Always say thank you: Trini
UNA NOVELA CHICANA DE LA PASEÑA ESTELA PORTILLO TRAMBLEY
Hasta el día 3 de agosto de 2019, El Paso, Texas era conocido por ser una de las ciudades más seguras de los Estados Unidos de América. El tiroteo, sucedido en una tienda familiar, en Walmart, dejó alrededor de veinte muertos y más de cuarenta heridos. El asesino tenía como objetivo acabar con la vida de la mayor cantidad de hispanos posible, sin importar si nacieron en territorio estadounidense o venía del otro lado del Bravo. Desde su separación de México, El Paso ha sido una ciudad mayormente poblada por inmigrantes mexicanos.

Oriunda de El Paso, Estela Portillo Trambley fue la primera autora chicana en publicar un libro que contenía y exponía su propia obra literaria. Era hija de una pareja de mexicanos que se conoció en El Paso. Él era un mecánico originario de Jalisco; y ella, una maestra de piano nacida en el estado de Chihuahua, experta en historias detectivescas. Aunque en su hogar siempre se habló en español, Estela prefirió escribir en inglés gran parte de su escritura creativa, entre estas su novela Trini, publicada en 1986, misma que narra la historia de vida de Trini, una indígena rarámuri que crece en las barrancas de la Sierra Tarahumara y, con el tiempo, se ve obligada a trabajar como empleada doméstica, sin papeles, en los Estados Unidos, para reunir suficiente dinero y comprar su propia tierra. Ella tiene la ambición de sembrar las semillas de su padre. Es posible encontrar una copia de este libro en la Universidad de Texas en El Paso, y sus manuscritos pueden consultarse en la colección Nettie Lee Benson de la Universidad de Texas en Austin, numerosas hojas escritas a máquina sin muchas correcciones.
Los escenarios de la novela no son estáticos. Además de las barrancas en la serranía, Trini se desarrolla en Ciudad Juárez y El Paso, donde tiene lugar el cruce ilegal de la protagonista. En este momento de la historia, Trini se encuentra indecisa y temerosa. Acaba de confesarle a Tonio, con quien tiene una pequeña hija, que se ha embarazado de otro hombre, Sabochi, durante su ausencia. A pesar de eso, Tonio permanecerá a su lado con la promesa de que, después de trabajar un tiempo como bracero en California, regresará para ayudarla a comprar la propiedad que desea. Se despedirán en el Puente Internacional; él se llevará a la niña, y Trini caminará de regreso por la Avenida Juárez pensando en que el dinero que ambos reúnan será para la tierra y sólo para la tierra. Han acordado que ella trabajará en El Paso mientras él regresa, antes de que su embarazo se lo impida. Una vez que cruce, Trini se esfuerza arduamente a la orden de su patrona, la gringa, trapeando pisos, planchando ropa, bañando y alimentando a los niños, al tiempo que le preguntan los nombres de las cosas en español. Un día, la gringa le explica con gestos que a causa del avanzado embarazo no puede seguir trabajando en su casa. Le paga por sus servicios, le regala dos bolsas de mercado llenas de ropa y la deja en el Puente Santa Fe (el mismo por donde entró), donde le indica, también con señas, que sólo tiene que caminar para cruzar.

El Puente Internacional Paso del Norte (también llamado Santa Fe) conserva el nombre que reunió alguna vez a las ciudades hermanas de Juárez y El Paso, antes de la revolución de Texas y la consecuente cesión de territorios mexicanos nuestros vecinos. Si bien en el pasado era posible cruzar a voluntad, poco a poco se fueron endureciendo las políticas de ingreso. Se diseñaron nuevos órdenes sociales para proteger los intereses de los estadounidenses y los oficiales de migración –la border patrol– comenzaron a vigilar movimientos, actitudes y apariencias, implantando en los cuerpos y mentes de las personas una relación de poder. Los inmigrantes indocumentados no son bienvenidos. En los discursos oficiales nunca se reconocen las contribuciones de su trabajo, ocupados, como Toni, en cosechar los campos gigantescos de California, también llamada Oaxacalifornia, debido a la gran cantidad de indígenas oaxaqueños que viven en ella. Todavía es común que, con discreción, los estadounidenses contraten personas mexicanas para cuidar a sus familiares o limpiar sus casas, al igual que Trini. Cuando las personas hacen algo por uno, se acostumbra decir “Gracias”, pero eso crearía lazos y fortalecería unas relaciones que Estados Unidos cree no necesitar.

María Rascón
Adios, amigos, come back again
Es difícil encontrar en los estantes de una biblioteca mexicana títulos de autoría chicana como The Last Tortilla & other Stories (University of Arizona Press, 1999), una antología de cuentos escritos por Sergio Troncoso, nacido en Ysleta, Texas, un pequeño pueblo que, con los años, se anexaría a la ciudad de El Paso como un nuevo suburbio. A diferencia de la primera generación de autores chicanos, Troncoso no persigue la reivindicación social de los mexicoamericanos en su literatura y tampoco escribe en spanglish, aunque en ocasiones salpica su inglés con palabras en español como en el título de la antología, The Last Tortilla. En una entrevista que le hiciera Raymundo Elí Rojas declaró que, para él, lo más importante era escribir sin reglas, sin guías, de la forma más sincera posible, sin agentes ni jefes que influyeran en su escritura: “It’s never been about the money. I don´t give a shit about the money. It´s been about writing good work. I don’t care about anything else (…) Honestly, if they let me do what I want to do, I’m happy”.

En cuanto al relato “Angie Luna”, con el que abre el cuentario, escrito primero con papel y lápiz, diríase que pertenece a ese tipo de historias que tienen mucho que ver con la vida, aun si eso significa extraviar el clímax. Víctor, el narrador protagonista, es un joven mexicoamericano que no conoce muy bien el español. Trabaja en La Popular, una tienda de ropa localizada en el centro de El Paso y allí conoce a Angie Luna, una compañera de trabajo que vive en Ciudad Juárez. Es una mujer mayor que él, con un cuerpo espectacular, semejante al de Marilyn Monroe. Entre ellos surge un vínculo amoroso que conecta a Víctor con sus raíces mexicanas, pero no durará mucho, pues él tiene que partir pronto para estudiar en Massachusetts.
Antes de conocer a Angie Luna, Víctor no había explorado Ciudad Juárez verdaderamente. Para llevarla a su casa, cruza por el Puente Libre, siguiendo por la av. 16 de septiembre. Angie vive con dos hermanas más en una pequeña casa que acaban de comprar. Sueñan con ser ciudadanas americanas, aprender a hablar bien inglés y comprarse una casa en El Paso. Gracias a Angie, Víctor conoce el Parque Central, del que sólo había leído en alguna revista. Poco a poco comienza a reconocer las calles principales: avenida Juárez, la Lerdo, la Reforma. Permanecer a salvo en la ciudad lo hace preguntarse si sus padres le habrán advertido que Juárez era un lugar peligroso sólo porque creían que no podría valerse por sí mismo fuera de Gringolandia. Víctor tiene la oportunidad de conocer, incluso, a un poeta de la Universidad de Juárez, quien lee su trabajo después de cenar en una fiesta, poemas sobre amor, aflicción, coraje y la vida en la pobreza. Aunque al principio Víctor se siente desorientado y un tanto fuera de lugar entre espacios que le son desconocidos y personas que, a diferencia de él, son completamente mexicanas, no le toma mucho tiempo sentirse parte de ese mundo; ríe, besa, conversa y canta rancheras y baladas, a pesar de que en un primer momento le resultara difícil comprender la letra en español.

Desde hace mucho los habitantes de El Paso no cruzan a Ciudad Juárez, no la conocen y no tienen ganas de conocerla, les asusta. La nuestra no es una ciudad preparada para recibir a los turistas, los pasos peatonales están despintados, las calles del centro se ven sucias, las fachadas tienen peladuras y, muchas veces, sus ventanas están rotas. Pero eso sí, los botes de basura están recién pintados con el logo del partido Independiente afeando todavía más el centro con su multiplicación. ¿Qué le pasó a la ciudad de las postales de 1970? Daban ganas de caminar entre sus calles, los edificios estaban presentables, había tranvías y hasta un chistoso letrero que despedía a los visitantes norteamericanos diciendo “Adios, amigos, come back again” dispuesto por el Patronato de turismo en Ciudad Juárez. Mi padre solía decir que hay más gente buena que mala; por esa gente buena seguimos habitando en una ciudad que estuvo a punto de destruir la furia. Ojalá pronto las cosas sean diferentes, incluso mejores que antes.

María del Carmen Rascón Castro
- Publicado en Ciudad, El Paso, Frontera, Parque Central
“Hay cosas que no se olvidan, que no se olvidan, de nuestra vida”
Barlovento, “costado de un buque que está hacia
el lado de donde viene el viento…”
Guido Gómez de Silva
Son las diez en una fría mañana de noviembre, un hombre se pone el casco y los guantes, va ataviado con una chamarra de cuero, botas y bufanda, acaba de terminar su clase de literatura en la universidad de Ciudad Juárez. Colmado de la satisfacción que le dan sus alumnos con preguntas, amabilidad y necesidad de aprender, se dirige a su clase de las once en El Paso a bordo de su motocicleta Suzuki 450 por el puente de las Américas. Muchos pensamientos rondan su mente: la clase del Chuco le estresa, pero es la que paga las cuentas; sus colegas increpándole cómo puede vivir en un país tan corrupto y la larga fila que le espera para cruzar. La relajante canción que tocan en la 92 F.M. junto con el cigarro logran tranquilizarlo al llegar al puente. El frío le congela la cara, entonces decide pasarse por entre los carros de la fila entre rayadas de madre para llegar al otro lado de la frontera. Este hombre es Ricardo, el yo narrativo autoficcional de Ricardo Aguilar Melantzón en la novela A barlovento, publicada en 1999 por la Universidad Iberoamericana Laguna, en la colección Papeles de Familia, que le viene ad hoc, por describir algunos pormenores de los allegados al protagonista: Rosi, su esposa, y sus hijas Rosita y Gabi, que a lo largo de la novela van creciendo y vemos cambiar. Esta evolución ocurre, sobre todo, en Ricardo, narrador en la mayor parte de la obra. Dividida en cuatro partes, la narrativa de Aguilar Melantzón toma vuelo conforme las páginas se suceden y cuando uno menos se da cuenta, atestigua que la novela va empujada por la fuerza de los silfos.
Los cuatro rumbos en que se secciona la novela cuentan con capítulos, pocas veces titulados y, a veces, sin continuidad evidente, ya que se intercalan en distintas unidades temporales. Durante una parte, hay una visita a países europeos donde nuestro protagonista no termina de sentirse a gusto: Portugal, España, Italia. Hay un trajinar entre estos viajes y episodios en Ciudad Juárez donde el ojo de Aguilar Melantzón es su mejor herramienta a la hora de narrar la cotidianidad: una bolería por la Plaza Cervantina, las dunas de Samalayuca con descripciones que alcanzan lo poético: “el desierto me había puesto contento, las arenas de los médanos de Samalayuca son de una belleza extraordinaria muy parecida a la de la piel humana”. O bien, comparando aquellas ciudades con la suya: “Nos decíamos asombrados que Atenas se parecía mucho a Juaritos, medio mal trazada y como que desparpajada y a cierta hora como el tráfico es exactamente el mismo que te encuentras por la Vicente Guerrero y Mariscal”. Aunque el profesor y escritor Ricardo Aguilar Melantzón fuera estadounidense de nacimiento (El Paso, 1947), no cabe duda de que jamás se identificó como tal (chicano en todo caso), y de eso su novela sirve de testimonio, en donde más que como mexicano, se deja ver como juarense y lo que eso implica: ser fronterizo.
Lo suyo es el ir y venir, pero por las últimas páginas cuando debe establecerse en los Estados Unidos, su vida se vuelve monótona y ni siquiera puede escribir: “Me da mucho miedo pensar que ya no puedo o que ya se me olvidó cómo. Acá no hay nadie por ninguna parte. La raza no camina por la calle. Se sube a su ranfla y jala para cualquier lado que vaya”. Añora este lado de la frontera: “las blancas sonrisas de los compas, que se avientan tacos de barbacoa, burritos, chicharrones, […], unos refrescos de óranch o manzanita california, […]. Acá no hay nada de eso. La Rosi me pregunta que qué ondas, que si la raza acá está muerta o qué”. Y a ratos, volver a Juaritos: “En un acto de desesperación, de artero exilio, agarramos el carro y salimos corriendo a todo lo que daba, cruzamos la frontera y llegamos rechinando llanta hasta donde están las señoras que hacen gorditas frente a la iglesia de la Insurgentes sólo para sentir que no se habían perdido, que no habían desaparecido para siempre”.
El arraigo que tiene nuestro narrador por Ciudad Juárez no le impide ver que el espacio y las condiciones están cambiando constantemente en la urbe, en su mayoría para mal: el narcotráfico deja ver sus estragos… delincuencia y destrucción del patrimonio cultural: “Hoy me metí a las dos tiendas que están donde era el lobby de Cine Plaza, quería ver qué les habían hecho a las estatuas de mármol blanco de hombres y mujeres desnudos”; “mi Rosi chica me dice que por furia o porque ya ni las películas pornográficas atraían a la clientela morbosa, lo cierto es que ya el Cine Victoria está en ruinas”. Imágenes que bien coinciden con nuestra actualidad. Y nos dejan esta importante reflexión: “pero nunca sale uno a su propia ciudad a tomarle fotos a su propia geografía, […] a lo que lo define a uno, el Monumento a Juárez, el Cine Alameda, el Puente Internacional, las calles de acá, de allá. Luego desaparece algún edificio, algún lugar importante y uno se queja de que ya no está y de que ya no se acuerda cómo era”.
También retrata el cambio en espacios donde guarda preciados recuerdos: “Hoy entré a la casa de la Constitución, donde viví de niño. […]. Aquí a la mitad de la cuadra entre insurgentes y 18 de Marzo, es ahora una peletería, entré después de cuarentaitrés años”. Si el personaje y/o la persona de Ricardo Aguilar Melantzón volvió para querer recordar, regresar y encontrar “alguna huella” de lo que allí vivió, yo volví motivado por la lectura de una novela que habla de un hombre de letras que viaja en moto, que habla de su ciudad, que también es la mía. Volví unos veinte años después que el personaje, aun a sabiendas de la bruma que hay entre realidad y ficción, recordando los versos de Tropicalísimo Apache que dicen que hay cosas que no se olvidan en esta vida, como Ricardo Aguilar Melantzón no olvidó nunca Ciudad Juárez cuando se encontró lejos.
Gibrán Lucero
- Publicado en El Paso, Frontera, Narcotráfico, Plaza Cervantina, puente, Samalayuca
“Pero si casi no hay juarenses”
De entre los recuentos bibliográficos realizados por José Manuel García, llamó mi atención un libro escrito por una periodista juarense y publicado en la frontera en 1991, imposible de conseguir, pero bien resguardado en Colecciones especiales de la UACJ (Fondo Chihuahua). Además, la columna de Juaritos Literario en SinEmbargo.mx de este sábado, escrita por el mismo profesor emérito de NMSU, tratará sobre la escritura de otra autora fronteriza, Adriana Candia, quien colmó los diarios juarenses desde la década de los 80’s con sus crónicas literarias. Ambas noticias me sirven de contexto y pretexto para reseñar, y, sobre todo, para ofrecer algunas de las entrevistas incluidas en el libro titulado Juarenses, de Cecilia Ester Castañeda, dedicado “A todos los que dan vida a la frontera donde he crecido…”. La publicación, impresa por la editorial El Labrador, “que se encontraba en la Ave. Malecón frente a donde ahora están las oficinas del Gobierno del Estado” (me aclara la escritora), se compone de una sugerente “Introducción” y 33 entrevistas que muestran un abanico de distintos perfiles, oficios e intereses de los residentes de Ciudad Juárez.
En la parte preliminar, Cecilia Ester Castañeda recuerda la respuesta que recibía cuando comentaba el tema del libro en que estaba trabajando: “Pero si casi no hay juarenses”. Razón suficiente para que se empeñara en sacar a la luz “la divergencia de opiniones respecto al significado del gentilicio local. ¿Exactamente qué es un juarense?” Ella entiende que si el actual millón y medio “de personas que respiran, comen, trabajan y duermen en Cd. Juárez no entra en esa categoría estamos ante un caso de desarraigo”. La misma condición geopolítica de una ciudad de paso, de asilo momentáneo o de resguardo durante el camino genera que el concepto de población sea tan variado y oscile entre la “frontera más fabulosa y bella del mundo” y un paraje cubierto por “cantinas y maquilas”. La periodista, locutora, traductora y socióloga también comparte parte del proceso de investigación y la metodología para retratar la vida fronteriza a través de diferentes voces en ambos lados del Bravo. “El resultado es este libro, un capítulo en la búsqueda de mis raíces”, una invitación para actuar desde la apropiación y el afecto.
Bienvenida esta obra, escribió a inicios de la década los 90 el arquitecto José Diego Lizárraga (debajo de un retrato de Cecilia tomado por Carmen Amato), “para quienes amamos a este terruño polvoriento, de clima extremoso, de penetración basural (que no cultural) de su vecino del norte”. Los héroes de esta “estructura inarmónica, antiestética, heterogénea” que llamamos nuestra casa, continúa el antiguo director del Museo de Arte de Ciudad Juárez, “no están en bronces, tal vez sólo en adobes”. Retomo esta última referencia para cerrar la reseña con mi entrevista favorita, la de la artista plástica bifronteriza Mago Gándara, quien se preciaba de utilizar en sus obras la materia prima de la zona, y añoraba que: “Si hay plantas gemelas para el negocio, ¿por qué no puede haber plantas gemelas de galerías o centros culturales?” La Casa Estudio Cui, en donde concluye nuestra ruta literaria Tenayokan: la ciudad de Mago (coorganizada con el mismo Museo de Arte), aún conserva las piezas y la fuerza intacta de ese anhelo, “el legado de una lucha solitaria por impulsar la vida artística en la frontera”.
Urani Montiel
De Veracruz para el norte
Crónicas desde el país vecino de Luis Arturo Ramos
Luis Arturo Ramos nació en Minatitlán, Veracruz, descrita en sus propias palabras como una metrópoli instalada en medio de la selva. Su producción literaria, abundante y multipremiada, contribuyó a que en 1992 se mudara a la comunidad fronteriza para ser profesor de escritura creativa en la Universidad de Texas en El Paso, donde continúa dando clases hasta la fecha. Ramos describe a El Paso como una ciudad multirracial y multilingüe, determinada, además, por la convivencia con el desierto y la presencia, presente y pasada, del y lo mexicano; una metrópoli significada por los contrastes, potenciados por la frontera entre dos países desiguales en economía e historia.
Su obra Crónicas desde el país vecino, publicada en 1998 por la UNAM (a partir de la columna del autor en el semanario Punto y Aparte, en Xalapa), es una colección de textos breves que muestran la manera en que un ciudadano mexicano ve la vida en los Estados Unidos de América y en este territorio binacional que comprende la frontera entre Ciudad Juárez y El Paso. Al preguntarle en una entrevista si este libro podía ser considerado un ejemplo de la literatura chicana, me respondió que no sabría decirlo, porque al igual que otras de sus obras, lo escribió desde una perspectiva literaria y no étnica.
El tono de las crónicas es poético y pasa con suavidad de las impresiones subjetivas a las referencias históricas. Cuauhtémoc Cárdenas, Carlos Fuentes, Victoriano Huerta, Pancho Villa y Juan Gabriel son algunos de los sujetos reales descritos por Ramos, identificables sin esfuerzo por el mexicano promedio. Es un libro que está en contacto directo con México, aunque la mayoría de las crónicas se desarrollen en territorio estadounidense. Las palabras en inglés se cuelan apenas a través de la letra de una canción, en el habla de alguna mujer angloamericana y en las calcomanías de los coches. A la pregunta de qué efectos suscita en la escritura el bilingüismo, Ramos respondió que la construcción sintáctica del inglés y el uso de vocablos le sirven de recursos técnicos y literarios, pero que quizá más que el bilingüismo, le interesa el biculturalismo: “Todos los mexicanos, de frontera o no, fuimos incluidos y estimulados por la cultura popular, cinematográfica y literaria gringa”.
Para cruzar al país vecino pasa por Ciudad Juárez. Su perspectiva tiene la frescura chancera y tropical del Istmo de Tehuantepec; en más de una ocasión, provoca en el lector una risotada, producto de la ironía. Cuenta que el Río Bravo o Grande, aunque angostito, ha sido llamado así “gracias a la misma licencia poética (o mercantil) que permitió que Nelson Ned fuera conocido como el gigante de la canción”. Juega con los nombres y las características de los puentes que hay en la ciudad, poniendo especial atención en los internacionales, diciendo que los hay sin sentido de orientación, como el Puente al Revés; con problemas de identidad, como el Puente que de Sur a Norte se llama Lerdo y de Norte a Sur, Stanton; y un Puente Negro que resiente la discriminación del racismo. Como turista, visita la casa de Juan Gabriel y recuerda la narración popular de que el cantante compró esa casa para su madre, quien trabajara en ella durante años como empleada doméstica de la familia Montelongo. Su narración nos ofrece una lectura distinta de lugares conocidos que soportan, tanto para el viajero de paso, como para el ciudadano promedio, una misma experiencia de vida, adquirida en la antesala desértica, despojada y tercermundista de la primera potencia del globo.
María del Carmen Rascón Castro
- Publicado en Frontera
De Ciudad Juárez a Canadá, de James Dean a Breaking Bad
La novela Northern lights, del escritor juarense Ángel Valenzuela, fue publicada en octubre de 2016 bajo el sello de Casa Editorial Abismos, con un corto prólogo (como deberían ser todos), de Alberto Fuguet y un epígrafe de la canción “Half A Person”, de The Smiths. Dos amigos inician un viaje para ver las auroras boreales en Canadá, partiendo desde la zona fronteriza de Ciudad Juárez-El Paso, atravesando Estados Unidos. Los motivos en ambos son diferentes: Demetrio quiere vivir su última gran aventura antes de casarse; Andrés lo acompaña solo para estar cerca de su amigo; a él no le interesa tanto el fenómeno atmosférico, ya que se siente atraído por otra luminiscencia: “Veo el brillo en sus ojos [los de Demetrio] y es como estarlas viendo ahora mismo, las luces del norte”. Como en cualquier road movie, el playlist no puede faltar: M83, Arcade Fire, The Lumineers. Andrés, protagonista y narrador, es un joven homosexual, caviloso, inteligente e incluso romántico, que se ve a sí mismo como al Little Bastard, enfilado hacia la catástrofe, y a Demetrio como a James Dean. Su amigo, por otro lado, es alto, atlético, atractivo para la mayoría, con un carácter más relajado, que guarda la mariguana entre un libro de Lorca y otro de Baudelaire. Mientras Andrés desea visitar Marfa, debido a sus “calles viejas y polvorientas, luces extrañas en medio de la noche oscura, artistas exiliados” y por ser el lugar donde se filmó Giant, donde aparece el ya mencionado actor James Dean; “A Demetrio sólo le interesaba hacer fotos en los sitios de Breaking Bad […]. Parece que el espíritu de Jesse Pinkman se hubiera apoderado de él”.
Durante el viaje van descubriendo, más que lugares inusitados, aspectos desconocidos de ellos mismos, para después reconocerse, milla a milla, de una nueva manera, llevando su amistad a cruzar fronteras en más de un sentido. Así que la frontera juega un papel muy importante en el ensamblaje de la novela; a través de ella, la voz narrativa deambula entre los recuerdos de la niñez y adolescencia con los que vamos conociendo más acerca de los protagonistas. La mayoría de estas evocaciones toman lugar en Ciudad Juárez: “Ocasionalmente nos saltábamos alguna clase y nos íbamos a tomar tecates al Chamizal”; o bien, sobre la vista del cielo en el desierto: “Salimos justo cuando comienza la puesta de sol. Delante de nosotros, la carretera y una vista incomparable: las montañas se recortan contra el cielo que de a poco va adquiriendo tonos magenta y naranja. No hay atardeceres más bonitos que los de este desierto de Chihuahua, me cae”.
El mismo paisaje también provoca reflexiones más hondas: “porque esta frontera tan puteada por los gringos, por la maquila, el narco y por el mismo gobierno todavía saca fuerzas de no sé dónde para regalarnos este espectáculo majestuoso”. Sobre los médanos, Andrés dialoga (solo en su consciencia) con su amigo: “Luego, habíamos quedado de ir a las dunas de Samalayuca un fin de semana, ¿recuerdas?”. Y sobre la afluente que divide a las ciudades, también rememora: “Cuando era niño y había día de campo, solía quedarme horas sentado frente al Río Bravo […]. Ahora el río está muy seco”. Antes, lleno de agua y ahora de cemento: “En su lugar hay un triste canal de concreto que sirve de trinchera a los mojados que huyen de la migra”, aunque algunas familias todavía acuden al río los fines de semana como antaño era tan común. Dado que Andrés nos habla de sus recuerdos en Juárez, tan cercanos a nuestro tiempo, y que, con la mención de Facebook y Google, nos damos cuenta de que la historia se ubica, aproximadamente, en la primera década de este siglo.
Los lugares mencionados, por su parte, también corresponden acertadamente con los que nosotros vemos y/o vimos: “La Carretera Panamericana. Así se le conoce también en Juárez, aunque los afanes urbanizadores la hayan transformado en la Avenida Tecnológico”; y el Chamizal, uno de los lugares más visitados para acampar y realizar actividades de ocio. Lo mismo sucede en las dunas de Samalayuca y con el imperecedero cielo de la frontera que nos regala una preciosa vista. Andrés tiene una opinión clara sobre las fronteras: “Qué antinaturales son […]. Las físicas y las metafóricas. Me parecen obscenas. Un atentado contra la humanidad. […]. Pienso que uno mismo construye su patria.” Hacia el final, nuestro narrador se reconoce como una hormiga en un mundo gigantesco, pero a salvo, viendo lasnorthern lights: “Todo parece insignificante ante la magnitud de este espectáculo. Las fronteras, lo prejuicios. El lenguaje, incluso, me parece insignificante y absurdo”. En menos de 120 páginas, el escritor Ángel Valenzuela da espacio a la ternura, la pasión homoerótica, la vitalidad de una historia de carretera, pero, sobre todo, a la amistad de dos jóvenes que están a punto de iniciarse en la vida adulta y encuentran en este viaje la mejor ruta de escape.

Crédito fotográfico: Oksana Portillo
Gibrán Lucero
- Publicado en carro, Desierto, El Chamizal, Frontera, Río Bravo, Samalayuca, Viaje
Puentes y más puentes
Resulta agradable ir a una biblioteca y encontrarse antologías interesantes; entre ellas, existe una con cierta peculiaridad que vale la pena revisar, Narrativa juarense contemporánea (2008), compilada por Margarita Salazar Mendoza. La actual coordinadora de la licenciatura en Literatura Hispanomexicana de la UACJ comenta en el prólogo que el libro surgió por dos motivos: dejar un registro de la gente que de forma regular escribe en nuestra región, y promover entre estudiantes de preparatoria y universidad el placer por la lectura de diversos textos narrativos juarenses. Además, explica que el título se escogió con fines de inclusión, ya que los diferentes escritores que se encuentran aquí no se limitan a un solo género, todos escriben de distintas maneras y con diversos propósitos, y en ocasiones combinan los géneros literarios. Lamentablemente las cuarenta voces reunidas no son muy conocidas dentro de la ciudad por la falta de circulación de sus obras, así que Narrativa juarense contemporánea, de alguna manera, contrarresta esta situación.
El escritor compilado en el que me detendré es Jorge Alberto López Gallardo, quien, según Salazar, “juarense y paseño, por vida y experiencia, deja excelentes muestras de la vida fronteriza en este cuento”. En “El Puente” encontramos una polifonía de voces, actividades comerciales, puntos de referencia y comportamientos de la gente que se pueden observar en cualquier cruce de Ciudad Juárez; por ello, el título hace referencia no solo a la conexión entre dos países, sino a la variedad de cultura y pensamiento que caracteriza a la frontera. El relato se divide en ocho secciones, las cuales abarcan el espacio de un puente o una calle en específico para desarrollar distintas historias que suceden durante una mañana, en horarios muy cercanos; es decir, ocurren simultáneamente, aunque el narrador se detiene en cada lugar para mostrar al lector cómo se desenvuelve la cotidianidad citadina. Otra característica que le otorga un valor más verosímil al texto de López Gallardo consiste en el raudal de diálogos de un conjunto de personajes carentes de nombre y cuyo lenguaje recae en lo informal y coloquial. Los protagonistas coinciden en ciertos temas, por ejemplo, hablan de sus recuerdos, de los problemas del presente, del clima, de las noticias o simplemente de lo que ven a su alrededor al pasar por esos puentes y calles.
Lo particular de este cuento consiste en el retrato de situaciones que actualmente siguen ocurriendo en los puentes internacionales; pues, no solo juarenses, sino personas de distintos lugares de nuestro país y del vecino tienen contacto en esas monumentales construcciones. La diversidad cultural, como bien lo plasmó López Gallardo, se puede percibir perfectamente en estos sitios. Nada ha cambiado, cientos de personas se levantan temprano para tolerar largas filas de autos, cruzar al “otro lado” e ir a su trabajo, escuela o de compras. Estar arriba de un carro que apenas se mueve unos cuantos centímetros, da el tiempo suficiente para reflexionar sobre temas sociales, culturales, históricos o políticos, o simplemente analizar lo que nos deparara el día. Uno de los puentes que el cuento de Gallardo menciona es el Carlos Villarreal. Cada vez que paso por ahí veo lo mismo que uno de los personajes observó a través de su ventanilla mientras esperaba el avance de la línea: los caballos continúan imponentes y El Chamizal sigue en su sitio como representación del “único terreno que ha perdido Norteamérica en toda su historia”.
Nohemí Damián de Paz
- Publicado en Cruce, Frontera, La línea, puente, Vida cotidiana