El guardián entre el desierto
El ángel a la orilla del camino es una novela poco conocida, escrita hacia 1966, unos meses antes de la muerte de su autor, el chihuahuense Miguel R. Mendoza, quien además de prosista, era columnista y poeta. Curiosamente, la obra permaneció inédita durante 38 años. Publicada bajo el sello editorial Doble Hélice en 2004, por fin pudo llegar a donde pertenece: al libro impreso, para pasar a la memoria de los lectores que tengan la fortuna de leer las aventuras del joven Ulises Morano, quien dice de sí mismo: “Educación: cuarto año de primaria; unas cinco toneladas de historietas cómicas; unas cien películas de vaqueros y de gánsters”. Como si el nombre le hubiera marcado el destino de viajero, Ulises está hambriento de salir a correr camino y dejar su casa en Ciudad de México, no sin extrañar a toda su familia, sobre todo a su hermana más pequeña, Rima. Los personajes de la historia abundan en número, pero, sin duda, no se puede dejar de mencionar a algunos tan importantes como el Ciego, compañero del protagonista durante las primeras aventuras, Ana María, el gran y malogrado amor, Carlos Mantilla, peluquero quien lo ayuda durante su estancia en El Salto, además del Rorro y el Negro, compañeros de celda durante la última parte. Sus andanzas toman lugar en Aguascalientes, Durango, Ciudad Juárez, El Chuco y Guadalajara. En cada uno de estos lugares, descubre cosas diferentes: el amor, el crimen, la marihuana.
Con dejos que recuerdan a la picaresca, El ángel a la orilla del camino es una novela iniciática que no se detiene en la mera anécdota o la acción, sino que cavila, se pregunta y resuelve conforme el viaje transcurre de la mano de nuestro narrador, ávido observador como un Guardián entre el centeno. Ciudad Juárez figura como uno de los lugares donde Ulises pasa alguna temporada; su percepción del lugar hacia los años 60 no se aleja tanto de nuestro día a día: “Juárez es un pueblo triste, feo, sucio, vacío y con un clima de todos los demonios: cuando no se está uno asando, allá por julio y agosto, anda castañeando los dientes de frío o capoteando los ventarrones que chiflan las calles desde noviembre hasta abril”.
La zona roja aparece como un espacio descrito en las páginas del libro: “El refuego, «la vida alegre» está en la calle Mariscal, la única que conozco bien y que recuerdo con agrado de este pueblo rabón”. Ahí también se encontraba el cabaret donde trabajaba Ulises: “Se abría de las cinco de la tarde a las cinco de la mañana”. Otro lugar mencionado es la ESAEH: “Allí me informaron que ahora estaba trabajando en la Escuela de agricultura de lavaplatos”, refiriéndose al Ciego, quien se encontraba muy a gusto entre “estudiantes [que] entraban y salían a la hora que les daba la gana; se iban para Juárez y volvían borrachos; cantaban y bailaban y discutían en los dormitorios hasta muy noche y los maestros, a su vez, no hacían caso de ellos”. Otro de los lugares descritos es el Monumento a Benito Juárez: “Todas las tardes, después de tomarme un helado o un refresco, me venía a sentar en una banca en la parte central del parque, frente a un monumento muy feo de don Benito Juárez”.
La vida nocturna y de “refuego” de la Mariscal se derrumbó; algunas cosas quedan, pero ya no es lo de antes… solo ruinas se conservan de la Escuela Superior de Agricultura Hermanos Escobar. Y la plaza antes tan tupida de árboles, donde se encuentra el Monumento a Benito Juárez, está cubierta en gran parte por cemento, pero sigue funcionando como punto de reunión entre los ciudadanos, quienes encuentran asiento a la sombra y “tiran chal”, además del inmarcesible bazar de cada domingo. A los juarenses nos queda la vida tal y como es, cruenta quizá, pero con aquellas pequeñas grandes cosas: los recuerdos, las fotos y las letras del pasado, no sin dejar de lado la esperanza presente de un futuro mejor. Como dice Ulises Morano: “en Ciudad Juárez pasé momentos muy felices y aprendí mucho de la vida, la vida tal como es y no como la pintan en los libros”; así vamos pasando y aprendiendo. Es necesario no olvidar tampoco aquellas palabras cargadas de filosofía de nuestro viajero narrador: “Queremos borrar todos los recuerdos, olvidar lo que somos y a las personas que queremos u odiamos. Pero es vano porque a donde quiera que vayamos llevamos esta carga de sentimientos, unos tristes y otros alegres”. Aquí, en Ciudad Juárez, estas palabras llegan a los tuétanos.
Gibrán Lucero
- Publicado en Escuela Superior de Agricultura Hermanos Escobar, La Mariscal, Monumento a Benito Juárez