“Hay cosas que no se olvidan, que no se olvidan, de nuestra vida”
Barlovento, “costado de un buque que está hacia
el lado de donde viene el viento…”
Guido Gómez de Silva
Son las diez en una fría mañana de noviembre, un hombre se pone el casco y los guantes, va ataviado con una chamarra de cuero, botas y bufanda, acaba de terminar su clase de literatura en la universidad de Ciudad Juárez. Colmado de la satisfacción que le dan sus alumnos con preguntas, amabilidad y necesidad de aprender, se dirige a su clase de las once en El Paso a bordo de su motocicleta Suzuki 450 por el puente de las Américas. Muchos pensamientos rondan su mente: la clase del Chuco le estresa, pero es la que paga las cuentas; sus colegas increpándole cómo puede vivir en un país tan corrupto y la larga fila que le espera para cruzar. La relajante canción que tocan en la 92 F.M. junto con el cigarro logran tranquilizarlo al llegar al puente. El frío le congela la cara, entonces decide pasarse por entre los carros de la fila entre rayadas de madre para llegar al otro lado de la frontera. Este hombre es Ricardo, el yo narrativo autoficcional de Ricardo Aguilar Melantzón en la novela A barlovento, publicada en 1999 por la Universidad Iberoamericana Laguna, en la colección Papeles de Familia, que le viene ad hoc, por describir algunos pormenores de los allegados al protagonista: Rosi, su esposa, y sus hijas Rosita y Gabi, que a lo largo de la novela van creciendo y vemos cambiar. Esta evolución ocurre, sobre todo, en Ricardo, narrador en la mayor parte de la obra. Dividida en cuatro partes, la narrativa de Aguilar Melantzón toma vuelo conforme las páginas se suceden y cuando uno menos se da cuenta, atestigua que la novela va empujada por la fuerza de los silfos.
Los cuatro rumbos en que se secciona la novela cuentan con capítulos, pocas veces titulados y, a veces, sin continuidad evidente, ya que se intercalan en distintas unidades temporales. Durante una parte, hay una visita a países europeos donde nuestro protagonista no termina de sentirse a gusto: Portugal, España, Italia. Hay un trajinar entre estos viajes y episodios en Ciudad Juárez donde el ojo de Aguilar Melantzón es su mejor herramienta a la hora de narrar la cotidianidad: una bolería por la Plaza Cervantina, las dunas de Samalayuca con descripciones que alcanzan lo poético: “el desierto me había puesto contento, las arenas de los médanos de Samalayuca son de una belleza extraordinaria muy parecida a la de la piel humana”. O bien, comparando aquellas ciudades con la suya: “Nos decíamos asombrados que Atenas se parecía mucho a Juaritos, medio mal trazada y como que desparpajada y a cierta hora como el tráfico es exactamente el mismo que te encuentras por la Vicente Guerrero y Mariscal”. Aunque el profesor y escritor Ricardo Aguilar Melantzón fuera estadounidense de nacimiento (El Paso, 1947), no cabe duda de que jamás se identificó como tal (chicano en todo caso), y de eso su novela sirve de testimonio, en donde más que como mexicano, se deja ver como juarense y lo que eso implica: ser fronterizo.
Lo suyo es el ir y venir, pero por las últimas páginas cuando debe establecerse en los Estados Unidos, su vida se vuelve monótona y ni siquiera puede escribir: “Me da mucho miedo pensar que ya no puedo o que ya se me olvidó cómo. Acá no hay nadie por ninguna parte. La raza no camina por la calle. Se sube a su ranfla y jala para cualquier lado que vaya”. Añora este lado de la frontera: “las blancas sonrisas de los compas, que se avientan tacos de barbacoa, burritos, chicharrones, […], unos refrescos de óranch o manzanita california, […]. Acá no hay nada de eso. La Rosi me pregunta que qué ondas, que si la raza acá está muerta o qué”. Y a ratos, volver a Juaritos: “En un acto de desesperación, de artero exilio, agarramos el carro y salimos corriendo a todo lo que daba, cruzamos la frontera y llegamos rechinando llanta hasta donde están las señoras que hacen gorditas frente a la iglesia de la Insurgentes sólo para sentir que no se habían perdido, que no habían desaparecido para siempre”.
El arraigo que tiene nuestro narrador por Ciudad Juárez no le impide ver que el espacio y las condiciones están cambiando constantemente en la urbe, en su mayoría para mal: el narcotráfico deja ver sus estragos… delincuencia y destrucción del patrimonio cultural: “Hoy me metí a las dos tiendas que están donde era el lobby de Cine Plaza, quería ver qué les habían hecho a las estatuas de mármol blanco de hombres y mujeres desnudos”; “mi Rosi chica me dice que por furia o porque ya ni las películas pornográficas atraían a la clientela morbosa, lo cierto es que ya el Cine Victoria está en ruinas”. Imágenes que bien coinciden con nuestra actualidad. Y nos dejan esta importante reflexión: “pero nunca sale uno a su propia ciudad a tomarle fotos a su propia geografía, […] a lo que lo define a uno, el Monumento a Juárez, el Cine Alameda, el Puente Internacional, las calles de acá, de allá. Luego desaparece algún edificio, algún lugar importante y uno se queja de que ya no está y de que ya no se acuerda cómo era”.
También retrata el cambio en espacios donde guarda preciados recuerdos: “Hoy entré a la casa de la Constitución, donde viví de niño. […]. Aquí a la mitad de la cuadra entre insurgentes y 18 de Marzo, es ahora una peletería, entré después de cuarentaitrés años”. Si el personaje y/o la persona de Ricardo Aguilar Melantzón volvió para querer recordar, regresar y encontrar “alguna huella” de lo que allí vivió, yo volví motivado por la lectura de una novela que habla de un hombre de letras que viaja en moto, que habla de su ciudad, que también es la mía. Volví unos veinte años después que el personaje, aun a sabiendas de la bruma que hay entre realidad y ficción, recordando los versos de Tropicalísimo Apache que dicen que hay cosas que no se olvidan en esta vida, como Ricardo Aguilar Melantzón no olvidó nunca Ciudad Juárez cuando se encontró lejos.
Gibrán Lucero
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Doscientas once ballenas y un desierto
Desde hace tiempo, resulta casi inevitable que dentro de la literatura en México los temas de la corrupción, la violencia y la crueldad sean monedas de uso corriente, tal como lo apunta la narradora chihuahuense Liliana Pedroza en una entrevista que le realizó Vicente Alfonso. La ganadora del Premio Nacional de Cuento Joven Julio Torri 2009 presenta en varias de sus obras una crítica respecto a estos problemas sociales que continúan brotando en nuestro país. El cuentario Vida en otra parte (2009) reúne textos que poseen como factor común el confundir la realidad con la ficción de tal manera que “se amalgaman, se persiguen, en un juego de espejos en el que hombres y mujeres, sea cual sea su condición, pueden verse reflejados”. En “Samalayuca”, una de las narraciones reunidas, el personaje principal es una joven mujer, Amalia. El breve relato aborda el tema del femicidio, aunque lo hace de manera implícita gracias a su gran habilidad poética.
En la entrevista mencionada, Pedroza señaló que uno de los lugares del norte que sigue en la lucha contra las violencias de género es Ciudad Juárez, a la cual calificó como un “laboratorio de la violencia” en donde “las autoridades estatales y municipales no [hacen] nada por mejorar esta situación”. Esta empatía, sin duda, sembró la creación de su cuento. El lugar al que se refiere el título se encuentra a unos kilómetros del sur de Juárez; sin embargo, el espacio que se describe puede corresponder a cualquier sitio de la región. La zona desértica en la que se ambienta la narración, aparece insoportable por el clima en verano, a tal grado que incluso se identifica como el lugar idóneo para la violencia y la crueldad. En un inicio, Amalia describe ciertas alucinaciones que percibe a través de su ventana: doscientas once ballenas azules, tres cangrejos rojos, gaviotas y algunos caballos de mar. La protagonista evoca imágenes de animales marinos, quizá, por su apremiante necesidad de refrescarse; no obstante, todo lo que ve e imagina es, en realidad, un presagio de su desaparición sin explicación alguna. Dejará atrás “su ropa empapada de agua con sal” y unas ballenas azules (policías estatales y municipales), gaviotas (helicópteros) y caballos de mar (unidades militares) buscarán con insistencia a tres cangrejos rojos (culpables).
Las percepciones de Amalia representan lo que tantas víctimas han deseado: búsqueda de justicia. Resulta lamentable que las autoridades de Ciudad Juárez no sean capaces ni muestren interés para resolver estas situaciones de violencia e impunidad que perjudican, principalmente, a la comunidad femenina. Sobre el tema se ha escrito e investigado mucho, desde el ámbito sociológico, periodístico y literario; los movimientos y grupos feministas trabajan día con día para exigir justicia en los casos de feminicidio y un verdadero cambio social y político que permita la eliminación de todo tipo de violencias de género. No obstante, por desgracia, las noticias continúna alimentándose de asesinatos de mujeres y pesquisas de jóvenes desaparecidas. Los casos más recientes que han cimbrado a nuestra comunidad, el de Dana Lizeth Lozano e Isabel Cabanillas, nos muestran la urgencia por generar una reflexión en torno al tipo de sociedad en la que vivimos, en donde la concientización, la empatía, la fortaleza y la solarización entre mujeres resultan imprescindibles para sobrevivir. Ya que, si bien la situación en esta frontera no ha cambiado para la comunidad femenina, aún pervive una insaciable sed de justicia y un acérrimo anhelo de que, algún día, podremos existir libremente.
Nohemí Damián de Paz
- Publicado en calor / luz, Desierto, Feminicidios, Samalayuca
De Ciudad Juárez a Canadá, de James Dean a Breaking Bad
La novela Northern lights, del escritor juarense Ángel Valenzuela, fue publicada en octubre de 2016 bajo el sello de Casa Editorial Abismos, con un corto prólogo (como deberían ser todos), de Alberto Fuguet y un epígrafe de la canción “Half A Person”, de The Smiths. Dos amigos inician un viaje para ver las auroras boreales en Canadá, partiendo desde la zona fronteriza de Ciudad Juárez-El Paso, atravesando Estados Unidos. Los motivos en ambos son diferentes: Demetrio quiere vivir su última gran aventura antes de casarse; Andrés lo acompaña solo para estar cerca de su amigo; a él no le interesa tanto el fenómeno atmosférico, ya que se siente atraído por otra luminiscencia: “Veo el brillo en sus ojos [los de Demetrio] y es como estarlas viendo ahora mismo, las luces del norte”. Como en cualquier road movie, el playlist no puede faltar: M83, Arcade Fire, The Lumineers. Andrés, protagonista y narrador, es un joven homosexual, caviloso, inteligente e incluso romántico, que se ve a sí mismo como al Little Bastard, enfilado hacia la catástrofe, y a Demetrio como a James Dean. Su amigo, por otro lado, es alto, atlético, atractivo para la mayoría, con un carácter más relajado, que guarda la mariguana entre un libro de Lorca y otro de Baudelaire. Mientras Andrés desea visitar Marfa, debido a sus “calles viejas y polvorientas, luces extrañas en medio de la noche oscura, artistas exiliados” y por ser el lugar donde se filmó Giant, donde aparece el ya mencionado actor James Dean; “A Demetrio sólo le interesaba hacer fotos en los sitios de Breaking Bad […]. Parece que el espíritu de Jesse Pinkman se hubiera apoderado de él”.
Durante el viaje van descubriendo, más que lugares inusitados, aspectos desconocidos de ellos mismos, para después reconocerse, milla a milla, de una nueva manera, llevando su amistad a cruzar fronteras en más de un sentido. Así que la frontera juega un papel muy importante en el ensamblaje de la novela; a través de ella, la voz narrativa deambula entre los recuerdos de la niñez y adolescencia con los que vamos conociendo más acerca de los protagonistas. La mayoría de estas evocaciones toman lugar en Ciudad Juárez: “Ocasionalmente nos saltábamos alguna clase y nos íbamos a tomar tecates al Chamizal”; o bien, sobre la vista del cielo en el desierto: “Salimos justo cuando comienza la puesta de sol. Delante de nosotros, la carretera y una vista incomparable: las montañas se recortan contra el cielo que de a poco va adquiriendo tonos magenta y naranja. No hay atardeceres más bonitos que los de este desierto de Chihuahua, me cae”.
El mismo paisaje también provoca reflexiones más hondas: “porque esta frontera tan puteada por los gringos, por la maquila, el narco y por el mismo gobierno todavía saca fuerzas de no sé dónde para regalarnos este espectáculo majestuoso”. Sobre los médanos, Andrés dialoga (solo en su consciencia) con su amigo: “Luego, habíamos quedado de ir a las dunas de Samalayuca un fin de semana, ¿recuerdas?”. Y sobre la afluente que divide a las ciudades, también rememora: “Cuando era niño y había día de campo, solía quedarme horas sentado frente al Río Bravo […]. Ahora el río está muy seco”. Antes, lleno de agua y ahora de cemento: “En su lugar hay un triste canal de concreto que sirve de trinchera a los mojados que huyen de la migra”, aunque algunas familias todavía acuden al río los fines de semana como antaño era tan común. Dado que Andrés nos habla de sus recuerdos en Juárez, tan cercanos a nuestro tiempo, y que, con la mención de Facebook y Google, nos damos cuenta de que la historia se ubica, aproximadamente, en la primera década de este siglo.
Los lugares mencionados, por su parte, también corresponden acertadamente con los que nosotros vemos y/o vimos: “La Carretera Panamericana. Así se le conoce también en Juárez, aunque los afanes urbanizadores la hayan transformado en la Avenida Tecnológico”; y el Chamizal, uno de los lugares más visitados para acampar y realizar actividades de ocio. Lo mismo sucede en las dunas de Samalayuca y con el imperecedero cielo de la frontera que nos regala una preciosa vista. Andrés tiene una opinión clara sobre las fronteras: “Qué antinaturales son […]. Las físicas y las metafóricas. Me parecen obscenas. Un atentado contra la humanidad. […]. Pienso que uno mismo construye su patria.” Hacia el final, nuestro narrador se reconoce como una hormiga en un mundo gigantesco, pero a salvo, viendo lasnorthern lights: “Todo parece insignificante ante la magnitud de este espectáculo. Las fronteras, lo prejuicios. El lenguaje, incluso, me parece insignificante y absurdo”. En menos de 120 páginas, el escritor Ángel Valenzuela da espacio a la ternura, la pasión homoerótica, la vitalidad de una historia de carretera, pero, sobre todo, a la amistad de dos jóvenes que están a punto de iniciarse en la vida adulta y encuentran en este viaje la mejor ruta de escape.

Crédito fotográfico: Oksana Portillo
Gibrán Lucero
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El cielo de Juárez
Cuautla, Morelos, mayo de 1982: José Agustín, termina de escribir Ciudades desiertas, su quinta novela desde La tumba (1964), dentro del movimiento literario denominado la Onda. El argumento es el siguiente: Eligio va a buscar a su esposa Susana, quien se ha escapado sin previo aviso, aceptando una beca en Estados Unidos, en un pequeño lugar llamado Arcadia. Aburrimiento y hartazgo concentran los motivos de Susana, pero, sobre todo, desprendimiento. Eligio vuela al país del norte, para luego trasladarse “hasta el culo de mundo”, como él mismo dice, para buscar la explicación de la misteriosa partida. A su llegada al pueblo, se da cuenta que Susana mantiene una relación con un polaco corpulento y peludo, a quien en ese momento le mienta la madre y da por terminada la aventura con su esposa. Susana, por su parte, parece aceptar relativamente la llegada y el fin de su relación con el europeo. Al fin y al cabo, necesitaba un confidente a quien le podía contar todo lo que le había pasado en los “Estados Hundidos”. En ese peculiar edificio, residen, entre otros, un egipcio, unos chinos, un rumano, el polaco, un islandés y un peruano, todos escritores al igual que Susana. Eligio nos dice qué hace falta: “aunque sea un perro muerto para darle un poco de vida a ese lugar”, refiriéndose a la pulcritud de la urbe. Como en Paris, Texas, Eligio navega en su Chevrolet vega siguiendo la pista de su esposa, quien se ha escapado otra vez, pero ahora acompañada del polaco, rumbo a Chicago. Al ritmo de “Deserted Cities of the Heart” de The Cream, que, además de aparecer en el epígrafe de la obra, sirve de soundtrack, el mexicano arranca su carro entre la tormenta de nieve y se encamina a buscar a Susana. Eligio descubre dónde están y los interrumpe en la cama, en una escena donde se mezcla el amor, la excitación y el odio, para luego sacar a la escritora a punta de pistola y llevarla con él, al menos hasta que ella se vaya de nuevo.
Pero antes de la segunda huida y después de comprar el Chevrolet, la pareja va a las afueras de Arcadia y, ante el asombro de su esposa por el cielo, Eligio, quien es chihuahuense, le dice que ni siquiera lo había notado; por lo tanto, no debía ser nada del otro mundo: “no es el del desierto, carajo, como en Ciudad Juárez, ése sí es cielo, no mamadas”, dice él, como con nostalgia. Recientemente la novela fue adaptada al cine; he decidido no verla. Hay personajes intrínsecamente literarios y enigmáticos, que cuando un cree haberlos conocido del todo, sorprenden… caracteres que dotan de complejidad al entramado narrativo, así como dudas respecto a los elementos que los rodean. Me refiero no solo a la condición enigmática de la mujer, sino a preguntas con profundos ecos sobre la dominación y convivencia. Personajes interesantes no por lo que dicen, sino por lo que hacen, tan bien logrados que no dan ganas de conocer otra versión de ellos. Así es Susana en Ciudades desiertas.
Por lo menos doce colores distintos –hasta cincuenta me dice un amigo diseñador– son captados en distintas fotografías en un solo atardecer, por la artista visual Oksana Portillo. Provoca cierto orgullo ver esas imágenes, vislumbrar en ellas ese cielo del que habla Eligio: el del desierto, ecosistema que nos mata igual en invierno como en verano. Las ciudades desiertas no son lo mismo aquí que allá, ni tampoco las dunas de Samalayuca se asemejan al Zabriskie Point en el Valle de la Muerte de California. Niego ahora aquella afirmación de Arturo Belano, en Los detectives salvajes, sobre la identidad del cielo: “es igual en todas partes, las ciudades cambian, pero el cielo es el mismo”. Aunque Reyes hablaba del sol de Monterrey, Ciudad Juárez ostenta increíbles puestas de sol y amaneceres. El cielo y los zanates bajando a los cables eléctricos; el azul ahoga si lo miras de frente; por las noches aluza con estrellas sin cuento. Pero… ¿no nos engañamos? ¿Es realmente tan bello como creemos? ¿Será el único consuelo que tenemos en esta tierra de cruces sobre postes? No conozco a nadie, nacido aquí, que diga lo contrario. En la memoria de José Agustín se quedó fijo cuando visitó no solo nuestra tierra, sino también nuestro cielo.

Crédito de fotografías: Oksana Portillo
Gibrán Lucero
- Publicado en calor / luz, Desierto, Ecosistema, Samalayuca
Radioactividad en el yonke
“La Organización era una especie de sociedad secreta y aunque muchos de sus miembros estaban incrustados en el sistema, habían jurado una prioritaria lealtad a su grupo, aun antes que a su mismo sistema de gobierno”. Dicha sociedad planea y efectúa un proyecto de terrorismo al norte de México: inserción de material radioactivo por medio de una bomba de cobalto 60. El objetivo, según nos cuenta José Areníbar en su novela publicada en 2004 por Ediciones del Azar, era desestabilizar la economía mixta del país entre el socialismo, impulsado por la Unión Soviética, y el imperialismo capitalista de los Estados Unidos. El novelista y profesor originario de Jiménez conjuga el desastre nuclear ocurrido en los 80’s con la ficción, para dibujar a los protagonistas de Cobalto 60: un periodista llamado Carlos y Miranda, un maestro de educación básica. Tampoco podemos olvidar a Manuel de María, opulento importador en la aduana, quien decide, repentinamente, abandonar esa vida plagada de corrupción para convertirse en vagabundo, debido al miedo a que la Organización lo localice y asesine por su salida del proyecto. La trama comienza en Los Ángeles, luego se desplaza a Jiménez, con una parada intermedia –pero determinante– en la frontera Ciudad Juárez-El Paso, para terminar en la Ciudad de México, justo después del terremoto de septiembre de 1985. La CIA, la PGR y el ejército mexicano son algunas de las instituciones relacionadas con los hechos que comienzan a finales de 1983, y que pronto dejan cientos de enfermos de cáncer debido a la radiación emitida por el material de construcción en que fue fundida la máquina de cobalto 60.
Aunque el punto central del libro vaya perdiendo fuerza conforme avanza la narración, terminando incluso con una descripción de veinte páginas sobre la agonía de los personajes; y a pesar de la inconsistencia en el tratamiento de su psicología, como en María, quien al principio no tuvo escrúpulos y luego se arrepiente sin justificación, sirviéndose de la amistad con Miranda y Carlos su camino hacia la redención; así como de situaciones inverosímiles, como la inmediata comunicación entre un vagabundo y un agente de la CIA, Cobalto 60 destaca por su función referencial histórica, y también por salir de los tópicos habituales de la literatura juarense. El motivo que desencadena las acciones de la novela es real: en diciembre de 1983 un empleado del Centro Médico de Especialidades en Ciudad Juárez desarmó una unidad de teleterapia con una fuente de Cobalto-60 de 1003 Ci.
Al ser extraída la fuente radiactiva de su blindaje principal, la cápsula quedó perforada y se trasladó al Yonke Fénix donde fue vendida como chatarra, iniciándose así la dispersión de los gránulos de Cobalto, ya que se fabricaron productos de acero, varillas principalmente, con la chatarra contaminada. José Areníbar reconstruye bien el ambiente en el que dicha cápsula pudo entrar al país sin cumplir con todos los requisitos de importación vigentes: Ciudad Juárez “es una urbe con crecimiento desmesurado, su poderío económico no es suficiente para satisfacer las necesidades de un flujo constante de inmigrantes que, atraídos por los cercanos dólares, arriban al sur del país. Sólo la creación de maquiladoras, que son de capital extranjero, ofrecen trabajo y nivelan en parte la balanza de una economía tambaleante e insegura”.
La representación espacial del yonke es otro acierto de la novela: “Es por eso que los yonkes proliferan sobre todo al sur de la ciudad. Imposible controlar con exactitud tanto negocio de este tipo en cuanto a cantidad, calidad y clase de objetos que en ellos se encuentran”. Y es que a la fecha este tipo de establecimientos abundan en la misma zona urbana mencionada por el narrador, donde el crecimiento desmedido y el abandono dejan grandes huecos poblacionales. Bien se puede argumentar que es mejor que haya “algo” construido, en lugar de largos pedazos de llano; no obstante, la planificación urbana afecta a los juarenses del sur, cuadrante descuidado por los discursos simbólicos, poco patrullado por las autoridades y de difícil habitación por falta de servicios de transporte público y de mantenimiento a calles y alumbrado. José Arenívar deja una pregunta al aire sin que nadie dé una respuesta ni aproximación: ¿Alguna vez recibirán su castigo los culpables? La cuestión puede extenderse no solo a los problemas ambientales (como la solución que dieron las autoridades en Samalayuca), sino a todas aquellas operaciones o negocios que utilizan a las personas como carne de cañón para proyectos que generan dinero.
Gibrán Lucero
- Publicado en Ciudad, Ecosistema, Frontera, Samalayuca
Ciudad Juárez desde el búnker
En el pabellón de las dieciséis cuerdas es el primer libro de Josué Sánchez, escritor de Córdoba, Veracruz, publicado por el Fondo Editorial Tierra Adentro, y ganador del premio Nacional de Cuento Joven Comala 2014. El boxeo, Street Fighter II, Metal Slug, David Bowie, sin mencionar muchas más referencias de la cultura pop, sirven de trasfondo a los cuentos y nos remiten al contacto y convivio entre lo extranjero y lo nacional. En el caso de “No se trata del hambre II”, la historia trata de un personaje cuyo nombre no sabemos y que parece estar infectado por una extraña enfermedad. Él menciona los antecedentes de un virus que surgió en Ciudad Juárez; también habla de su esposa y su primo, y de todas las historias que salieron a flote solo cuando el virus lo afectó (su hijo, su boda, los videojuegos, las peleas, etcétera). La figura literaria del zombi se aborda de una manera en la que ser infectado no significa necesariamente la muerte cerebral, así que mientras nuestro protagonista espera ver qué van a hacer con él, recuerda todo lo que pasó en su vida. Al filo de la muerte tiene visiones, como memorias que se coagulan hasta que el virus se aferra a sus neuronas… espera un certero disparo, pero los suyos ofrecen un giro inesperado.
En este cuento, Josué Sánchez construye una imagen espacial muy tenue, puesto que hay pocas menciones de Juárez y zonas aledañas: los búnkeres en Samalayuca, Santa Teresa y Palomas. Las imágenes sensoriales que genera el texto surgen cuando el lector medita sobre las respuesta colectiva ante un apocalipsis zombi. De esta forma, imaginamos la frontera llena de gente putrefacta, que obliga a los sobrevivientes a ver su realidad y en lo que se convertirán. Esta historia nos deja en la boca un sabor agrio y amargo, pues el cuento solo habla de lo que le acontece a un solo personaje, no de un posible futuro o una esperanza de cura. Puede que en cualquier momento Xalapa desaparezca como lo hizo el puerto de Veracruz y muchas otras ciudades. Aunque quizá lo que parezca ser una pandemia, no es más que una descripción disfrazada de un Juárez que está repleto de gente que vive a expensas de los demás, y que no puede salir de la monotonía cotidiana para darse cuenta de lo podría beneficiar a la ciudad y, por lo tanto, a sus habitantes. También se puede especular que los infectados son, de hecho, la gente curada, aliviada de la humanidad que los subyugaba bajo los vicios propios de una sociedad industrializada.
Tras haber leído “No se trata del hambre II” (¿y el I?) uno puede imaginarse a Samalayuca como el último bastión. Estas dunas, actualmente, son un espacio de recreación donde la gente puede divertirse y apreciar el ecosistema del desierto. Muchos ven a los médanos, cercanos al pueblo homónimo, como a la zona natural más próxima para apreciar la naturaleza. Tras leer el cuento del narrador veracruzano, imagino a zombis en cuatrimoto, deslizándose en la arena, riendo, comiendo, aparentando que nada pasó en una ciudad deshecha, pues o son apáticos a ella o saben que ya nada se puede hacer. La imagen literaria de Samalayuca como punto infranqueable de retención refuerza la idea de Juárez como un laboratorio que experimenta toda clase de calamidades listas para exportar. El narrador del texto lo confirma: “por los videos de YouTube nos enteramos de que Ciudad Juárez fue la primera zona infectada: paredones de fuego devorando edificios y casas; gente con la mirada rabiosa en las calles.”
Oscar Daniel Hernández Acosta
- Publicado en Ciudad, Desierto, Samalayuca, Vida cotidiana
Fotorreportero encuentra cuerpo en Samalayuca
Aunque el escritor Willivaldo Delgadillo nació en Los Ángeles (1960) sus fuentes de inspiración para Garabato vienen de esta frontera en donde ahora reside. La novela, publicada por la editorial Samsara (2014), está dividida en cuatro partes; en cada una de ellas nos cuenta la historia de Basilio Muñoz, quien va a un congreso literario en Berlín a nombre de Billy Garabato, ya que éste no puedo asistir y cuyas obras Basilio desconoce (o irá conociendo); al final de las tres primeras partes se incluye una novela que, según la historia, están escritas por Billy Garabato. Una de ellas se titula De alba roja, que narra los acontecimientos por los que tuvo que pasar Pep Ramírez, un fotorreportero de El Diario de la Frontera que viaja de Juárez hasta Samalayuca “para dar cobertura a un asesinato en las dunas”.
Se trata de un cuerpo en el interior de un viejo auto. Pep llega primero que nadie a la escena del crimen; “Trabaja de manera apresurada” antes de que arribe la policía y los paramédicos. “Sin embargo, antes de irse cambia de lente y prácticamente se monta en el cadáver; con detenimiento ajusta el 85 mm para captar el rostro de la víctima”. Tras cumplir con su labor regresa de vuelta directo a su trabajo. Los problemas para nuestro protagonista inician cuando al día siguiente le dicen que ese cuerpo, al que fotografió el día anterior, ha desaparecido, y él es el único testigo que lo llegó a ver. El periódico, para no involucrarlo en esta seria encrucijada, decide darle unas vacaciones pero en el trascurso de los días Pep se dará cuenta que está más implicado de lo que creía.
Probablemente en la actualidad las noticias sobre los acontecimientos que pasan en nuestra ciudad nos llegan desde distintas plataformas digitales, pero en otros tiempos el periódico impreso era el medio de comunicación, comprado comúnmente en los cruces para informarse de los últimos sucesos que habían acontecido en la ciudad. El Diario, Norte Digital, El Fronterizo, Juárez Hoy, son algunos de los periódicos que actualmente siguen dándonos las noticias (aunque se suela pensar que sólo informan desgracias) que constantemente acontecen en Ciudad Juárez. Delgadillo en su novela nos muestra las acechanzas que recorren la frontera, las cuales se parecen a la desazón que experimentamos actualmente. Estas problemáticas se convierten en encabezados para llegar hasta nosotros a través de las instituciones encargadas de publicar la información de forma periódica, veraz y oportuna, como en este caso El Diario de la Frontera, para el cual trabaja Pep, nuestro protagonista. “De alba roja”, además de mostrarnos el peligro al que se enfrenta el antiguo Paso del Norte, también nos describe el riesgo que implica el trabajo de fotorreportero. Estos problemas, por los que está pasando el periodismo en nuestra realidad, son la fuente de inspiración para la historia de Pep y su desafortunado hallazgo en las dunas.
Quizás para muchos que viven en esta frontera ya no es novedad ver una noticia en el periódico o en el noticiero informándonos que han encontrado un cuerpo en tal lugar de la ciudad; estas notas llegan a nosotros gracias a los reporteros y/o fotógrafos que por su trabajo tienen que ir directo a la escena del crimen para tomar nota e imágenes para después dar parte al periódico en que trabajan. Muchos casos se han reportado de periodistas asesinados o que tuvieron que abandonar la ciudad porque sufrieron amenazas de muerte sólo por ejercer su trabajo que ahora es visto como uno de los oficios más peligrosos y como un ejemplo, además, de la falta de libertad de expresión a la que ellos, como voceros de la sociedad, se enfrentan. A raíz de esto, actualmente existe la Red de periodistas de Ciudad Juárez, una agrupación que se formó en 2011 para la prevención de riesgos contra periodistas y sirve como plataforma para exigir justicia a sus colegas caídos, no sólo locales, sino para todos los del país. Resulta paradójico que lo más inverosímil en “De alba roja”, no sea la diatriba experimentada por la lente del fotógrafo, sino el modelo del Volkswagen abandonado en el desierto.
Mayra Fabiola Mendoza Muñiz
- Publicado en carro, Ciudad, El Diario, Muerte, Samalayuca