Alí Chumacero y el destierro apacible
La participación de Alí Chumacero (Acaponeta, Nayarit, 1918-Ciudad de México, 2010) en uno de los ambientes culturales más importantes que ha sucedido en la historia nacional solo resulta comparable a la labor de los ingenieros de sonido en la música, los trabajos de escenografía e iluminación en el teatro y los de producción en el cine: un trabajo discreto, pero fundamental. En una entrevista, el poeta define su quehacer “como una constante, como una labor que no ha tenido nunca un día de descanso: de día o de noche, uno vive con el oficio al que uno se dedica”. Fue de los primeros editores de un reciente proyecto editorial que hoy se reconoce mundialmente: el Fondo de Cultura Económica. También es famosa la anécdota de su trabajo sobre Pedro Páramo, en la cual ciertos chismes atribuyen la limpieza del estilo rulfiano al editor riguroso. Ante el asunto, el último siempre desmintió tales comentarios, aunque en algún momento dijo: “Lo que sí le quité fueron las comas, que Rulfo ponía como si le estuviera echando maíz a las gallinas, además de algunos guiones de diálogos que no estaban en su lugar”. Sus reseñas críticas formaron parte de la renovación de la literatura mexicana de mediados de siglo. José Emilio Pacheco escribe que, después de arremeter contra el abuso del enclítico, “nadie volvió a poner nunca atóle, condújole, paróse”. En cuanto a su producción poética, escueta cuanto precisa, publicó solo tres poemarios: Páramo de sueños (1944), Imágenes desterradas (1948) y Palabras en reposo (1956, aumentado diez años después). Poemas desconocidos en un principio, quizá debido a su complejidad, progresivamente la admiración hacia el poeta de Nayarit adquirió fuerza en las generaciones posteriores, culminando su carrera con múltiples galardones y homenajes en todo el país.
Palabras en reposo pareció anunciar, desde el título, el silencio donde se sumergió el poeta: un lenguaje sin movimiento, solitario, en fin, efigie del silencio mismo. Se trata de un poemario ambicioso —en el buen sentido— donde la voz lírica propone conjugar el tiempo del ser y las ciudades modernas, su hastío y ruido, sus veneraciones a las estatuas de ídolos olvidados, sus tendencias suicidas y sus monólogos a la pérdida, con el tiempo de los responsos y la mística, del amor igual a tempestad, de la soledad semejante a un epitafio o a un nombre. Es también una colección de referencias cultas y herméticas, gracias ante todo a un verso respetuoso a los ritmos y métricas tradicionales. Quizá otra de las propuestas de Chumacero fue establecer una dialéctica con los temas explorados por Xavier Villaurrutia en Nostalgia de la muerte (1938), preferentemente hacia la idea del orden de las estatuas, los sueños y el vacío en vinculación simbólica con la muerte del lenguaje, y después con la obra de su amigo Octavio Paz.
Desde el poema introductorio, “El orbe de la danza”, la voz poética establece un tono que prevalecerá en los textos por venir. En un primer acercamiento, resulta interesante que los versos estén compuestos por nueve sílabas, metro sumamente extraño en la tradición lírica, aunque explorado por los modernistas, especialmente Rubén Darío. La imagen recreada es la de un instante: una mujer baila y es contemplada. La belleza y el esfuerzo corporal de la bailarina son representados por los objetos que componen el orbe: mármol que solloza su orden recobrado, río de ceniza que gime. En contraste, hay un “nadie” que no respira, que no piensa, pero que contempla: “sólo / el ondear de las miradas / luce como una cabellera”. Durante la segunda estrofa, se imagina el clímax de la danza, descrito como “cuerpo de acontecer”. Sin embargo, el resultado final expone la enfermedad en aquellos que observaron el instante sublime. El hastío urbano, producto de la incomprensión o de la más profunda muestra de indiferencia. La escena inmediata es una muestra del fracaso de la bailarina y en sí del momento poético: “Muestras de oprobio, en el espacio / dormitan las familias, tristes / como el tahúr aprisionado”. Quizá el final comprenda una sensación algo paradójica: “Bajo la luz, la bailarina / sueña con desaparecer”. Por un lado, el deseo de la bailarina parece una demostración de otro tipo de indiferencia, ahora al desinterés del público ignorante. Por otro, su desaparición representa el fracaso del momento sublime, expuesto en la incomprensión del otro orbe, uno común. Así pues, el sueño con desaparecer tiene dos caras: una irónica y otra avergonzada.
En la obra de Alí Chumacero están depositados diversos hallazgos poéticos que, como tesoros por desenterrar, buscan la complicidad de lectores dispuestos a tomar una pala y llenarse de tierra. Fue precisamente en el bar La Brisa donde Chumacero alguna vez leyó sus versos en Ciudad Juárez, invitado por los miembros de la llamada generación de Nod, un grupo de poetas que empezó a publicar durante mediados de los años 80 y quienes encontraron en su poesía una guía –o profecía– para versar los elementos cotidianos de su urbe. Nunca llegaron a la maestría poética de Palabras en reposo, pero obras como la de Jorge Humberto Chávez o Agustín García contienen referencias inmediatas a los hallazgos expuestos en la obra del creador de “Poema de amorosa raíz”. La calle que lleva su nombre en Ciudad Juárez tiene una disposición geográfica que remite un poco a uno de los subtítulos del libro citado: “Destierro apacible”. Detrás de la avenida Ejército Nacional, la encontramos colindando con la Rafael Arrieta (poeta argentino) y la Ignacio Dávila (historiador), lejos, muy lejos del lugar en donde las calles guardan los nombres de otros poetas mexicanos.
Antonio Rubio Reyes
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Con raíz en la tierra
Si uno merodea por la colonia Cuauhtémoc, sobre todo si la trayectoria es de sur a norte, podrá ubicar, paralela a la Agustín Melgar, la calle dedicada al personaje prehispánico que hoy nos ocupa. De la calle Coyoacán a la David Herrera hay un pequeño trecho dedicado a Nezahualcóyotl, asignado –aparentemente– de la manera más arbitraria posible. En un ejercicio de imaginación que exija reelaborar el trazado urbano a partir de un sistema cronológico o, por lo menos, semántico, estas tres cuadras y media podrían embonar mejor en la colonia Aztecas, donde además se dedican algunos espacios a la conmemoración de la tradición prehispánica a través de murales. La escultora juarense Margarita Gándara, recién fallecida, realizó, como homenaje al emperador poeta, un mural minuciosamente constituido por pedazos de losetas y cemento blanco ubicado en la glorieta de Avenida de los Aztecas y Boulevard Zaragoza. La mítica figura, cuyo nombre significa coyote hambriento, poseía grandes aptitudes en el campo del arte, las letras y la ciencia. Después de hacer frente a la invasión tepaneca encabezada por Tezozómoc, señor de Azcapotzalco, Nezahualcóyotl se dedicó al progreso de su tierra en sentido multidireccional. Además de convertir su ciudad desde el papel de gobernante, su inteligencia y visión supuso una apertura al estudio filosófico del vínculo entre el universo la mortalidad y la divinidad.
Nezahualcóyotl, El coyote hambriento es un libro álbum que relata la vida del emperador desde el momento de su nacimiento hasta que se prepara para morir. Uno de los aspectos interesantes del texto es la propuesta de lectura, ya que se dirige a un público infantil por lo que la estrategia a la que se apuesta tiene que ver con la movilidad: la recopilación de poemas se presenta con distinta disposición, de tal forma que para leer un verso dispuesto en espiral hay que girar el libro o a la pequeña lectora. Además, en la contraportada hay una serie de actividades en las que se procura recoger el conocimiento adquirido durante la lectura. En el plano del contenido, las autoras, Ave Barrera y Estelí Meza, retratan un origen del protagonista que refuerza la imagen que se ha creado sobre él, donde la verosimilitud de sus aptitudes se sustenta en la educación que recibió de sus padres. La habilidad que más se acentúa a lo largo de la obra es la poética; la observación detenida de la vida le permite esbozar profundas reflexiones sobre la naturaleza humana y su condición ante los dioses. Además, da cuenta de los ámbitos a los que como gobernador atendía, como el urbanismo (mediante el relato de la construcción del dique que separaba el agua dulce de la salada en el lago de Texcoco) o la botánica (a través del pasaje sobre el jardín que sembró en el cerro de Tetzcontzinco), siempre con un trasfondo de ansia de inmortalidad.
Sin embargo, el sector donde se encuentra la glorieta dedicada a este gobernante no suele vincularse conscientemente a la tradición prehispánica, puesto que hay elementos inscritos dentro de la cultura popular que tienen más peso y remiten a un solo símbolo: el crimen organizado. Pese a la purga que se encargó de diezmar la colonia Los Aztecas, el negocio del narcotráfico sigue funcionando como un elemento característico de esta problemática. La mayor parte de mi vida la he pasado a unos dos metros de esa zona; en un plano urbano, mi casa se ubica en la Aztecas, aunque geográficamente se encuentre en la otra acera. Además de los nombres y murales que evocan a los antiguos mexicanos, la manera de habitar este espacio en continuidad con la conciencia de la cultura precolombina se ha adaptado a tatuajes, danzas y barrios.
Del mercado del narcotráfico en Chihuahua se ocupan dos organizaciones criminales: el Cártel de Juárez y el de Sinaloa. A su vez, estos se ramifican en ocho subgrupos encargados del narcomenudeo en varias partes de la ciudad, aunque la mayor parte, según las investigaciones de la FGE, se encuentra controlada por las organizaciones Gente Nueva y La Línea y sus pandillas correspondientes: Mexicles y Aztecas. El ingreso de jóvenes al mundo del narco aparece cada vez más normalizado, incluso difundido por series y redes sociales, bajo la promesa de una solución económica inmediata y sencilla. La infravaloración de la vida es uno de los pilares implícitos que sostienen este discurso; ante esto, la cuestión existencialista sobre la trascendencia humana en la tierra atiza diariamente el paisaje urbano juarense para recordarnos que “aunque sea de jade se quiebra, / aunque sea de oro se rompe, / aunque sea plumaje de quetzal se desgarra”.
Laura Sarahí Robledo
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Hermanos Escobar: Un día de playa
Rómulo y Numa hoy significan para la ciudad una avenida, biblioteca y parque. La escultura de bronce A los hermanos Escobar, hecha por el artista Ignacio Asúnsolo en 1954, exalta desde su pedestal de cantera el compromiso y fraternidad de cada uno de sus proyectos que, a la postre, se convertían en acción, como bien se lee en el lema del escudo: saber, poder, querer. Sin embargo, a veces los monumentos extravían su valor y referencia. En el “Sicario en El Jardín del Pulpo”, novela corta incluida en Garabato de Willivaldo Delgadillo (2014), un fotógrafo canadiense deambula por varios parques de Juárez de la mano de Goyo, su guía local, quien resuelve toda interrogante con recuerdos culinarios: “Puso la mirada en la panadería que estaba del otro de la acera y hacia donde los hermanos Rómulo y Numa miran desde su eterno abrazo, como diciendo, ¿cómo ves hermano, si nos echamos una concha de chocolate?” Lo curioso es que resulta inevitable impregnarse del aroma de la Pastigel al pasar por la avenida. 54 años lleva el negocio dando sabor a la atmósfera que circunda la escultura.
La acción más celebrada del par de personajes fue la fundación, a inicios de 1906, de la Escuela Superior de Agricultura, primera institución de enseñanza superior en la frontera, con apenas 45 alumnos y varias hectáreas asumidas con el encargo jurídico de volverlas productivas. Sin embargo, su compromiso con el empuje agrario en la ciudad se manifestó diez años antes, con El Agricultor Mexicano, una revista independiente (sin ningún tipo de subsidio) y especializada sobre la vida campirana juarense, que contó con su propia imprenta a los tres años de haber salido a la estampa y se mantuvo en prensa por más de tres decenios. La publicación El Hogar funciona como la versión femenina de este empeño de divulgación, solo que esta revista estaba al mando de Adelina Zerman de Escobar, madre de los célebres hermanos. El tiraje mensual de El Agricultor, constaba de varias secciones, como la de consultas en la que los lectores interactuaban de forma directa con los autores. En términos literarios los Eslabonazos, son los artículos de opinión que presentan mayor valía. Estos pequeños cuadros de costumbres recurrían frecuentemente al aviso o a la moraleja, y venía firmados por el ingeniero Rómulo bajo el pseudónimo de Proteo, como aquel que avizora el futuro y cambia de forma (de agricultor a ensayista) para transmitir conocimiento. Un eslabón es un pedazo de fierro del que saltan chispas al chocar con un pedernal. Justo eso buscaba nuestro Proteo juarense: provocar la llama de la lectura y con ella sus consecuencias: razonamiento e inteligencia.
“¡Viva el atole!” es un eslabonazo que exalta tradiciones, guarda un dejo de nostalgia y no oculta su patriotismo; de hecho fue escrito con “tinta verde, blanca y colorada”. El texto se estructura a partir de opuestos: el tiempo antiguo (mediados del XIX) responde a la hospitalidad del fronterizo, a la plática pausada y a la tranquilidad de día a día que se ve enfrentado a lo moderno con la llegada de las prisas, el ferrocarril y tanto fuereño. Por otro lado, el régimen alimenticio de los norteamericanos aparece como antagonista de “los nacionales frijoles”. El ejemplo concreto recae en “los buenos jarros de atole” en duelo a muerte contra “el pecado venial, carnal y corporal de tomar café aguado”. Los argumentos abundan: “¡El agua con que se lava una taza de atole es más nutritiva que una taza de café y sin embargo, ahora el café es el que ha vencido! ¿Será posible?”. El atole es substancioso (alimenta el cuerpo y no excita los nervios) y más barato (no necesita azúcar, “nuevo gasto para nuestra gente pobre”, pero Proteo también detecta la desventaja: “la razón de la flojera”, ya que el trabajo y la lenta preparación del atole no compiten contra una bebida que se hace sola en la lumbre. Así que allá nosotros si queremos andar “más ligeritos y más temblorosos”.
En tiempos de Revolución, las instalaciones de la Escuela Superior fueron tomadas, lo que provocó el exilio momentáneo de sus fundadores, así como una pausa de El Agricultor Mexicano. “El nuevo provincialismo”, perteneciente al segundo tomo de la revista, ilustra precisamente esta estadía en El Paso, en donde un grupo de intelectuales y empresarios de la clase media se daban cita “en una plaza a comentar las mentiras de la prensa y a discutir sobre las actividades revolucionarias de los políticos de puro: dos tonteras más grandes que Texas”. En una de esas reuniones se suscitó una acalorada discusión sobre qué ciudad de la República era la mejor. El amor al terruño se expresa con pasión. Un juarense defiende su ciudad como la clave de la política mexicana: “La prueba es que cada vez que cae Ciudad Juárez cae el Gobierno de México”. Y critica al cura Hidalgo por no abandonar el Bajío, pero exalta a Benito Juárez y a Francisco I. Madero quienes dominaron la estrategia. Y concluye: “Ya verán ustedes si ciudad Juárez es importante o no lo es. Por eso hablarle de Ciudad Juárez a un presidente de la república es tanto como mentarle la madre”, en el sentido de origen o principio de la patria. No obstante, Proteo, quien está a favor de un provincialismo más racional y producto de la labor de la tierra, presenta las palabras de un oaxaqueño, detractor del fronterizo. Para él, “la historia de Chihuahua es un borrón y su Ciudad Juárez no vale nada. Lo único que puede decirse de ella es que es el pueblo infeliz que está más cerca del río que tiene nombre más grande y menos agua, o que es el lugar de la tierra donde, estando uno parado, ve más lejos sin ver nada”.
La apuesta agropecuaria de la ciudad dio un giro completo a mediados del siglo pasado, perfilando a la industria como el nuevo motor laboral. Es curioso que la misma avenida sea el mejor testigo del cambio: antes se llamó Camino Cordobeño, Camino de la Playa (que es mi favorito y el utilizado por los hermanos) y Calzada Agricultura. Al pavimentarse en 1949, se fijó su actual denominación. La arteria que honra a los hermanos Escobar termina paradójicamente, hacia el lado oriente, en un pequeño parque industrial. Rómulo y Numa Pompilio se retorcerían en sus tumbas y más si supieran el estado en el que se encuentran las instalaciones de su Escuela; no obstante, las ruinas del proyecto de los hermanos continúan ahí, esperando impacientes ser restauradas, para no olvidar lo que antes fuimos.
Urani Montiel
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Un cínico de aquellos
Sabes mucho de meteoros, ¿hace
cuánto tiempo que llegaste tú del cielo?
Diógenes de Sínope, “el Cínico”, nació en el año 412 a. C. Fue desterrado de su ciudad natal pues se le acusó de complicidad con su padre, el banquero Hicesias, quien falsificó monedas por cuestiones más políticas que económicas. En Atenas fue discípulo de Antístenes; se cuenta que éste lo aceptó luego de que Diógenes estuviera dispuesto a aceptar un golpe a cambio de una enseñanza. Entre los aspectos de su vida más conocidos se encuentran su “vivienda” (una tinaja), sus escasas propiedades, una masturbación pública, la entrevista con Alejandro Magno y, sobre todo, la búsqueda de hombres de verdad, a quienes no encontraba siquiera a plena luz del día y con la ayuda de un candil. El mote de cínico (el vocablo griego kynicós significa “perruno”) fue en principio un insulto del cual Diógenes sacó ventaja, pues entendió que los perros llevan una forma de vida más cercana a la virtud (o a su idea de virtud) que los seres humanos. A pesar de que existen varias versiones acerca de su muerte y el destino de sus restos, solo es posible establecer con pocas dudas que esta acaeció en Corinto, en el año 323 a. C.
Juan Rivano, filósofo chileno, publicó en 1991 el libro Diógenes: los temas del cinismo (Santiago: Bravo y Allende Editores). En dicha obra, el autor retoma la vida del de Sínope, principalmente según lo dicho por otro Diógenes (el Laercio) en Vida de los filósofos más ilustres. Luego analiza, desmenuza cada pequeña historia y la dota de una nueva dimensión, tanto en cantidad de palabras como en volumen de pensamiento. Por ejemplo, del encuentro con Alejando Magno, escribe: “En la escala del poder, decir «Diógenes y Alejandro» es como decir «el cero y el infinito». Pero, el elogio de Alejandro alienta una idea atrevida: Sobre si no se apunta también aquí hacia una inversión formidable del modo que decir «Diógenes y Alejandro» no sea como decir «el cero y el infinito» sino «el infinito y el cero». ¡Cómo desprecia Diógenes a Alejandro! («Déjame el sol» le dice). ¡Cómo ensalza Alejandro a Diógenes! («Me gustaría ser Diógenes», dice. Claro, siempre que no fuera Alejandro)”. De manera similar, Rivano enumera 45 anécdotas con un estilo ni pretencioso ni pedestre. Justo medio, pues, que el lector encontrará agradable.
Del escultor Juan Carlos Canfield y sobre un pedestal de mampostería, un Diógenes de bronce (casi del color de los Indios Verdes en la Ciudad de México), eleva la linterna. Sobre la esquina suroriente de Avenida Tecnológico y Bulevar Teófilo Borunda, junto al Parque Central, el Cínico se apoya en el báculo y entre ríos de automóviles y de gente busca, veinticuatro siglos después, al hombre que no encontró en Atenas. En el crucero es posible ver algunos peatones, pero la inmensa mayoría de quienes por allí transitan, lo hace en automóvil. Son personas con prisa por llegar al trabajo, a la escuela o a su casa. Ignoran al hombre-perro; si reflexionan sobre algún elemento cercano, dirigen sus pensamientos a la publicidad desplegada en un puente, a Las Misiones, a una jirafa, a algún hotel, o incluso a cualquiera de las otras estatuas que están en el mismo sector. Dudo mucho que Diógenes se revolcara en su tumba al ver la condición de su imagen en este asentamiento urbano: podrá ser ignorado, pero nadie le quita el sol.
Joel Amparán
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¿Justo Sierra? ¡Por Piedad!
Nacido en San Francisco de Campeche el 26 de enero de 1848, Justo Sierra Méndez se convertiría en uno de los más ilustres personajes mexicanos del siglo XIX. Fue un hombre dedicado principalmente a las letras y a la política. La literatura no le viene de la nada: su padre, Justo Sierra O’Reilly, también es reconocido como hábil novelista. Al respecto, Sierra Méndez debe parte de su fama a la producción literaria en poesía, novela y cuento. En lo que atañe a la política, se desempeñó como diputado y después como Ministro de la Suprema Corte de Justicia, entre otras funciones. Suya es la conocida frase: “El pueblo mexicano tiene hambre y sed de justicia”; no obstante, a la distancia resulta cuando menos curioso que tal oración fuera pronunciada por un integrante del partido reeleccionista y defensor de Porfirio Díaz. El también llamado “Maestro de América” se interesó especialmente en la cuestión educativa del país; le pertenecen las ideas de establecer la obligatoriedad de la educación primaria y la fundación de una universidad nacional. Luego de renunciar a su cargo en el gabinete porfirista, Madero ofreció al campechano el cargo de ministro plenipotenciario de México en España, el cual aceptó. Poco tiempo después, en 1912, Justo murió en Madrid.
Muy temprano en su carrera literaria (entre los 17 y 21 años de edad), Justo Sierra escribió Piedad, obra dramática en tres actos. Dicho “ensayo” fue representado en el Teatro Principal de México el 17 de marzo de 1870, y en una carta que fue publicada poco tiempo después, el mismo autor reconoce que mejor que el texto habían sido las actuaciones. La primera publicación de la obra se dio hasta el año 1948, es decir, a cien años del nacimiento de Sierra; ello fue posible gracias a que sus herederos conservaban el cuaderno con el manuscrito original. Ante la improbabilidad de verla otra vez en escena, lo más sencillo es consultarla en el segundo volumen de sus Obras completas: prosa literaria; total que muchos prefieren leer una obra no-muy-buena que ver un mal montaje surgido de un excelente texto dramático. Dolores, infelizmente casada con Carlos, se reencuentra con su antiguo amor Javier. Piedad, hija de Dolores, está comprometida con Eduardo, joven escéptico hijo del bribón Manuel. Entre virtudes y pasiones humanas (y bien decimonónicas), el desarrollo de la trama nos permite ver a una mujer marcada por el adulterio, a una joven dispuesta a sacrificarse por amor a la figura materna, a un hombre cuyo interés no es sino mejorar su posición económica y a una criada que vende sus favores a un precio muy alto. Al final, Sierra reparte perdones y castigos según la gravedad o nobleza de los sucesos de acuerdo a su propio criterio; de modo que tal o cual queda burlado, loco, libre o en el abandono.
Es difícil relacionar directamente a Ciudad Juárez con quien fuera Secretario de Instrucción Pública y Bellas Artes, además de presidente de la Academia Mexicana de la Lengua. No anduvo en la urbe fronteriza, o si lo hizo, no dejó huella reconocible. Que una calle lleve tal sustantivo propio se debe a la intención de recordar, de honrar magnas figuras bautizando espacios seminales en la ciudad, como la Partido Romero, con sus nombres. “La Justo Sierra” es, pues, como llaman a lo que por momentos parece callejón en una zona cuyos tiempos mejores ya han pasado (o así parece). La intersección con tres avenidas principales no evita que en alguna otra esquina se acumule basura o se derrumbe olvidada una vieja construcción, cual si fuera personaje que mereciese ejemplar castigo. Lejos de la imagen culta, poderosa y aristocrática del escritor, queda la del segmento citadino casi en ruinas.
Joel Abraham Amparán Acosta
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Poesía y política en la Mariscal
La asignación de los rótulos que configuran una topografía urbana, si bien en ocasiones pareciera aleatoria, conlleva una carga significativa sobre los personajes que dan nombre a las calles de la ciudad; los cuales, aunque no seamos conscientes, forman parte de nuestra vida cotidiana, por el simple hecho de nombrarlos cada vez que llenamos algún formulario o queremos que alguien nos visite. Sin embargo, ¿quiénes son esas personas que vemos grabadas en la placa de nuestra dirección?, ¿qué hicieron para obtener un lugar concreto en la historia y memoria de la localidad? Las respuestas –igual que las sorpresas ahí escondidas– obviamente varían tanto como el número de calles que contiene la metrópolis. Empecemos por una de las más importantes y representativas de Ciudad Juárez: la Avenida Ignacio Mariscal.
Ignacio Mariscal fue un abogado, hombre de política, periodista, escritor y poeta nacido en Oaxaca en 1829. Participó activamente en el gobierno de Benito Juárez y Porfirio Díaz, pues muy ponto se manifestó liberal y enemigo de Santa Anna, a quien combatió con la pluma periodística. Estuvo al lado del Benemérito durante la Guerra de Tres Años y participó en la redacción de las Leyes de Reforma (sobre todo en la Ley contra los bienes del clero), las cuales fueron uno de los detonantes de la invasión francesa con apoyo de la clerecía mexicana, lo que provocó que el gobierno nacional se refugiara por dos años en el antiguo Paso del Norte. De esta manera, aunque Mariscal nunca pisó tierra fronteriza, cobra sentido el que la Avenida que lleva su nombre y la Av. Juárez corran paralelas en la zona más importante de la ciudad.
Además de su desempeño político, también sobresalió en el ámbito intelectual. En 1882 ocupó la silla no. XVI de la Academia Mexicana de la Lengua. Por otro lado, debido al dominio que tenía sobre varios idiomas extranjeros destacó en la traducción de autores como Shakespeare, Longfellow, Lord Byron y Edgar Allan Poe. Sobre este último, cabe destacar que Mariscal fue el responsable de la primera versión en español de “El cuervo”, publicada por Ignacio Altamirano en su revista El Renacimiento en 1869. Años más tarde volvió a aparecer en la obra póstuma Poesías (1911), la cual contiene tanto sus creaciones líricas como traducciones de poetas conocidos. Entre estas últimas destaco la traducción que hizo de “El hombre feliz” de Víctor Hugo, debido a su relación con nuestro contexto: “Y mi palacio encierra, como insondable abismo, / tesoros de ciudades y frutos del desierto”. Fue autor, además, de la ópera Don Nicolás Bravo o clemencia mexicana, presentada en agosto de 1910 para inaugurar el Teatro Abreu, un par de meses después de su fallecimiento.
Ahora bien, el auge de las avenidas Mariscal y Juárez surgió durante la época del prohibicionismo en Estados Unidos. Sin embargo, los bares, cantinas, casas de juego y prostitución localizados en las calles mencionadas comenzaron a decaer con el crecimiento juarense, es decir, con el inicio del PRONAF y la llegada de la maquiladora. La solución que las autoridades encontraron para esto fue un programa de revitalización del centro histórico que comprendía la compra y demolición de cuadras enteras de dicha zona. Actualmente la Gran Plaza Juan Gabriel ocupa el espacio de lo que antes fue una de las calles más representativas –y “peligrosas” en cuanto a las actividades que ahí se daban– de la ciudad. No obstante, la palabra Mariscal aún contiene una gran carga significativa como lugar de fiesta, libertinaje y perdición.
Sin duda, Mariscal fue un personaje bastante importante en el mundo de la política y la literatura –en cuanto a traducción principalmente– de México a finales del siglo XIX. ¿Quién, en su época, se iba a imaginar que su apellido serviría como referencia de uno de los lugares más permisivos durante los años de la conocida “leyenda negra fronteriza”? ¿Quiénes de los que recorrieron los bares, prostíbulos y picaderos asentados antes en la avenida que lleva su nombre, pensarían que Ignacio Mariscal llevó una vida tan ilustre y culta? Es apremiante, por tanto, reactivar el sentido de apropiación sobre personajes como este, cuyo nombre, al día de hoy, resulta imprescindible en la memoria de la configuración de nuestra ciudad.
Amalia Rodríguez
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Odonimus
Las avenidas, además de haber servido de inspiración a los escritores o ser escenario de ficciones, también guardan memoria a través de sus propios nombres. Dichos rótulos configuran una topografía urbana cargada con significados que, si bien no fueron asignados por los residentes, sí forman parte de nuestra vida cotidiana. El odónimo es una fuente de conocimiento y aprecio del territorio que proporciona valiosa información sobre la escritura, acciones y el contexto de aquellos que vemos grabados en las placas de cualquier dirección. Por tanto, nos parece apremiante reactivar el sentido de apropiación a través de Odonimus, un proyecto de intervención ciudadana que investiga y difunde la bio-bibliografía de personas que le dieron título a las arterias de la ciudad. Fray Marcos de Niza, Adolfo López Mateos, Pablo Neruda, Ignacio Mariscal, José Revueltas y tantos otros figuran en domicilios juarenses. ¿En qué calle vives?
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