Subí al campanario para ondear la bandera del recuerdo
I
A los 60 años, Raúl Flores Simental (1953) publicó su primer libro: Crónicas del siglo pasado, Ciudad Juárez, su vida y su gente (UACJ). Es una obra que gira en torno a una triple convicción: a) Todo tiempo pasado es (literariamente) mejor; b) Todo lo contemporáneo es (literalmente) un fastidio; y c) Todo lo marginal (del Ayer) subsiste y resiste al Caos del nuevo milenio. Simental comenzó a publicar sus crónicas en El Fronterizo, en 1983. Su primer texto se titula: “La revendedora” (incluido en Crónicas), acerca de una mujer que compra tortillas y las vende en el Mercado Juárez. Ella es ciega y no cuenta el dinero que recibe: confía en todos. Es también símbolo de la orfandad social y la codependencia para sobrevivir. Si tales significados son demostrables, entonces las crónicas de Simental trascenderán localismos, como textos alegóricos. Simental será nuestro Georges Perec sociologizado, alquimista que convierte lo Infraordinario en Imaginario Colectivo.
II
A los 30 años, Simental creó una Voz Narrativa dedicada a rememorar el pasado y fiscalizar el presente. Si a los “Tiempos Idos” se los llevó el apocalipsis, queda el almacén de anécdotas dichas en tono de Abuelo memorioso, gracioso y regañón. Esa Voz Narrativa podría llamarse Don Retro. Lo que importa es su Expresión, su Estilo: claridad, brevedad, humor, elocuencia y empatía. ¿Cómo es Juárez para el cronista? En “De la Morfín a la Jilotepec” dice: esta es una ciudad que al crecer reduce sus distancias. En “Chaparrita y pretenciosa” anota: todo comercio cabe en una calle sabiéndolo acomodar, “así, en tan solo una cuadra, el paseante puede satisfacer su hambre, corregir su miopía, dulcificar su espíritu, arreglar sus líos con la justicia, reparar su Olivetti, desponchar su auto, hacerse un retrato al óleo o embellecerse”. En “Oculta Belleza” la ciudad es la personificación de lo feo: “chaparrona, polvorienta, plantada en el desierto y con un clima difícil de aguantar”, pero la gente llega y se queda, se va quedando (concluye). En “Primavera y otoño”, nos recuerda el cronista, el ecosistema es también caprichoso: se empeña en modificar sus ciclos estacionales: “la primavera entra cuando le da su gana, el invierno se despide a la hora en que se le ocurre, el verano se prolonga varios meses y el otoño parece haber desaparecido”. Y en “Capirotada”, la amada Ciudad es un escaparate kitsch: Gobierno y burguesía han creado calles que permanecen en un estado permanente de re-destrucción, los edificios mueren sin ser terminados, el centro es un cúmulo de ruinas y monigotes que pretenden ser estatuas. Pese a ello, Simental vuelve a repetirnos: “la belleza de esta Ciudad es tan profunda y espiritual que aguanta eso y más”. Su esencia (la memoria colectiva) perdura entre las construcciones mileniard desechables: yo te saludo ciudad en permanente obra negra.
III
A la Ciudad de Don Retro, la habitan dos tipos de personajes: los del siglo pasado y los del nuevo milenio. O mejor: los tradicionalistas y los egoístas (cf. “Les vale”). Los tradicionalistas tratan bien a los marginados (cf. “Doña Lupe”), ayudan a presos, indígenas, migrantes, locos, ancianos y un largo etcétera (que incluye a perros callejeros). Los egoístas, por su parte, levantan horrores arquitectónicos, destruyen costumbres solidarias y acaban con los recursos sencillos y prácticos de una ciudad con eternas carencias. Los tradicionalistas aman la cocina popular; los egoístas comen chatarra (se agringan, se complican, se tecnifican para estar a la moda).
IV
¿Quiénes son los marginados de Juárez? Los hombres que vendían gelatinas por las calles (“De a veinte y cincuenta”); las mujeres que iban a inyectar al enfermo hasta su casa (“Jeringa y sonrisa”); las mujeres que cruzaban al El Paso para trabajar de criadas (“Fieles pasajeras”); los tríos de rancheros que iban de cantina en cantina ofreciendo una canción (“Con el viento a favor”). Esa inmensa mayoría que aparece vendiendo paletas los veranos, banderitas en septiembre, tamales y flores en noviembre, buñuelos en diciembre; esos que aparecen y desaparecen sincronizados a las estaciones y las costumbres sociales, gobernados por un “Calendario exacto” (para usar el título de la crónica).

V
El lado extremo de la pobreza: los bebitos de las que venden mercancía en puentes y avenidas. En “Y ahí seguirán”, el cronista los describe así: permaneces calladitos, inmóviles todo el día en las espaldas de sus madres que se dedican a vender baratijas por el centro y los puentes de la ciudad. Los funcionarios del Juárez Nuevo, por su parte, los quieren desterrar porque “afean a las calles y ahuyentan el turismo”. Y se valen de la fuerza represiva: “desde ese mundito silencioso y cálido, los niñitos no entienden el porqué de los gases, empujones y mentadas” de la policía. Ellos reciben los golpes destinados a sus madres y miran asombrados el nuevo mundo, ese que los saluda con el puñetazo de la modernidad.
VI
Más allá de la pobreza económica, viven los socialmente muertos: los locos, esos que vagan por las calles de Juárez. En “Loco amor”, el cronista recuerda a “la Camelia” una mujer que solía vagar por las calles de Juaritos; la vemos en el momento en que su novio se suicida, tirándose a las ruedas del tren: un drama que es parte de los mitos juarenses. En “Hijos de nadie”, los locos “aparecen un día en cualquier calle o en cualquier esquina. Pueden ir arrastrando una cobija o un bote; pueden llevar un costal a cuestas o usar tres abrigos, uno encima de otro”. Los tantos locos de la ciudad, como el que subía a los postes para saludar a los viandantes, o el que escribía mensajes ilegibles en las paredes, o el que se creía un auto veloz y corría por las calles del Pasado. Los seres que ahora son solo material de la literatura fronteriza: mitos urbanos.

VII
En las crónicas de Flores Simental, hay una buena dosis de divertimentos literarios; están (por ejemplo) los cantineros que “cuenta charras”, los expertos en “relatos fantasiosos, en anécdotas increíbles” y que tiene un público predispuestos a la carcajada fácil (cf. “Igual”). También figuran los Mitómanos de Juanga: “Por lo menos quinientos nativos de estas tierras son amigos de la hermana; otros cuatro mil conocieron alguna vez a la famosa Meche; cerca de un cuarto de millón de fronterizos lo oyeron cantar en el Noa Noa; unos cuantos –cerca de 400– conocen el lugar donde se mete cuando está de visita en esta ciudad; más de dos mil señoras platican frecuentemente con él y cerca de 86 mil juarenses reciben eventualmente una llamada suya desde donde se encuentre”. Los Mitómanos de Juanga son únicos: son nada más la ciudad entera inventando “charras” sobre su Divo cantautor.
VIII
Adriana Candia anota en su “Prólogo” que las crónicas de Flores Simental son nostálgicas y lúdicas, y que reivindican al ser social marginal. Señala que las 127 composiciones sirven de “homenaje a nuestra forma de vivir”; son una expresión de amor por Juárez. De acuerdo: gracias a su estilo, el cronista logra transmitirnos empatía por ciertos juarenses (el Ayer es Sublime, el Ahora es Caos y Amnesia). Solo la Memoria de los Infraordinarios (a la manera Perec) ondean la bandera de la nostalgia (y así resisten). §

José Manuel García-García
- Publicado en Ciudad, El Paso, Juárez Nuevo, Mercado Juárez, Vida cotidiana
La luz del pachuco
Germán Valdés, al igual que Juan Gabriel, es una luminaria que Ciudad Juárez adoptó. Nació en 1915 en el Distrito Federal; 12 años después emigró a la frontera junto con su familia, donde comenzó la carrera que lo posicionó como uno de los comediantes más importantes a nivel nacional. Por ello, el centro alberga diversos espacios que lo rememoran; el último, el Museo Tin Tan, se planeó con motivo del centenario de su nacimiento. Otra forma de rememorar al emblemático personaje es a través de la literatura que, por medio de la biografía o la crónica, rescata su vida y obra. Hace dos años, por ejemplo, apareció El pachuco de oro, de Emilio Gutiérrez de Alba. Pero anteriormente, en 1990, Alejandro Páez Varela publicó Tin Tan: la historia de un genio sin lámpara, que comienza con una advertencia al lector: lo que tiene en manos no es una biografía, pues, señala el autor, resulta inabarcable la vida del músico, poeta y loco, ya que le parece imposible apresar en la palabra el cúmulo de experiencias que representa su vida. Además, existen algunas anécdotas que le parecen difíciles de referir.
El texto de Páez Varela va más allá de un recuento biográfico. En uno de sus nueve capítulos, por ejemplo, se incorpora un “Pequeño diccionario de la lengua fronteriza” en el que se definen distintas palabras que Valdés empleó dentro y fuera de sus películas, como “achantarse” o “camellar”. También se encuentra una lista de su producción filmográfica, desde Hotel de verano (1943) hasta El capitán Motarraya (1973), a partir de la cual nos enteramos de que en un año llegó a estrenar ocho películas y que su presencia revolucionó la forma de hacer cine en México. En un principio parecía un simple irreverente; sin embargo, con el tiempo el público comprendió su perspectiva humorística. Los medios de la época lo describieron como “individuo de facha estrafalaria”, pero finalmente logró que su lenguaje, mezcla del español e inglés, se aceptara en el medio artístico. Hizo del pachuco un personaje. A manera de homenaje y siempre con respeto, se valió de la exageración de patrones de conducta para dar a conocer a esos habitantes de la frontera producto del cruce de culturas, “los rebeldes que se vestían a su modo, hablaban a su modo, y se desarrollaban a su modo”.
Ahora bien, pese a la advertencia inicial, el escritor juarense hace un intento por abarcarlo todo. Tin Tan: la historia de un genio sin lámpara es producto de un trabajo tanto periodístico como literario. Entrevistas y la recreación de anécdotas se unen para dar lugar a este ensayo de biografía. Entre los tantos testimonios que recoge se encuentra el de Paco Miller, quien en la década de los 40 le dio a Germán Valdés la primera oportunidad de trabajar como cómico. Además, fue quien lo bautizó con el nombre con que ha pasado a la historia, a pesar de las protestas del afamado cómico, quien en aquella época era conocido con el apodo de Topillo: “Mejor miénteme la madre, se oye mejor que Tin Tan”. Páez rememora anécdotas de todo tipo. Cuenta, por ejemplo, lo que sucedió cuando por fin logró besar a una compañera de trabajo o cuando comenzó su carrera en la estación de radio XEJ donde, en un inicio, sólo era el chalán de la estación. Ahí conoció a Petra, quien a diario se resistía a los encantos de Germán; sin embargo, un día se dejó llevar a la cabina de radio y cedió a sus caricias, pues un compañero decidió encender los micrófonos y poner al aire las palabras que la apasionada pareja se intercambiaba. Otra de las narraciones abarca lo sucedido meses antes de su muerte, en 1973, cuando, ante la creencia de que ya sólo le quedaban tres meses de vida, dos de sus hermanos, uno de ellos Don Ramón, viajaron con él a una playa de Zihuatanejo.
El último capítulo del libro se titula “Juárez y su gente”, en el que se nombran otras luminarias locales de la época como el “Loco” Valdés, Mario Beltrán del Río, los profesores Elisa Dosamantes y Norberto Hernández, y los deportistas Ignacio Chavira y Bertha Chiu. Indudablemente el recuerdo y homenaje al Pachucho de oro resulta imprescindible para la comunidad juarense. Por ello, además de la Sala de Arte Germán Valdéz existen muchos otros espacios que perpetúan su imagen y nombre. Frente a la Plaza Juan Gabriel se encuentra un gran mural dedicado a él; varias pinturas y una escultura con su característico traje adornan la fachada del Mercado Juárez, incluso a este sitio se le conoce popularmente como la Plaza Tin Tan; detrás de ella corre la arteria Germán Valdés; y uno de los espacios más emblemáticos de nuestra ciudad y que hace honor a esta luminaria se encuentra en la Plaza de Armas: la estatua de Tin Tan sentado en la fuente que figura al personaje de Chucho el remendado, película rodada en 1951. Por último, resulta de suma valía cultural la forma en que un grupo de pachucos mantiene con vida la estampa de quien décadas atrás los representó al reunirse todos los fines de semana en la esquina del MUREF para honrarlo con sus bailes y atuendos.
Alejandra Gómez
- Publicado en Baile, Mercado Juárez, Vida cotidiana
¿Quién soy? Un español que compró una alfombra
Hace trece años, en 2004, se publicó en la editorial Anagrama la novela más importante del chileno Roberto Bolaño, 2666, al cuidado de Ignacio Echeverría. Pareciera que el escritor latinoamericano (nacido en Santiago de Chile, en 1953, criado en México y fallecido en España en 2003 en la hora nostálgica de la ciudad de Blanes, Barcelona) escribió más muerto que en vida. Cada lector que se acerca a su prosa y a su poesía se percata o se convence de que son varias las obras publicadas después de su muerte, siendo esta la más importante. Desde entonces se ha trabajado sin descanso, por lo que creo que no hay mucho que pueda decir que otros no hayan mencionado respecto a la obra póstuma. Es bien sabido que el trazo que el poeta hizo sobre su ciudad fronteriza tiene un carácter residual y discontinuo, como algunos especialistas lo han nombrado. También se habla de la violencia hacia las mujeres y criminalidad hasta el día de hoy impune, nada nuevo. 2666 tiene como objetivo narrar, en la ciudad ficticia de Santa Teresa, espejo calidoscópico de Ciudad Juárez, las desapariciones forzadas de miles de mujeres, a ellas que el olvido busca llevarse, pero que la memoria les devuelve a cada una su sentido. En dicho esbozo me aproximaré a “La parte de los críticos”. En este capítulo el lector conoce la historia de los crímenes conforme cuatro críticos literarios buscan a un perdido escritor europeo de la lejana y distante Alemania.
Ahora bien, con esta pequeña introducción a la obra es importante señalar un fragmento de la novela donde queda registro del Mercado Juárez. Ahí donde se habla, ya no del cuerpo violentado de los personajes ni las desapariciones que abundan en los silencios, sino de cómo el mismo espacio y edificio del mercado es alcanzado por la dominación y el olvido; las ruinas en las que viven cada uno de los puestos de comida, de máscaras, de figuras de barro, de catrinas, etc. es reflejo de lo que cada crítico vive y pierde: “Al día siguiente salieron a dar una vuelta por el mercado de artesanías, inicialmente concebido como lugar de comercio y de trueque para que la gente de Santa Teresa y a donde llegaban los artesanos y campesinos de toda la zona, llevando sus productos en carretas o a lomos de burro […] ahora se mantenía únicamente para turistas norteamericanos […] y que se marchaban de la ciudad antes de que anocheciera”.
Estas descripciones son eco de la vida social, vacía y decadente, en la que se sumergen los personajes; es decir, el espacio, así como los transeúntes y vendedores, son producto de una crisis ya no solamente interna sino colectiva. En este conflicto se viven diferentes periodos del proceso cultural que ha sufrido Ciudad Juárez. Existen ocasiones en donde los críticos literarios, Norton, Espinoza, Pelliter, Morini, viven un antagonismo que se acentúa cuando luchan, ya no consigo mismos o entre ellos, sino con la ciudad. Esta pelea que desata disputas y asuntos polémicos termina, en el mejor de los casos, en una definición falsa de lo que realmente buscan: “al final Pelliter adquirió por un precio irrisorio una figurilla de barro de un hombre sentado en una piedra leyendo el periódico. El hombre era rubio y en la frente le despuntaban dos pequeños cuernos de diablo. Espinoza, por su parte, le compró una alfombra india a una muchacha que tenía un puesto de alfombra y sarapes. La alfombra en realidad no le gustaba mucho”.
Los personajes, como los vendedores en el Mercado Juárez, se quedan en su trinchera; cada quien tiene caprichos mal disimulados y se pierden en un mercado en ruinas, inmutable a los ojos de la tragedia. Lo importante en todo esto –en esta búsqueda y lucha contra el olvido– sería entonces, como otros escritores han dicho, descubrir los valores del pasado que son vitales para el presente, incluso en este edificio que se mantiene de recuerdos. El Mercado es lugar que nutre el arte; ahí los vendedores amplifican el espacio y crean miniaturas que fecundan una cantera humana. El Mercado es un museo de figuras anónimas. Las catrinas de barro alcanzan a respirar y, sin embargo, ninguna es capaz de morir “porque están muertas en el molde mismo que les dio apariencias de vida”. La expresión de los críticos fenece antes de que el centro histórico de la ciudad gire y dé media vuelta para dar cara al vacío.
Los personajes de Bolaño están cimentados en la angustia de una ciudad que se desmorona. Cada paso es un acercamiento a los puestos trasegados en pisos de alquiler: “Cuando salió del bar se dirigió al mercado de artesanías. Algunos comerciantes estaban recogiendo sus mercaderías y levantando las mesas plegables […] Las calles del mercado estaban sucias, como si en lugar de artesanías allí vendieran comida hecha o frutas y verduras”. El Mercado en la novela es un eco y la sombra desgarrada de un sector social, como cada uno de los críticos, que lleva en sus espaldas su propia tragedia. Con el paso de los años este lugar ha terminado por derrumbarse y deformarse; con su penuria y rutina ha hecho de la inercia un arma. Pero, ¿cuál es la imagen del mercado que se construye en las páginas de 2666? La de un vasto mundo de pluralidades, donde no existen fronteras políticas, construido por pequeños puestos que asimilan una cadena de islas por descubrir, comunidades en donde los protagonistas son sus habitantes y ellos mismos le dan nombre al Mercado. Lo que cuenta Bolaño es un hábitat de fronteras en donde choca su pluralidad, es decir, “incontables patrias” que despiertan al mundo exterior y se funden con él… un mundo que le abre sus puertas a aquellos que vienen de otros abismos, siempre y cuando se salven, de algún modo, de sus propios sueños.
Joel Peña Bañuelos
- Publicado en Frontera, Mercado Juárez, Muerte