de decidir escapar de Ciudad Juárez y renunciar a la policía, Pablo y Ruth escuchan el quejido de las sirenas desde el hotel Fiesta Inn. Rápidamente se movilizan y presencian el horror: “En menos de cinco minutos nos acercamos. Ambulancias, unidades de la Policía Federal y del Ejército impedían el paso, media docena de vans del SEMEFO y dos camiones de bomberos completaban la escena dantesca. El Recreo ardía” (144). El Recreo, punto de reunión que a lo largo de Policía de Ciudad Juárez se expone como un lugar pequeño y agradable, arde por la noche: pasa de ser un lugar ameno a ser un espacio violentado por las circunstancias de la ciudad. La escena se presenta como dantesca, donde el lugar en llamas es contaminado con la presencia del ruido policiaco, por el olor de los cuerpos “chamuscados” y por la eliminación total de aquellos que festejaban. Nadie de los que yacían dentro sobrevive. Un atentado con bombas y explosiones busca a toda costa erradicar al líder del cártel enemigo, el Atoto, quien escapó porque quería ir al baño, en contraste con Vincent Vega en Pulp Fiction quien no escapa por haber ido. El bar de inmediato se transforma en “un lugar ausente”: “Aquello no era el Recreo, mi cantina favorita, solo la pared de la contra barra estaba de pie. Mesas, sillas y cuerpos chamuscados estaban regados entre escombros, las llamas y el humo” (145). El Recreo se reinterpreta y su despojo es ahora una pared que sobrevive entre el humo y las llamas. Los muertos también se reinterpretan: de seres humanos pasan a ser cifras: “53 muertos y contando” (144). Los lugares dejan de ser espacios y las personas se deshumanizan.
Fundado en 1920, El Recreo fue de las pocas cantinas que soportaron la desolación en los años de la violencia en la ciudad; en la novela de Miguel Ángel Chávez, el narrador insiste en lo último. Ubicado en el cruce de 16 de septiembre y Francisco I. Madero, frente a la casa del Pablote, es un lugar que nace y vive de la leyenda y la Historia de la ciudad. Efigie de la bohemia y la poesía, la buena plática y el alcohol, se ha vuelto un espacio digno de culto en donde es común ver a pintores, periodistas, escritores, poetas y músicos: aquí bebieron Miguel Ángel Chávez y Joaquín Cosío, Susana Chávez y recientemente la banda de rock Tetas Lazzer. Sus mandamientos son inapelables. No hay mujeres detrás de la barra. Mariachi, rock, jazz, blues, Tin-Tan suelen escucharse en la Rockola más vieja de Juárez. Nunca se cierra después de la medianoche. Por fortuna, tampoco arde durante la madrugada.
Antonio Rubio