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9 febrero, 2023

Category: La Mariscal

El guardián entre el desierto

jueves, 19 agosto 2021 por Juaritos Literario

El ángel a la orilla del camino es una novela poco conocida, escrita hacia 1966, unos meses antes de la muerte de su autor, el chihuahuense Miguel R. Mendoza, quien además de prosista, era columnista y poeta. Curiosamente, la obra permaneció inédita durante 38 años. Publicada bajo el sello editorial Doble Hélice en 2004, por fin pudo llegar a donde pertenece: al libro impreso, para pasar a la memoria de los lectores que tengan la fortuna de leer las aventuras del joven Ulises Morano, quien dice de sí mismo: “Educación: cuarto año de primaria; unas cinco toneladas de historietas cómicas; unas cien películas de vaqueros y de gánsters”. Como si el nombre le hubiera marcado el destino de viajero, Ulises está hambriento de salir a correr camino y dejar su casa en Ciudad de México, no sin extrañar a toda su familia, sobre todo a su hermana más pequeña, Rima. Los personajes de la historia abundan en número, pero, sin duda, no se puede dejar de mencionar a algunos tan importantes como el Ciego, compañero del protagonista durante las primeras aventuras, Ana María, el gran y malogrado amor, Carlos Mantilla, peluquero quien lo ayuda durante su estancia en El Salto, además del Rorro y el Negro, compañeros de celda durante la última parte. Sus andanzas toman lugar en Aguascalientes, Durango, Ciudad Juárez, El Chuco y Guadalajara. En cada uno de estos lugares, descubre cosas diferentes: el amor, el crimen, la marihuana.

Lee aquí el texto

 

Con dejos que recuerdan a la picaresca, El ángel a la orilla del camino es una novela iniciática que no se detiene en la mera anécdota o la acción, sino que cavila, se pregunta y resuelve conforme el viaje transcurre de la mano de nuestro narrador, ávido observador como un Guardián entre el centeno. Ciudad Juárez figura como uno de los lugares donde Ulises pasa alguna temporada; su percepción del lugar hacia los años 60 no se aleja tanto de nuestro día a día: “Juárez es un pueblo triste, feo, sucio, vacío y con un clima de todos los demonios: cuando no se está uno asando, allá por julio y agosto, anda castañeando los dientes de frío o capoteando los ventarrones que chiflan las calles desde noviembre hasta abril”.

La zona roja aparece como un espacio descrito en las páginas del libro: “El refuego, «la vida alegre» está en la calle Mariscal, la única que conozco bien y que recuerdo con agrado de este pueblo rabón”. Ahí también se encontraba el cabaret donde trabajaba Ulises: “Se abría de las cinco de la tarde a las cinco de la mañana”. Otro lugar mencionado es la ESAEH: “Allí me informaron que ahora estaba trabajando en la Escuela de agricultura de lavaplatos”, refiriéndose al Ciego, quien se encontraba muy a gusto entre “estudiantes [que] entraban y salían a la hora que les daba la gana; se iban para Juárez y volvían borrachos; cantaban y bailaban y discutían en los dormitorios hasta muy noche y los maestros, a su vez, no hacían caso de ellos”. Otro de los lugares descritos es el Monumento a Benito Juárez: “Todas las tardes, después de tomarme un helado o un refresco, me venía a sentar en una banca en la parte central del parque, frente a un monumento muy feo de don Benito Juárez”.

La vida nocturna y de “refuego” de la Mariscal se derrumbó; algunas cosas quedan, pero ya no es lo de antes… solo ruinas se conservan de la Escuela Superior de Agricultura Hermanos Escobar. Y la plaza antes tan tupida de árboles, donde se encuentra el Monumento a Benito Juárez, está cubierta en gran parte por cemento, pero sigue funcionando como punto de reunión entre los ciudadanos, quienes encuentran asiento a la sombra y “tiran chal”, además del inmarcesible bazar de cada domingo. A los juarenses nos queda la vida tal y como es, cruenta quizá, pero con aquellas pequeñas grandes cosas: los recuerdos, las fotos y las letras del pasado, no sin dejar de lado la esperanza presente de un futuro mejor. Como dice Ulises Morano: “en Ciudad Juárez pasé momentos muy felices y aprendí mucho de la vida, la vida tal como es y no como la pintan en los libros”; así vamos pasando y aprendiendo. Es necesario no olvidar tampoco aquellas palabras cargadas de filosofía de nuestro viajero narrador: “Queremos borrar todos los recuerdos, olvidar lo que somos y a las personas que queremos u odiamos. Pero es vano porque a donde quiera que vayamos llevamos esta carga de sentimientos, unos tristes y otros alegres”. Aquí, en Ciudad Juárez, estas palabras llegan a los tuétanos.

Crédito de fotografía: Alex Már, 2019

 

Gibrán Lucero

 

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  • Publicado en Escuela Superior de Agricultura Hermanos Escobar, La Mariscal, Monumento a Benito Juárez
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Por un puñado de enanas

miércoles, 20 marzo 2019 por juaritosliterario

En muchos lugares se escribe la Historia: calles, plazas, monumentos y, sobre todo, en los límites de las ciudades o en los confines de los países. Cierto es que también se plasma en los libros de historia. Y parece que aquí –para el gusto de unos y el enfado de otros– se encuentra más vulnerable; incluso pierde la mayúscula. Ignacio Solares, nacido en esta frontera el 15 de enero de 1945 es, además de narrador, dramaturgo. En 1996 publica Columbus, donde reescribe la Historia desde el terreno de la ficción. Esta novela narra la invasión de Francisco Villa a Estados Unidos en 1916. Osadía a la que solamente se habían atrevido los ingleses, poco más de cien años antes. Luis Treviño cumple la función de narrador. A través de su diálogo, atiborrado de recuerdos y bebidas alcohólicas, conocemos, no solo los pormenores del ataque a Columbus, sino también detalles biográficos, como su intento de vocación religiosa en el seminario jesuita, su empleo en el hotel Versalles y un prostíbulo (¿en dónde más?) en Ciudad Juárez. Donde la Historia registra burdeles fronterizos visitados por norteamericanos, Solares agrega un detalle particular: “Se habían puesto de moda entre los gringos las enanas”. Cuando la Historia traza en el imaginario colectivo el perfil del Centauro del Norte, Columbus nos cuenta cómo Luis Treviño se disculpa con Villa por haberlo visto haciendo del baño, entre matorrales.

172 Solares - Columbus.png

Lee aquí la novela

Recién llegado de Chihuahua, Luis Treviño, comienza su vida laboral en un hotel de Juárez, otro lugar prototípico de la ciudad de paso. Complementa este trabajo con otro más, casi del mismo giro, durante los fines de semana, ubicado en la zona roja: “El burdel se conocía como el del Chino Ruelas en la Dieciséis, pero en realidad no estaba en la Dieciséis sino unas cuadras más adentro, en la Mariscal”. Las polkas norteñas, el humo del cigarro, la pianola o el fonógrafo, las bebidas y las sexoservidoras de corta estatura eran los ingredientes que hacían de aquel prostíbulo un lugar neutro entre diversos grupos, normalmente enfrentados a muerte. “Luego empezaban a llegar los clientes, en su mayoría gringos, aunque había de todo: villistas, carrancistas, colorados, pelones, campesinos, policías, comerciantes o estudiantes que convivían pacíficamente”. Conforme avanza su relato, el viejo Treviño va cayendo en el vicio que muchos juarenses practicamos (unos desde el recuerdo nítido y otros a partir de la imaginación) de recordar a una frontera que fue mucho mejor: “Aquel Juaritos sí que era entrañable, aunque te doliera en el alma verlo en manos de los gringos. Por eso lo empezaron a llamar La Babilonia pocha o el dump de los norteamericanos”.

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Además de los placeres ofrecidos en aquellos locales, a los que hay que sumar las casuchas de la calle Cobre, la ciudad ostenta en la novela otros atractivos para los norteamericanos: “corridas de toros con Gaona y Silveti, carreras de caballos estupendas, peleas de gallos a todas horas, casinos de juego.” Un Juárez que también se vende como escenario de la gresca civil: “La revolución también les divertía y les parecía folclórica… Los paseños se amontonaban en las riberas del Río Bravo para observar las batallas lo más cerca posible, aun con riesgo de su propia vida porque nunca faltaba una bala perdida que llegaba por ahí… una compañía de bienes raíces de El Paso promocionaba sus terrenos en venta como fuera de la zona de peligro y al mismo tiempo con una excelente vista del Juárez revolucionario”. ¿Y qué hacían nuestros paisanos? “De manera semejante, y aún con mayor riesgo, los juarenses nos congregábamos en las colinas del lado oeste de la ciudad, especialmente en un cerro que nos resultaba una atalaya ideal. Hasta niños y comida llevaban, como a un picnic.”

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Lejos del Juárez mítico y dorado de muchas décadas, la ciudad no ha podido recuperar su fama, aunque se ha hecho de otra… la Mariscal tampoco supo sobrevivir para perpetuar el oficio más antiguo del mundo. “Si me dejo llevar por el recuerdo, hasta la luz que veo es otra, totalmente otra, como depositándose más suavemente en la tierra y en el cielo”. Quizá hoy pasemos por ahí, no sin recordar ese pasado de fiestas y algarabía; pero, sobre todo, resulta imposible trazar ese recorrido sin pensar en el presente que vivimos. La imagen que plasmó Ignacio Solares de la Mariscal y sus cercanías hacia principios del siglo XX aún goza de cierta vigencia en la memoria colectiva de nuestro año, cosa que no sabemos si cambiará en algunas décadas. La tregua de la interminable noche juarense quién sabe a dónde se habrá ido; tal vez se regresó para la 16 de septiembre, como en un principio estaba el lugar del Chino Ruelas, o quizá se mudó de coordenada.

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Gibrán Lucero

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  • Publicado en 16 de Septiembre, Cantina, Frontera, Hotel, La Mariscal
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Desnudista de una sola pierna

domingo, 09 diciembre 2018 por juaritosliterario

El riesgo de cualquier antología que cite a más de una decena de voces recae siempre en la disparidad de escrituras, en el compromiso y tiempo que cada implicado haya tenido para fijar su voz y adecuarla a la del resto. Asumido este riesgo –incluso dando por hecho la imposibilidad de sortearlo– el examen de este tipo de creaciones colectivas se dirige a la línea temática, capaz de convocar, conjugar miradas y alojar notas de disidencia sin romper una lectura orgánica. En estas líneas me detengo en la antología Querido: homenaje a Juan Gabriel, publicada bajo el sello editorial Mantarraya en junio de 2010, es decir, cuando el Divo de Juárez aún cantaba entre nosotros. La idea original del libro y la selección de textos corrió a cargo de Luis Felipe Fabre, Inti García Santamaría y Karen Plata; mientras que la edición, del promotor cultural Antonio Calera-Grobet. Veintidós poetas rinden homenaje, no siempre en verso, a la figura y trayectoria del ídolo y cantautor.

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Lee aquí la antología

El poeta Fabre confiesa que “una tertulia y una rocola detonaron este proyecto editorial”, entendido como “un acto de justicia” que presume el objetivo de “difuminar las fronteras entre el espectáculo y la poesía; entre el arte y el diálogo culto”. La Academia Sueca, encargada de otorgar el Premio Nobel de Literatura, ya lo demostró hace un par de años con la nominación de Bob Dylan, quien también le ha cantado a esta frontera. En Querido: homenaje a Juan Gabriel, los textos incorporan el título de las canciones del Divo, desde sus grandes hits hasta otras menos sonadas: “El Noa Noa” de Dolores Dorantes, “El corazón del norte (Querida)”, “He venido a pedirte perdón” de Ulises Nazareno, “F word. Balada rítmica (La frontera)” de Julián Herbert, “Si quieres” de Ofelia Pérez-Sepúlveda, “Glamour eterno (Amor eterno)”, entre otros temas. Por mi parte, destaco y recomiendo cinco o seis composiciones –no más–, justo las que acabo de nombrar, así como el “Postfacio” de Erik Castillo, quien indaga en la figura del homenajeado, dejando de lado “el tesoro de la pura reivindicación de lo marginal… o el gesto ejemplar que nos hereda quien sí pudo compensar los estigmas existenciales y sociales”. El tributo se centra en la catarsis prodigada por el canto que cimbra los lugares interiores. Tal efecto se desborda “desde el inconsciente canción tras canción al abrigo de la versificación directa, urgida y, cuando más perfecta, devastadora”.

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“Juan Gabriel se llama una estrella, me lo dijo mi madre / JG es una estrella escrita por una máquina que escribe estrellas” (Yaxkin Melchy). Fue en quien primero pensamos al momento de diseñar nuestra última caminata, Luminarias. Aunque detrás de una celebridad existe una producción cultural respaldada por potentes medios de comunicación que promueven la figura/estilo/voz de una individualidad, para que el artista alcance la aceptación popular más allá de una coordenada específica debe existir una incidencia social, así como una emotividad que impacte de lleno en el sentir de las personas. Diversas lecturas y apropiaciones giran en torno a la entrañable efigie del Divo de Juárez, desde las que culminan con la publicación de una antología poética hasta el repentino nombramiento de la Gran Plaza Juan Gabriel, inaugurada a finales de septiembre del 2016, a tan solo un mes del sensible fallecimiento. La rehabilitación de la calle Mariscal, frente al Gimnasio Neri Santos, a un costado del Museo de Tin Tán, incluyó la pavimentación de arterias aledañas, murales monumentales, iluminación, juegos infantiles, cruces peatonales, sombras y bancas para pasar el rato, así como una desafortunada escultura en bronce del hijo predilecto de la ciudad. A pesar de que el día de la ruta tuvimos que realizar la parada unos metros más adelante debido al concierto de una banda local liderada por una joven cantante, nos da gusto que la reactivación de la plaza incluya la expresión musical.

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Urani Montiel

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Vestigios del esplendor

lunes, 03 diciembre 2018 por juaritosliterario

Gracias a su posición geográfica y a las consecuencias de la segunda guerra mundial, Ciudad Juárez se convirtió en la meca de la vida nocturna de los años posteriores al medio siglo. La llamada época de oro recuperó la famosa leyenda negra característica de la frontera. Varios espacios dan cuenta de ello. La Fiesta, uno de los más importantes y del cual todavía tenemos sus vestigios –ya en plena recuperación–, guarda en sus muros el esplendor –real o imaginado– de lo que un día fue la frontera, así como un sinfín de memorias que posicionan al edificio como el espacio más elegante y fantástico que tuvo la ciudad en el último siglo. En La Fiesta: recuerdos de una alegre y luminosa Ciudad Juárez del siglo XX, por ejemplo, el escritor y periodista Emilio Gutiérrez de Alba, a lo largo del prólogo, 77 secciones y un epílogo recrea a detalle y con un tono bastante nostálgico todos los pasajes y personajes que gestaron, elevaron y, finalmente, terminaron con la vida de este emblemático lugar.

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Lee aquí una parte del texto

El 9 de octubre de 1954, cuenta Gutiérrez de Alba, “en medio del resplandor de anuncios con luces de neón… La Fiesta brillaba como un faro”. Era el día de su inauguración. Tras más de 4 años de iniciar su construcción, los hermanos Efrén y Mariano Valle –propietarios del inmueble, así como también del Guadalajara de Noche– abrieron las puertas de su lujoso teatro y cabaret, el cual se caracterizaba por ofrecer espectáculos con estrellas de gran renombre internacional, solo comparables a los shows de las Vegas. La réplica del calendario azteca y el apremiante sonido de las campanas que presidia cada función, atestiguaron el paso del Kingston Trio, Los Churumbeles de España, el famoso quinteto los Vagabundos, Frank Sinatra, Earl Grant, Don Cornell, Linda Darnell, el saxofonista Rar Rodríguez, Luisito Rey, María Félix, Reina Vélez y David de Montecarlo, entre muchos otros grupos y artistas. En cuanto a la construcción y el diseño, fue el ingeniero zacatecano Manuel Cardona el responsable de ejecutar en una obra colosal la idea de los hermanos Valle. El trabajo de los acabados de cantera estuvo a cargo de Jacinto “El bizco Chinto” Castro, quien también había trabajado en el Cine Victoria. Por su parte, Pablo Montalvo se encargó del trabajo de pintura y acabado de la estructura. Resaltan en el diseño del edificio, además del calendario mencionado, una fuente tallada que replica la localizada en el Palacio del Conde Santiago de Calimaya, lo pilares estilo barroco, los azulejos de talavera española de las escaleras, la réplica de la entrada de la Real y Pontificia Universidad de México, las ventanas con remate de cantera, y tres relieves que muestran la evolución del Zócalo capitalino y al mismo tiempo tres años imprescindibles de la historia nacional: 1519 por la conquista española; 1810, año en que inició la Independencia; y 1954, fecha en que se inauguró La Fiesta. Tanto así era el orgullo que los propietarios y visitantes sentían por el lugar.

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Por desgracia, La Fiesta cerró sus puertas en 1974. La razón, según cuenta la esposa de Mariano Valle, radicó en los problemas que empezaron a tener con las autoridades, las excesivas multas que pedían y la caza incesante a los asistentes. El turismo extranjero comenzó a disminuir notablemente y, junto al él, los recursos económicos, lo cual provocó tensión con los sindicados de meseros y de músicos. “El negocio ya no daba para nada… Aquel gobierno corrupto aceleró el fin de la época de oro de los espectáculos en Ciudad Juárez”, afirmaba la viuda de Valle a Gutiérrez de Alba. Poco tiempo después, el local se rentó como mueblería por más de 30 años, hasta que en el 2008, debido al  Plan Maestro de Desarrollo Urbano del Centro Histórico de Ciudad Juárez, La Fiesta se encontró al borde de la demolición. Gracias a la organización de varios grupos de maestros y civiles, entre ellos el presidido por José Luis Hernández y su página El Juárez de Ayer, se logró salvar el edificio. Hoy es propiedad de Francisco Yepo, dueño de la Nueva Central, cuyo objetivo consiste en remodelarlo, pero conservando el concepto original. El nuevo proyecto implica, según el nuevo dueño, abrir un restaurante-cabaret o salón de eventos “para que, las nuevas generaciones conozcan un poco de la Época dorada de Juárez”. Probablemente suceda en julio del próximo año.

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Los vestigios que aún conservamos de La Fiesta y, sobre todo, el afán de un grupo de personas que se niegan a perder parte de su historia como juarenses y que intentan adecuarla a la época actual, se configuran como elementos imprescindibles (y loables) para mantener una identidad comunitaria. En lo personal, agradezco la oportunidad de poder compartir y comparar con mi padre la experiencia de pisar aquellos lugares que hace bastantes años fueron testigos de su juventud y alegría. Los recuerdos de quienes vivieron la época de oro fronteriza, transmitidos de forma oral o puestos en papel, como el caso de Gutiérrez de Alba, nos ayudan a recrear un tiempo pasado lleno de gloria, pero también a imaginar un futuro igual o mejor.

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Amalia Rodríguez

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Juárez fantástico

lunes, 17 septiembre 2018 por juaritosliterario

Nacido en León, Guanajuato, Eduardo Antonio Parra es un autor mexicano mayormente conocido por sus cuentos, muchos de los cuales han sido publicados como colaboraciones en antologías. Lo relevante sobre su escritura, al menos para mí porque fue la manera en que lo descubrí, llegó en el año del 2000 cuando ganó el Premio Internacional de cuento Juan Rulfo con Nadie los vio salir. Dicho relato (o noveleta) trata sobre una sexoservidora durante una noche de trabajo cualquiera, o eso parece. La narración nos adentra en “los barrios bajos” de nuestra ciudad, mientras nos describe un día cualquiera dentro de una cantina donde el amor se vende barato. Su tema, en general, puede aparentemente ser eso mismo, lo que me llevó en un primer momento a encasillarla como una novelle cercana al thriller, pero lo cierto es que, conforme se desarrolla la trama, uno se da cuenta que pertenece por completo al género fantástico. Como lo leen, ¡fantástico! ¿Quién decía que Ciudad Juárez no podía contener algo sobrenatural? Pues Eduardo Antonio Parra lo recrea con diferentes imágenes cotidianas para los fronterizos, con esos sitios emblemáticos de los que todos hablan pero que pocos se atreven a visitar. Así, de la mano de esta prostituta cuyo nombre jamás queda claro, conocemos el bajo mundo de los congales juarenses.

157 Parra Nadie los vio

Lee aquí el relato

Si bien algunos aspectos mencionados por la narradora pueden ocurrir en cualquier ciudad, su parecido con la imagen de Juárez vuelve casi imposible que se trate de una simple coincidencia. El lector puede imaginar fácilmente, por ejemplo, a los trabajadores de las maquilas saliendo en tropel hacia los camiones que los llevarán a sus casas un viernes por la tarde, a pocas horas de que se oculte el sol ardiente sobre sus cabezas. No se necesita avanzar demasiado para vislumbrar el panorama. Unas cuantas páginas son suficientes para plasmar el entorno aludido: ese congal, una cantina de mala muerte con humos espesos de cigarros extintos y olor a cerveza rancia por el paso de los días. Parra no menciona, en ningún momento, el sitio concreto, pero todo aquel que conoció o escuchó algo sobre la Mariscal, tiene una idea de cómo era el interior. El establecimiento en el que la protagonista y sus conocidos se encuentran puede ser cualquier bar o cantina; por ello, los personajes y sus diálogos se vuelven fundamentales, pues son el factor que da el “efecto Juárez” a la noveleta.

157 Diana Ginez Bikinis

Al releer el libro (en un viaje hacia el Centro), me vi en la necesidad de regresar a la calle, pues aunque no se mencione de forma textual, la imagen descrita por Parra posee ese aire misterioso y lleno de morbo que provocaba en el instinto materno alejar rápidamente a sus hijos de la zona y así evitar que hicieran contacto visual con quienes ahí laboraban. Lo que queda de la antigua Mariscal aún resalta por sus paredes gastadas que encierran humos y secretos, y contiene esa magia que Nadie los vio salir muestra. Todavía en la Juárez resulta sencillo ver a un par de extraños, unos “gringos”, entrar y salir por las mórbidas puertas en busca de diversión momentánea y cervezas baratas. El ambiente es el mismo pese a que los años han pasado. Sin importar las reestructuraciones que el gobierno haga a la zona, siempre estará poblada de cantinas, bares y calles en las que tropezamos al mínimo descuido. Este espacio, el cual se ha configurado como un emblema de la ciudad, no dejará en ningún momento de ser parte de nuestras vidas, de los recuerdos que tenemos del centro histórico, y de ese imaginario que, sobre todo en autores foráneos, continúa permeando la idea de un Juárez fantástico.

Zaira Selene Montes Guzmán

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Ciudad menor

miércoles, 02 agosto 2017 por juaritosliterario

Blas García Flores es gestor cultural y escritor “born and raised” en Ciudad Juárez; su participación en la antología preparada por Antonio Moreno no es incidental, pues la urbe fronteriza sirve de escenario y personaje recurrente en su obra literaria, como en Carta del apóstol san Blas a los parralenses (2010), cuentario que incluye una versión del texto que aquí me ocupa. Supongo que su producción que no ha pasado por la imprenta se comparte y tallerea en el Colectivo Zurdo Mendieta. En la crónica ficcional “La ciudad chicle y sus héroes menores”, el paseante y trota-calle construye en una caminata por el centro, un Juárez que en los 80’s aún no estaba bajo el estigma de la violencia, y si lo estaba, el niño que toma la mano de su madre mientras van “por la calle Hidalgo, hacia la escuela Jesús Urueta” lo ignora o no le importa. Justamente esa es la premisa de la compilación: dar cuenta de el “avistamiento determinado por referentes y referencias personales o inmediatos… en el que muchos lectores verán la celebración de un Juárez en flagrante contradicción con la Nota Roja”.

110 Primaria Jesus Urueta

Para hablar de la ciudad, el narrador-personaje primero dibuja a la gente que la habita, que puebla las zonas más sombrías, y a quienes (al no ser funcionales para el sistema) son minimizados en una urbe que tiene su propio itinerario y donde lo que el autor llama “héroes menores” no tiene cabida.  Estas figuras no se acercan a Agamenón de Troya, ni a James Bond en Londres o Batman en Ciudad Gótica, y pareciera que esta desdeñada y empequeñecida ciudad está condenada al héroe del abandono, al de “la fuerza mínima”, al amputado, al ignorado y al que se “mea encima como chico” (así, igual a lo que ya decía Fito Páez en “Al lado del camino”).

50 Moreno - Road1

Lee aquí la crónica

El primer héroe, Duraflex, es el centinela que vigila los bancos del centro, las materias primas, la esquina entre Mariscal y Morelos y la Plaza de Armas y que, “mientras observaba el piso buscando como halcón, repasaba mentalmente las melodías del programa del día” y así prepara su espectáculo. Pareciera que el infante es el único testigo de la batalla que libra este héroe menor y que tiene como némesis al Cine Reforma pues, como dice el personaje “nunca le dejan entrar”. Este recinto, frontera para el Duraflex, ha mutado en los recuerdos de los niños como el que narra la misma crónica. En Juárez, quienes iban a la escuela en el centro reconstruyen el espacio de los cines Reforma, Premier, Coliseo y Alameda, ahora convertidos en escombros y de los que se dice con nostalgia, eran un lugar donde se veían dos películas el mismo día por el precio de una (matiné), donde el sabor de las palomitas se mezclaba con el de los chocolates derretidos por el calor, y las películas tenían un intermedio para que los proyeccionistas pudieran cambiar los rollos. Otras veces, el recuerdo es un chiste, pues en el mismo lugar que por las tardes era para familias, en las noches proyectaba películas queer y pornografía para adultos.110 Cine reforma

El segundo héroe menor, Guanayudita, es el Caronte que vigila la calle Guerrero (el nombre es pura coincidencia) y que por una módica cantidad (en dólares, obviamente) permitía a los “gringochos” de El Paso y Las Cruces pasear frente a la iglesia donde tenía permiso de la máxima autoridad moral, es decir el Sacristán, para mendigar. Acostumbrado a beber caguamas y bailar con las mujeres en cantinas, Guanayudita también se convierte en todos los hombres del centro que, como él, pagan de 5 a 10 pesos por un baile con las ficheras, que seleccionan en las rockolas canciones de Juan Gabriel y que se orinan o desmayan en las calles del centro por la fatiga, el calor y la cerveza. La Misión de Guadalupe, la Plaza de Armas y la Catedral no podrían ser retratadas por otro que no recordara a la imagen de Diego Rivera. Situado bajo los arcos de la Plaza de Armas, el pintor reflejaba los únicos lugares que estaban en paz en una ciudad llena de ruido y estruendo, donde la avenencia le es dada solo a los fieles y quienes compran las pinturas de quien no usa sus manos para trabajar. El Pintor es el héroe extinto pues ya no hay nadie para pintar estos lugares, tampoco hay quien se detenga y los observe.110 Plaza Misión

La tesis que presenta Blas García es que cualquiera puede tener rostro de héroe y formar una resistencia hacia la urbanización que devora a quien no puede detenerse a observar el detalle en el paisaje. Estos hombres comunes y corrientes se quedan cortos y no alcanzan a ser los héroes anunciados pues no logran sobrevivir a Juárez y tampoco son capaces de salvar nada, ni siquiera a ellos mismos. Aun con la “benevolencia de niño” que se presume, los vicios y manchas de la sociedad penetraron la figura de estos personajes que fracasan en el intento que tenemos todos de rescatar lo positivo (o lo menos malo). Aun así, saltan varias preguntas: ¿Dónde está el antihéroe? ¿Qué es lo que Duraflex, Guanayudita y el Pintor rescatan entre la basura de las ligas, los dólares y las acuarelas? ¿Qué héroes mayores los retratan y a qué carencia ciudadana responden?

Fernanda Avendaño

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Magia al neón de la medianoche

martes, 25 abril 2017 por juaritosliterario

I. Imagino que todos tenemos una anécdota de magos relacionada con los bares. Yo tengo una que sucedió hace unos cinco años aquí en El Open. Mi mejor amigo tocaba la batería en Tetas Lazzer y nos invitó a un toquín. Era la primera vez que errábamos por el centro. Tardamos cerca de una hora en encontrar el bar. Primer acto de magia: A veces los espacios se mueven o desaparecen y se ocultan también. Una vez ahí, sin dinero, pero con muchas ganas de escuchar a las bandas, nos abandonamos a la noche. Segundo acto de magia: Hace aparición un hombre borracho a más no poder. Alegre, se encargaba de aplaudir y elogiar a los guitarristas de cada una de las bandas que tocaban aquella vez y cuyo nombre no puedo recordar. Tercer acto de magia: Seducido por su éxtasis alcohólico, el hombre empieza a pichar las caguamas. Aquella noche en El Open solo dos personas terminaron sobrios: el baterista amigo y tal vez el cantinero, quien fue cómplice del último acto de magia. Nadie supo quién rayos era ese feliz borracho, ni cuándo se fue ni hacia dónde en esa velada por la Juárez. Tampoco supimos si pagó la cuenta.

95 Open

II. El escritor Enrique Cortazar participa en Road to Ciudad Juárez, un libro de crónicas del que en Juaritos Literario ya se ha escrito. Destacan en este conjunto los temas vinculados al recuerdo y, pese a que uno de los objetivos era ofrecer crónicas en las que la violencia no se tratara, lo cierto es que en varios de los textos esta protagoniza o se entromete en las palabras del escritor. Hecho que sucede en la primera parte de “Sucedió en un baldío” donde un cholito “filerea” a un sujeto que le hacía bullying años atrás para luego enterrarlo en un lote abandonado.

50 Moreno - Road1

Lee aquí la crónica

Quisiera, sin embargo, enfocar este texto en “Nada por aquí, nada por allá (Bar Virginia’s, por la Mariscal)” segunda historia de la crónica. Cortazar describe aquí la figura de un cantinero, don Lalo, experto en desaparecer y aparecer cosas. La destreza con la que ejecutaba sus actos de magia hizo del cantinero una de las principales atracciones de la cantina para ebrios nihilistas. Porque don Lalo, además, conocía desde el silencio más sabio las historias personales de la gente que acudía al bar a embriagarse. Ahí el vato vaguillo que nada más daba el rol por la ciudad, el hombre que se casó sin saber ni cómo, pobrecito, el otro casado que nomás no se aliviana, otro que da el rol pero no rola el chivo, chinga’o, aquel cabrón que golpea a su mujer por puros celos y sigue pistiando, imaginando fantasmas, el que se pone bien locote y ya anda viendo a los elefantes rosas de la película de Dumbo, cuánto trauma de la niñez. Finalmente, el que llega y grita: “¡Don Lalo! Aparézcame a mi vieja que hace tres días que me dejó”.

95 Virginias

Hoy don Lalo y el bar han desaparecido. Desafortunadamente no por medio de un acto de magia. El Virginia’s estaba en la calle Santos Degollado, esquina con El Begonias, sobre la legendaria Mariscal. Ya conocemos esa historia. El gobierno decidió demoler la zona en un intento desesperado por contrarrestar la prostitución y el narcomenudeo. El Open, quien acogió por un tiempo los restos de El Virginia’s, durante la época de violencia, se cambió de lugar a la avenida Juárez, donde hoy sigue recibiendo a dioses del alcohol y guerreros shaolín. Don Lalo realizó su acto último de magia y se fue con la muerte: quién sabe cuántos tragos le habrá servido. Hoy no nos queda sino asumir que en un futuro los bares y espacios que visitamos de forma cotidiana tal vez desaparezcan y conformen este cementerio de cáscaras.

Antonio Rubio

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Julio Cortázar, casi esquina con la Mejía

miércoles, 01 marzo 2017 por juaritosliterario

El Mago Septién afirmaba que “el boxeo es toda la vida retacada en apenas tres minutos”. Una nota en La Jornada de julio del 2009, uno de los años más violentos en Juárez, daba noticia de que el campeón mundial de boxeo, el Mantequilla Nápoles, residía en esta frontera y que tenía un gimnasio en la calle Ignacio Mejía, en donde ahí y en los alrededores empezaban a escasear los jóvenes. En esa misma entrevista el púgil comentaba con dejo de nostalgia: “Yo ya no existo… Yo ya no soy nadie”. Ese reportaje se convirtió en hallazgo ante los ojos del director y dramaturgo Jorge A. Vargas, quien fue armando un proyecto colectivo para que su compañía de teatro, Línea de Sombra, vinera a la ciudad a documentar el destino y el estado del atleta cubano, desde la perspectiva del hombre que era en ese entonces porque sólo desde el ahora es posible construir la historia. Esa búsqueda encaminada hacia un viejo boxeador dio un viraje y se dirigió, de forma introspectiva, hacia cada uno de los actores, quienes hicieron una residencia en Juárez.

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Baños Roma from Teatro Linea de Sombra on Vimeo.

El Mantequilla Nápoles llegó a la capital mexicana a sus 21 años y se hospedó cerca de Salto del Agua en un antiguo Hotel, el Virreyes. Hay críticos deportivos que rankean a la “pantera negra” entre los 10 mejores de toda la historia. Para sus vecinos de la Costa Rica, él es el número uno. Tras vapulear a Curtis Coke en junio de 1969, y obtener el título mundial en peso welter, el presidente Gustavo Díaz Ordaz lo felicitó y le dijo que pidiera lo que quisiera. Y el Mantequilla obtuvo su mayor anhelo: la nacionalidad mexicana, con lo se ganó la fama y el aprecio popular mucho más allá del ring. Incluso grabó La venganza de la Llorona, junto a El enmascarado de plata. El boxeador vino a Ciudad Juárez invitado por el Canal 44 para entrenar a la Cobra Soto, un peleador local, y decidió quedarse. Le gusta tomarse fotos y fumar puros con todo y el celofán (según los actores).

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Hace más de 40 años, en 1974, el cubano enfrentó al argentino Carlos Monzón en París. A ese encuentro, en donde el Mantequilla Nápoles perdió el desafío por el campeonato mundial de pesos medios, asistieron famosas figuras, amantes del boxeo, como los actores Alain Delon (quien además montó el espectáculo en su calidad de promotor) y la despampanante Brigitte Bardot. Pero hubo otro espectador al filo de su butaca, un escritor compatriota del vencedor, Julio Cortazar, quien nos relata la pelea en “La noche de Mantequilla” (publicado en Alguien que anda por ahí, libro prohibido durante la dictadura argentina hacia finales de los 70’s). El cuento, alabado por Gabriel García Márquez, utiliza las gradas como un punto seguro para que dos mafiosos argentinos intercambien un maletín lleno de dinero sin llamar la atención. Uno de ellos, Estévez, no puede evitar ver la pelea y entusiasmarse por la victoria de Monzón. Pero el otro, extrañamente, le iba al Mantequilla. Algo andaba mal. La operación falló. Estévez entregó el dinero a un policía encubierto y tendrá que pagar. Un ajuste de cuentas… Julio Cortázar… París… Ciudad Juárez… Baños Roma… el excampeón.

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Lee aquí el cuento

El proyecto teatral de Línea de Sombra consistió en documentarse, en intercambiar palabras alrededor de las calles del gimnasio, remodelar el inmueble, entrevistarse con los allegados del entrenador (como con su esposa, Berta) y acercarse a la experiencia del mundo del boxeo. Para los promotores del deporte, el que usa los guantes es solo la masa corporal y de ahí la importancia a la ceremonia del pesaje. Todo su gramaje se vuelve patente al acercarse violento a la lona. En este “espectáculo del desplome” la carrera (o más bien, la caída) del boxeador inicia desde el primer round y hasta su retiro, siempre pegado contra las cuerdas. Como si la vida fuera, opina mi amigo Marlon Martínez, “un constante pleito contra un contrincante del que se conoce apenas su peso pero no sus fortalezas ni debilidades y mucho menos la sospecha de una dimensión humana detrás”.

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El espectáculo multimedia de Jorge A. Vargas también escenifica la experiencia de la compañía durante su residencia en Juárez: noches de bares por la Guerrero y la Juárez, experiencias personales y uno que otro incidente con la policía. El montaje reflexiona sobre el fenómeno ocurrido en la Mariscal: su derrumbe sin rehabilitación, un proyecto urbano trazado, como lo hace una actriz, con las patas. Con la pérdida del espacio público, con las banquetas desoladas, varias cantinas fueron cerrando y la música fue paulatinamente perdiendo su volumen. Los habitantes se guardaban el saludo, evitaban las calles y trasladaron la fiesta a sus casas, de lleno hacia lo privado, “pero en el espacio íntimo floreció el canto”. Prueba de ello es el karaoke, tan de moda en este norte, como también lo es el teatro que no ha bajado la guardia ni el telón. El mejor testigo fue el montaje de Baños Roma que aplaudí en el Teatro experimental Octavio Trías en el 2013. Hay un sinfín de contrafuerzas, como la de quienes en esta esquina hacen su propia lucha.

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Urani Montiel

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Callejón Sucre: memoria

sábado, 07 enero 2017 por juaritosliterario

Las ciudades, las personas, los objetos, aquello que al cabo del tiempo ha cambiado y solamente existe en la memoria toman un cariz mítico a través del relato. Las calles por las que alguna vez deambulamos y ya no están, callejones de “bares arracimados”; los objetos cuya función práctica se fundía con la función primordial de ser recipiente de nuestro imaginario, y que los anexaba a la imagen de uno mismo, son ahora cosas antiguas, sin funcionalidad; “la imagen oculta del antiguo animador de un cabaret de segunda”, recuerdos, personajes que se han desvanecido. Ya no suelo caminar por “la Juárez” en busca de los talabarteros que lo mismo reparaban mis equipales que vendían chaquetas estilo tamaulipeco; la última vez que por allí estuve ya no existían. Lo mismo ocurrió cuando pretendí emular al personaje del cuento de Rosario Sanmiguel y pedí al taxista: “yo me bajo en el callejón Sucre, frente a la puerta del Monalisa”.

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En un relato corto y magistral, “Callejón Sucre” logra adentrarnos en un Juárez que en una elisión del tiempo ha pasado al orden de lo mítico, pero que como presencia auténtica, real, los privilegiados por la edad podemos evocar. En contradicción a las exigencias del cálculo funcional que rige la vida contemporánea, descubrimos en el cuento de Sanmiguel un paliativo a nuestros deseos de nostalgia y quizá de evasión, de supervivencia, de referencia al pasado. El narrador-personaje nos enfrenta a la dualidad vida/muerte en una ciudad donde el tiempo se mide por el ciclo nocturno: LA NOCHE NO PROGRESA, “entonces me tiendo a esperar que transcurra otra noche”. La muerte, siempre en vela junto con Lucía y nuestro protagonista, es la única que conoce el momento del desenlace. Un hospital frío, deshumanizado, indiferente al dolor, se contrapone a una Avenida Juárez “colmada de bullicio, de vendedores de cigarrillos en las esquinas, de automóviles afuera de las discotecas, de trasnochadores”. Las imágenes de Lucía danzarina (“veo sus finos pies, sus tobillos esbeltos”) y Lucía moribunda (“Recuerdo las sondas, sueros y drenes que invaden su cuerpo”) exacerban la tensión del relato.

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Lee aquí el cuentario

Quizá la empatía por este texto se deba a mi experiencia médica en el Hospital General donde trabajé como cirujana maxilofacial por muchos años. Salas de espera con viejos sofás donde los familiares trataban de descansar, atentos a cualquier información. Jovencitas golpeadas durante riñas en los bares donde trabajaban, abusadas física y psicológicamente. Noches largas, muy largas. Conocí el Callejón Sucre en alguna de mis caminatas por la Avenida Juárez. Hueco más que callejón, a la luz del día lucía ruinoso y destartalado. El hospital General ha evolucionado para bien de sus pacientes; la Avenida Juárez se ha adecuado a la modernidad y su conceptualización práctica. De este modo, como afirmaba Paul Ricoeur, nuestra narración se eleva a condición identificadora de la existencia temporal que la ficción re-figura: ciudad que transcurre por las noches, “horas atascadas entre paredes limpias y umbrías”, calles de anuncios luminosos que invitan a entrar en lugares “de poca luz y de ambiente sofocado por el humo”, atmósfera mitificada por el texto y la memoria.

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Nuestro protagonista, de regreso al hospital, percibe en su desasosiego cómo “los árboles se juntan en una larga sombra, epidermis de la noche” Yo, ha mucho tiempo que no deambulo por la ciudad, despacio y sin prisa, como antaño.

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Laura Jiménez Zepeda

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Re-significación del espacio urbano: ires y venires de la Mariscal

miércoles, 30 noviembre 2016 por juaritosliterario

¿Qué significa andar por Ciudad Juárez? ¿Cómo se ve y se vive la ciudad? Uno de los cometidos principales de nuestro blog es que cada autor se ocupe, sí, de los espacios de ficción y sus equivalentes reales pero también de su experiencia al recorrerlos. Juaritos Literario incluye, entonces, a distintos actores de acuerdo a la apropiación y arraigo sobre el ambiente citadino que pretendemos promover: autores que plasmaron en un texto literario sus vivencias y memorias respecto a un lugar determinado; lectores –en sí cualquier ciudadano– que se acercan a estas lecturas y a partir de ellas, así como de sus propios recuerdos y experiencias, redefinen su imagen de la ciudad; y, por último, los blogueros, quienes asumimos la responsabilidad de resaltar la relación entre el aspecto literario y el urbanístico, sin olvidar que también formamos parte del mismo hábitat. De esta manera iremos abonando respuestas a las preguntas iniciales.

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Ahora bien, ante la pregunta, ¿qué hacer –en el caso concreto de nuestro proyecto– con los lugares que ya no existen pero que perviven en el imaginario colectivo a través de distintas narraciones e historias sobre ellos?, la respuesta la encuentro un tanto sencilla y, por lo mismo, quizá incompleta. Los mismos textos literarios nos dicen cómo eran estos espacios antes, cómo eran vistos, configurados y representados por aquellos que los habitaron (en ocasiones también ayuda la memoria fotográfica). Callejón Sucre (para Rosario Sanmiguel), por ejemplo, el bar Panamá (Paraguay en Páez Varela), el Virginia’s (según Enrique Cortazar) o la antigua calle Ignacio Mariscal tuvieron un significado para quienes los vivieron o transitaron cuando existían. Los autores que los plasmaron en sus obras dan cuenta de lo anterior. Pero ¿qué significan actualmente para una como lectora y caminante de esas calles que han cambiado o desaparecido?

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El auge de las avenidas Ignacio Mariscal y Benito Juárez surgió durante la época del prohibicionismo en Estados Unidos: la conocida “leyenda negra” de las ciudades fronterizas. Sin embargo, los bares, cantinas, casas de juego y prostitución localizados en las calles mencionadas comenzaron a decaer con el crecimiento y constante policentralización de la ciudad, es decir, con el inicio del PRONAF y posteriormente del PIF. La solución que las autoridades encontraron para remedira esto fue un programa de revitalización del centro histórico que comprendía la compra y demolición de cuadras enteras de dicha zona. Hace varios meses, cuando aún no comenzaba la construcción de la Gran Plaza Juan Gabriel, pero sí se había derrumbado todo lo que había en la Mariscal, califiqué al Plan Maestro de Desarrollo Urbano del Centro Histórico de Ciudad Juárez (2014) como un intento fallido por borrar una realidad patente, que solo había hecho de esa calle representativa de nuestro entorno un lugar mucho más solitario y peligroso, simples terrenos vacíos. Al día de hoy –lo descubrí con agrado hace pocas semanas– la visión cambió.

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La reconfiguración de este espacio urbano (llamado Reserva Mariscal) tiene, como todo, sus aspectos negativos y positivos. Graciela Manjarrez y Jaime Bailleres en “Caminar y ver la ciudad”, por ejemplo, afirman que proyectos así, “de intenciones pragmáticas y coyunturales, con intereses comerciales o de mayor rentabilidad económica, modifican tradiciones añejas sin advertir o respetar la apropiación que le dan los lugareños”. La Mariscal actual ya no es la Mariscal; las dinámicas que se daban y surgían ahí cambiaron o se desplazaron a otro lugar. Con la destrucción de todo lo que la conformaba se ha perdido parte de la memoria colectiva y del patrimonio que significaba dicho espacio. Aunque solo fue una parte, ya que la otra queda en las historias, narraciones, poemas, leyendas que puedan contarse sobre esta calle. Sin embargo, creo que para lograr re-imaginar todo lo anterior es necesario, o al menos preferible, transitar por los lugares que ya no son pero que dejaron su huella de alguna manera. “Ver y leer la ciudad como una práctica de visualidad, es una alternativa de expansión del conocimiento para comprender lo que los originarios de un lugar han dejado de observar” (Manjarrez y Bailleres) o les han quitado. Así, la literatura ayuda a comprender el ser, actuar y estar en la ciudad y, al mismo tiempo, le da nuevo sentido a los pasos de la transeúnte. Ahora, cada vez que camino junto a los recientes murales pintados frente a la plaza Juan Gabriel, trato de imaginar en dónde estaba el Callejón Sucre; o cómo funcionaban esos establecimientos en los que cualquier cosa podía pasar y que hasta la fecha siguen siendo una especie de tabú.

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Una de las huellas es el poema de Adriana Martell titulado “De la Mariscal y sus tardes” (2004). En él aún se habla de una “ciudad de locos”, “de ciegos que mascan alcohol en la taberna”, de los “frailes” y “cuerpos heroicos” que visitaban el emblemático paraje. Sin embargo, aquí también se remite a un tiempo anterior, a una añoranza: “una flor de sol que se desliza de sueños / en el momento breve en que su forma de curvas recuerda al pasado / porque de esa calle la ciudad se alimenta de oro”.

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Lee aquí el poema

¿Qué depara el paisaje a la vuelta de la esquina o página? El espacio citadino cambia constantemente; la construcción simbólica y apropiación que se haga de él “se da desde lógicas de interacción, representación, narrativas y prácticas de los individuos” (Salazar Gutiérrez). Por ello es importante no olvidar cómo se vio, vivió y representó la ciudad pero siempre pensando en lo que significa actualmente para nosotros habitar Ciudad Juárez.

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Nota final. Ignacio Mariscal fue un periodista, hombre de política, escritor y poeta nacido en Oaxaca el año de 1829. Participó en el gobierno de Benito Juárez y Porfirio Díaz. En 1882 ocupó la silla No. XVI de la Academia Mexicana de la Lengua. Entre sus escritos literarios se encuentra Poesías (1911), obra póstuma que reúne tantos su lírica como traducciones de otros poetas. Entre estas últimas destaco unos versos de “Godiva”, de Alfred Tennyson: “Que nadie, hasta después del mediodía, / a estar en sitio público se atreva, / ni a verla cuando pase, y que en las casas / se ha de quedar la población entera / en tanto que ella cruce por la calle, / cerradas las ventanas y las puertas”.

Amalia Rodríguez

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