Make Aztlán Great Again
Después de culminar la licenciatura en literatura, entre diversas lecciones aprehendidas e ignoradas, llegué a la siguiente conclusión: toda la literatura remite a Don Quijote. Incluso las obras clásicas grecolatinas: Homero era un tipo manco y hambriento con mucha imaginación; así como la literatura porvenir: aquel futuro narrador que todavía balbucea la primera sílaba infantil ya está perfilando de forma inconsciente la obra cervantina de la próxima generación. No resulta sorprendente entonces que la literatura juarense tenga su propia versión de la obra maestra de Cervantes —para gozo de algunos académicos—: Las aventuras de Don Chipote o Cuando los pericos mamen, de Daniel Venegas, considerada por la crítica —escasa pero segura— como la primera novela chicana (aparecida en Los Ángeles en 1928). En realidad, don Chipote es fundacional en diversas temáticas abordadas: la migración a Estados Unidos, el cruce legal e ilegal, el racismo, el espanglish, la explotación de los mexicanos que viven su peculiar American dream… No obstante, hay dos temas que destacan en esta novela: el trayecto mítico y la construcción histórica de Ciudad Juárez durante los años 20 del siglo pasado.
La conciencia chicana surge gracias al establecimiento de las ciudades modernas fronterizas, las cuales protagonizarán un complejo momento histórico donde monstruos como Juárez empiezan a cargarse de significado simbólico, guardando relación con mito e identidad. Múltiples ensayos que abordan la cuestión (Alejandro Lugo o Gloria Anzaldúa), además de algunos novelistas (el mismo Venegas y Alejandro Páez Varela) indican que al chicano lo define la desubicación existencial vinculada a cuestiones identitarias: no se consideran mexicanos pero tampoco estadunidenses. De ahí que los teóricos y críticos, pertenecientes o no a esta comunidad, durante los años 60 encuentran su origen —el mito como identidad— en una ubicación imaginaria: Aztlán. Es importante mencionarlo ya que el trayecto mítico de don Chipote recorre precisamente esta zona que no existió, soñada pero también impuesta: es el pasado divino de los Aztecas, según invento de Tlacaélel. Lo último será un conflicto importante en la novela de Venegas: el abandono del espacio real-rural en búsqueda del mítico, ficticio, el Aztlán-USA que buscaban los españoles y después los mexicanos, o sea, las tierras de la riqueza y el bienestar donde “se barre el oro de las calles”.
El investigador Alejandro Lugo intuye que la identidad del chicano se asume más allá del espacio que lo reserva. Está más allá de toda la geografía: “We are Aztlán”. Imaginando entonces que don Chipote —los migrantes, obreros y braceros representados en él— es Aztlán, su identidad no será definida por su ubicación espacial sino por el trayecto mítico que ha realizado: antes de asumir costumbres gringas en Los Ángeles, lleva en su corazón y memoria lo que es: el recuerdo de su familia, la comida que su esposa le preparó para el trayecto, el dinero que gana labrando la tierra, su perro Sufrelambre y el español. Todo esto, progresivamente, se pierde desde su llegada a Ciudad Juárez.
Es la torrecita de la Misión —imagino, pues no se precisa este dato— lo primero que observa don Chipote al llegar a la urbe: un elemento religioso que remite sensaciones familiares y por eso desconoce que ha llegado a la frontera. No obstante, será el narrador quien construya, a manera de contraste, la imagen poderosa y real de Juárez a inicios del siglo pasado, aventurando así uno de los primeros vestigios en la literatura de la leyenda negra, la ciudad del pecado, la fiesta y el exceso que en Juaritos ya hemos explorado:
Debajo de esta intervención de connotaciones moralistas y aleccionadoras, encuentro el retrato obscuro e interesante de una construcción espacial simbólica e imaginaria: si el sur de Estados Unidos será la divina Aztlán, Ciudad Juárez —la frontera en sí— es el rostro maldito (verdadero) de este sueño: la pesadilla, pues. Una vez que don Chipote y Sufrelambre arriban a nuestra ciudad, sus conflictos y descalabros no se detendrán: lo discriminan en el puente, lo meten a la cárcel por dormir en las bancas de los parques, no entiende el espanglish y lo condenan a barrer… pero la basura de las calles. A fin de cuentas el American dream es solo eso: un montón de polvo que recorre los sueños de los incrédulos.
Antonio Rubio
- Publicado en Cruce, Frontera, Migración / llegada
La mirada del repatriado
Depende del punto cardinal en que se llegue a Juárez es como se construirá la mirada sobre la ciudad. Si se llega por el sur, luego de atravesar un desierto majestuoso como las dunas de Samalayuca puede apreciarse como un oasis, un remanso, refugio para los que huyen de situaciones críticas, esperanza para quienes quieren encontrar trabajo o iniciar de nuevo. Justamente es lo que se lee en la primera parte de “El repatriado” de Rafael F. Muñoz, escritor chihuahuense nacido en 1889. La primera edición en libro de este cuento aparece en Si me han de matar mañana…, editado por Botas en la Ciudad de México; la mayoría coincide en que se publicó en 1934, aunque otros como Felipe Garrido señala que fue un año antes. Lo cierto es que la fecha no aparece por ninguna parte.
El cuento se ubica alrededor de 1913. En él se narra la historia de un paisano, Andrés Casavantes, que regresa a México luego de unos cinco años de trabajar en California; entra por Ciudad Juárez, busca llegar a Chihuahua y, como la revolución se extiende en la República Mexicana, se cuela subrepticiamente en el ferrocarril en que viajan soldados federales. Los militares al descubrirlo lo ponen a trabajar de fogonero. Antes de llegar a la Estación de Ranchería se dan cuenta que las vías están desclavadas; tienen que frenar de emergencia y ahí los atacan los revolucionarios. Luego de la refriega, salta el repatriado a salvo y tras el interrogatorio de los rebeldes se une a su causa. Después de pasar meses a salto de mata, llegan a las afueras de Chihuahua donde los federales repelen el ataque y Andrés muere en un cerro viendo la ciudad de lejos. Para este breve texto nos interesa sólo la parte inicial porque sirve para plantear un par de ideas sobre la mirada hacia Ciudad Juárez. Quien visita Estados Unidos —sean unas horas, días, semanas, meses o años—, tarde o temprano, termina comparando un país de primer mundo con otro que no lo es, desde la infraestructura, la economía, los gobiernos, la cultura —y todo lo que ello implica: vestido, fiestas, relaciones interpersonales, deportes, forma de vida, entre otras cosas—, organización social, y siempre termina en desventaja o con pérdidas la mexicana, salvo en la comida, el arraigo familiar y lo animado de las fiestas.
Esto es lo que le sucede al personaje del cuento de Muñoz. En el íncipit puede leerse el siguiente párrafo: “Un puente, nada más. Un puente con piso de madera, del que sacaban astillas los cascos herrados de los caballos; largo y sucio, sobre unas aguas turbias, color sepia, que formaban remolinos como si quisieran regresarse cauce arriba”. Un enlace frágil entre esos dos mundos, al que, incluso, las patas de las bestias lastiman. Un vínculo que prolonga lo más posible el contacto, que siempre, por otra parte, tendrá su condición poco sana; algo que avergüenza: la relación dispareja, el escamoteo de las verdaderas intenciones de cada lado. El contraste con la ciudad de la que volvió «La ilusión constante de volver, y repentinamente, una ciudad plana, sin torres, sin cúpulas, de anchas calles donde uno que otro coche tirado por caballos, rueda lentamente con una cauda de polvo» (p. 178). Y continúa como ciudad chaparra, que se ha extendido sin límites que obliguen a crecer hacia arriba, al fin que hay desierto suficiente. Las calles anchas llaman la atención, sobre todo, de quienes llegan del sur, pero igual han sido características de Ciudad Juárez. Y el polvo, sempiterno habitante de la fractura nerviosa que supone el río Bravo. La cauda, dice el narrador, acompaña las ruedas, pero no sólo eso, sino que como cola de una gran cometa terrestre se enreda en los armarios, sobre el umbral de las puertas, en los quicios, postigos, picaportes. Esa planta granulosa que crece vorazmente. El polvo es el eterno compañero juarense.
Esta vista hace pensar en la que se percibe desde UTEP, por ejemplo. La Ciudad Juárez que se ve es Anapra, y por sinécdoque se ve toda la urbe, toda la frontera y, por consecuencia, todo el país. No obstante, el repatriado no sólo se queda con la imagen antes de cruzar el puente, sino que camina por las calles. “Andrés penetró a la ciudad. A veces, las casas le presentaban el enjarrado de sus fachadas, manchado con hoyos circulares que semejaban huellas de viruela en piel humana, siendo huellas de balas. En otras casas, los huecos de puertas y ventanas estaban vacíos, y el humo les había pintado en la pared, negros penachos. Incendios”. Quizá la situación cambie si se va a la capital y por eso busca inmediatamente tomar el primer ferrocarril disponible. “Mil millas de viaje, y la ciudad, plana y extendida como una moneda caída en el suelo”. Es decir, que la suerte está echada y nada puede hacerse. La fortuna de Ciudad Juárez cifrada en un volado, no se sabe si ha caído, ¿cara o cruz?, ¿águila o sol? Lo cierto es que parece que nada puede hacerse, no queda más que seguir el camino.
Volvamos con Andrés antes de cruzar “un puente de madera, nada más; y más allá una población aplastada contra el suelo: como si hubieran rebanado en lonjas un rascacielos, y las hubieran esparcido. Casas de un solo piso, nada más”. Quizá los juarenses necesitaban y necesitan estar más cercanos a la tierra, al suelo, para sentirse amparados en el seno que, simbólicamente, representa la tierra como madre, en ese filo del mundo que puede ser la frontera. Una ciudad agazapada ante la incertidumbre de lo que hay allende el río —con o sin agua—, un umbral entre mundos distintos, atravesarlo es aventurarse en el viaje de un mar potente, un bosque caliginoso, un desierto definitivo, donde la moneda ha sido arrojada al aire y no se sabe si caerá del lado de la soledad o el dolor.
Marlon Martínez Vela
Trasiegos de esperanza
En Delincuentos: historias del narcotráfico (2005), se reúnen “pequeños delincuentes”, quienes desde el escalón más bajo mueven la maquinaria del narcotráfico; en su mayoría son personajes femeninos víctimas de la desigualdad y las estructuras sociales. Aquí me dedicaré al cuento “American, sir…”. Como menciona Diana Rubio en su entrada sobre Arminé Arjona y la identidad femenina juarense, la autora no repara en expresar su repudio hacia todo tipo de violencia contra la mujer y la situación precaria y vulnerable en que se encuentra. Por ello, me interesa enfocarme en dos aspectos de la localidad tratados en el cuento. El primero (por su geografía), Ciudad Juárez cuya gentil frontera permite el tráfico de la desesperanza (o los desesperados). Y el otro (por razones histórico-sociales), la representación de la mujer juarense. Las protagonistas son Cecilia y Raquel, dos amigas que se preparan para pasar “un clavo” de 40 kilos por la frontera en una mañana de invierno. Tienen miedo, sí, pero se encomiendan a su fe (y sobre todo a su ingenio). Una vez cruzada la línea, ya la libraron.
Los espacios
El primer lugar específico que aparece en el cuento es “el centro comercial La Chaveña”; se intuye, los Cerrajeros. Ahí les dejan el auto con la carga de droga que habrán de cruzar. Este mercado icónico, conocido por la mayoría de los juarenses, es el punto de transición moral de los personajes. Una vez que se suben al carro verde metálico no hay vuelta atrás; a su vez, es el paso inicial para conseguir lo que sueñan: “Por fin mi jefita va a tener su casa alfombrada”, dice una.
Sin embargo, ¿cuál es la coordenada de partida? Por supuesto, y es interesante debido a la carga simbólica, el santuario de San Lorenzo. Para reducir sus nervios Cecilia y Raquel se preparan para pedirle a Dios: “-¿Con cuántas veladoras crees que nos aliviane? -Mira, para estas cosas no hay que tacañear. Yo diría que dos grandes y dos chicas cada una, además de los escapularios”. En este punto me parece pertinente mencionar la manera en que la figura femenina se relaciona con el santuario. No es que el hombre narcotraficante carezca de fe, sino que la mujer parece tener una dimensión más cercana con la iglesia: “-Aquí está el altar. Órale, tú reza como puedas, yo me voy a echar tres rosarios”. Es decir, mientras que el acercamiento del hombre a la religión es comúnmente representado de manera superficial; por ejemplo, pidiéndole la bendición a alguna figura materna, portando un rosario en el cuello o venerando a sus propios santos, estas mujeres saben rezar un rosario, entran, se hincan frente al altar; no obstante, su moral cristiana (fidedigna o no), no es un obstáculo para cometer el acto criminal.
El puente de El Paso (no especifica cuál) es el lugar decisivo de la fortuna de las amigas. Cuando llegan al chequeo, sucede el culmen: una de ellas muestra su pasaporte y la otra: “American, sir”; tras una segunda revisión, un elemento ingenioso las sacará del apuro. Superada la prueba, se disponen a tomar el freeway para entregar el carro, pero no sin antes pasar por el Mac Donald’s, donde las espera su primera recompensa: un desayuno hecho al puro estilo americano.
Ya sea porque es una referencia obligada o porque quizá, no lo sé, ahí realmente se realizan este tipo de transacciones, el mercado de La Chaveña nos remonta a los orígenes de nuestra urbe, pues fue hacia 1880, con la llegada del ferrocarril, que dicha colonia empezó a poblarse. Hoy en día son contados los juarenses que no han acudido a estas segundas en busca de algún aparato electrónico, muebles o simplemente a curiosear para ver qué tesoro del pasado se encuentran.
Por otro lado, la iglesia de San Lorenzo, ubicada en la avenida Valle de Juárez, lleva ese nombre por el santo patrono de nuestra ciudad lo cual la convierte en la parroquia predilecta de muchos devotos. Además, forma parte de la tradición popular que cada 10 de agosto se celebre la Feria de San Lorenzo, donde se realizan ofrendas, danzas de los matachines y quermés. Los puentes internacionales Juárez-El Paso son un no-lugar, en términos de Marc Augé, por su condición de zona transitoria, despersonalizados y faltos de configuración; sin embargo, también difieren parcialmente con el mismo término ya que una frontera, un muro o puente sí definen la identidad de quienes habitan sus alrededores. Son comunes las historias sobre cómo antes “se cruzaban por american” sin mayor problema; así cruzaba mi abuela a mis tías, por ejemplo.
Finalmente, resta destacar que, como se mencionó antes, la mayoría de los personajes protagonistas en estos cuentos son femeninos. Esto es importante porque en la obra de Arminé Arjona destaca la crítica a la vida que la ciudad les ofrece a mujeres como Cecilia y Raquel, aunque más que ofrecer se las quita. Los trabajos mal pagados, la falta de escuelas y servicios básicos como agua, drenaje, luz, conducen a la inseguridad y violencia, a un estado generalizado de desesperanza que aparece como trasfondo de este retrato social.
Fabiola Román
- Publicado en Cruce, La línea, Narcotráfico
Américan Drím: por la puerta grande
Uno de los máximos exponentes contemporáneos del cuento, en ocasiones considerado como el sucesor de otros grandes como Juan Rulfo y José Revueltas, ha sido Eduardo Antonio Parra (León, Guanajuato 1995); narrador cuyo espacio literario procura, en su mayoría, escenarios del norte mexicano. Parra, residiendo un par de años en el estado de Tamaulipas, pronto emigró a Nuevo León donde tuvo su formación literaria e intelectual fuerte y durante los años consecuentes de su trayectoria, recorrió y absorbió las situaciones cotidianas de estados como Sinaloa y Chihuahua. Tierra de nadie es su segundo libro de cuentos publicado por la editorial Era en 1999, durante una época en donde ya había sido becario de espacios como el Centro de Escritores de Nuevo León y el FONCA. Su último trabajo fue la compilación de Norte: una antología (Era, 2015), en donde incluye cuentos de autores canónicos del norte mexicano, como los chihuahuenses Martín Luis Guzmán, Rafael F. Muñoz, Jesús Gardea, Ignacio Solares, Víctor Hugo Rascón Banda, Rodrigo Pérez Rembao y César Silva Márquez.
Tierra de nadie es un compendio de nueve textos repartidos en tres apartados que, como el apodo del Far West por antonomasia, es decir, la “tierra de nadie”, desemboca en espacios del norte mexicano, páramos y extensiones desiertas, cualquier ciudad del noreste o noroeste o escenarios ficticios bien delimitados con referencias a espacios reales. El cuento “El escaparate de los sueños” (59-69) es uno de estos. Con dos personajes destacados, el protagonista y su colega el Tintán, el cuento narra otro rutinario día de estos camelleros en el puente Santa Fe, espacio que vincula dos naciones y dos icónicas calles de ambos lados de la frontera: la mítica Avenida Juárez y El Paso Street. Entre el bullicio de los autos, el sol ardiendo sobre el pavimento del puente y la espera de señoras dispuestas a dar propina, Reyes mira con idilio a la ciudad de El Paso, todo auto o peatón deambulando, incluidos los personajes principales, forman parte de esta exhibición de sueños, y el sueño aquí es el american dream.
La Juárez
“La hilera de coches se extendía a lo largo de seis cuadras por la Avenida Juárez”. Apenas comienza el cuento, ya hay una localización exacta; ya hay un traslado del personaje principal que va llegando al Puente Internacional Santa Fe por esa mítica avenida. En su recorrido, el lugar es azotado por el sol de la canícula, algunos coches poseen aire acondicionado y el protagonista, Reyes, se consuela con acercarse a la sombra del techo de los mexican curios, o con absorber el aire refrigerado de los bares del sitio. La construcción de este escenario coincide con la Avenida Juárez de finales de los años noventa; si bien no con el apogeo turístico de dicha calle, al menos sí con la conservación de bares, cantinas y escaparates de “recuerditos” de este lado del Río. Imaginar la hilera extendida a lo largo de “seis cuadras” por la Juárez ya denota que la fila se extiende quizás hasta la avenida 16 de Septiembre, que hasta hace todavía un par de años, aún era transitable por vehículos y que ahora sostiene túneles.
El puente y el Río
“y con andar desganado se internó en el puente internacional, cuyas veredas peatonales, al contrario de los carriles llenos de vehículos, parecían evaporarse en la soledad de la canícula”. La transición de la avenida a la zona del puente sucede en apenas unas líneas; Reyes entonces saluda a los aduanales con un ademán y avanza por la acera en ese tramo de puentes intercasetas. Ahí se encuentra con su compañero, el Tintán, quien le recuerda el haber llegado tarde; entonces sabemos que se dedican al camellaje, es decir, ayudan a cargar maletas, bolsas o cajas de peatones que vienen o van de país a país. Su compañero lo espera en la “placa divisoria”. Aquí encontramos otro elemento icónico de la zona de cruce peatonal: esa placa ubicada justo a la mitad del tramo, un espacio donde hoy es común ver a vendedores entre las filas de vehículos. En el texto, a diferencia de la fila que viene desde cuadras atrás de La Juárez, la zona de peatones luce casi vacía; sabemos que el sol es intenso, y que “Sólo uno que otro peatón se aventuraba a cruzarlo a esa hora, rápido, con el cuerpo encogido, como si en vez del sol huyera de la policía norteamericana”.
La construcción del Río en el cuento es breve y lleva consigo toda la carga simbólica; “se inclinó por encima del barandal para escupir al río un cuajo de resentimiento. Abajo el agua transitaba espejeante, tornasolada, absorbiendo sin resistencia los rayos solares que en ocasiones la tornaban turbia, semejante al flujo de un gran desagüe industrial. Al ver la lentitud del Bravo se reprochó por enésima ocasión su incapacidad para vencer ese pánico al agua en movimiento que había convertido en fracaso sus impulsos de cruzarlo a nado”. La incapacidad del cruce nos revela, por si la estancia de su padre en Estados Unidos no bastara, su deseo de vivir en El Paso y su configuración imaginaria de esta ciudad como sinónimo de todo EE.UU. Reyes se mantiene en un constante anhelo, no del retorno de la figura paterna sino del acto de habitar, de cruzar. Ese es el sueño americano.
En materia de periferias y otros sitios ubicables, el texto menciona sólo de lejos espacios reales con motivos de contextualización: “Por eso cuando empezaba a oscurecer y los compas abandonaban el puente para gastar monedas del día en algún antro de la calle Mariscal, Reyes permanecía por horas en ese lugar, hipnotizado por el espectáculo de pirotecnia que eran las avenidas rectas bien iluminadas, los tubos de neón en la cumbre de los edificios, la sucesión de faros a gran velocidad que se deslizaban por los altísimos freeways. Y en invierno podía soportar las temperaturas bajo cero con tal de estar presente cuando la estrella luminosa del cerro fuera encendiendo cada una de sus puntas”. La calle Ignacio Mariscal, a diferencia de la avenida Juárez, se extiende ininterrumpidamente por todo el primer cuadro de la ciudad, desde el Centro, hasta la avenida División del Norte; su fracción paralela a la Juárez aún mantiene bares, aunque en menores proporciones, y su construcción o mitificación real le ha dado una connotación de la calle por excelencia de los prostíbulos. Ese versus en la ficción habla de que mientras sus compañeros, otros camelleros del puente gastan lo obtenido en vicios, el personaje prefiere mirar la ciudad del otro lado, definiendo como se definiría El Paso de noche. El mismo texto explica que toda la configuración visual de Reyes respecto a esta ciudad yace en lo que puede ver desde el puente (donde trabaja), el Chamizal, o la orilla mexicana del Bravo. Hay otro escenario que suele ser un punto de comparación y que se narra con aires de nostalgia, el municipio de Guadalupe y Calvo, ubicado al sur de Chihuahua en colindancia con Sinaloa. Ese contraste simbólico (venir desde la zona más baja del estado hasta la extrema frontera) se nutre con la ruptura del paradigma del personaje que, en un choque de valentía y en una acción espontánea pero trazada a presión desde el inicio del cuento, aprovecha un percance en la línea vehicular para entrar por la puerta grande.
En conclusión, las representaciones de Parra en el cuento “El escaparate de los sueños” permanecen en el lugar común de la frontera; hay una coincidencia temporal quizá no trazada a detalle, pero que rescata elementos esenciales para su configuración: el hastío vehicular, la ciudad detenida por los fuertes soles, el sueño americano y Estados Unidos como el sitio ideal, cruzarlo como la solución instantánea a los conflictos de pobreza y marginación. La figura del Río en la zona urbana busca rescatar el estereotipo del Bravo como un cuerpo de agua engañoso, voluble y cruento.
-Se ve bien calmado- dijo el Tintán como si hubiera leído sus pensamientos-, pero no se te olvide que es el río más traicionero del mundo.
-Cuestión de saberle el modo…
-No te creas, compa. Ahí se quedaron muchos que le sabían el modo, como tú dices.
Míkel F. Deltoya
Romanceando en Juárez
¿Qué espacios ofrece la ciudad para salir con aquel o aquella a quien queremos más cerca? ¿Cuál es la variedad de lugares en donde la plática importa más que el sonido ambiente (o estridente)? Sin duda, la atmósfera citadina en asuntos íntimos determina si la salida concluye en un espacio más privado o si habrá, al menos, una nueva oportunidad. Olvidemos, por favor, los centros comerciales y supongamos que a todos nos gusta el café o cualquier tipo de alcohol. La primera vez que salí en Juárez a pasar la noche fue al Fred’s. Ahí me llevó una dizque amiga quien me presentó a otra verdadera con quien guardo el recuerdo de una linda embriaguez, de esas que amanecen desveladas. De ahí en adelante, como buen foráneo, me dejé conducir sin propuesta ni rumbo alguno y fue así como conocí otros tantos sitios asociados desde entonces a quien me abría la puerta: el Open, la Bodeguita, el Camelot e incluso el Pata de perro. Cada uno también me decía algo de quien me invitaba; pero además, en cada uno de ellos me rodeaba de otros que como yo hacían su propia lucha… un esfuerzo simultáneo (para que el de enfrente se hiciera cotidiano) en un espacio por todos compartido. Así construí y fui llenando los huecos de esta ciudad. El Incurable de David Huerta decía que “El Sí Mismo hurga en la escritura, en la escena, el texto de sus errancias; quiere fundar una ciudad”, o un disfraz “que lo instale en el siempre labial de sus proclamaciones”.
Parte de esta misma cita sirve de epígrafe a La virgen del Barrio Árabe. El acierto de esta breve novela, publicada originalmente en 1997, radica en el engarce y sostenimiento de incógnitas: desde la identidad de quien porta el título hasta el misterio de la bicicleta de Windesfalt, el cual vale la lectura y hasta un cómic. Otro mérito, más acorde con el blog, es que las sensaciones de los personajes cimientan espacios de ficción construidos a partir de las experiencias de quienes los habitan. El ser y el estar son intercambiables en cuestiones de ambientación.
Hay algunas pistas con las que Willivaldo Delgadillo guiña el ojo para que el lector identifique el Barrio Árabe con Ciudad Juárez y Alturas Poniente con El Paso: el largo puente que las comunica, el río, la aduana y los oficiales de inmigración. Si extendemos este ejercicio (con riesgo a forzarlo), la librería del Subterráneo en donde el pintor Asintrop descubre por segunda ocasión a la Virgen del Abrigo bien podría ser la versión futura del Pasaje Correo de la Lerdo (aunque también me recuerda a Pino Suárez). El artista “se entregaba al vertiginoso mundo de las aceras del Barrio Árabe, boyantes y coloridas”; dueño de su tiempo, “Las tardes las pasaba enteras en los bares de la Avenida Escénica”, como el Nomus. ¿A qué calle nos recuerda? Por el contrario, la fisonomía de Alturas Poniente, “lugar propicio para cultivar la desmemoria” (25), corre paralela con la vida sosa de Windes, con el enigma que le propició la muerte y con la decisión de Daffy por cambiar de ciudad (¿y sexo?): “Cuando por fin pudo caminar por las calles, disfrutó como nunca el bullicio y la anarquía de su mundo adoptivo”. Esta urbe desordenada es el escenario para el encuentro entre una mesera y el protagonista.
El atentado en contra del Pirata Inglés es el preámbulo de su relación. Ambos se encontraban en el café cuando acribillaron al empresario. El miedo los paralizó y unió. Justo en el punto intermedio del relato, “Oguri caminó hacia el pintor, como hipnotizada, y lo besó. Se besaron apasionadamente. En la confusión de gendarmes y curiosos, sirenas y torretas, Asintrop arrancó las pantaletas de Oguri. Fueron detrás del mostador y siguieron acariciándose. Al penetrarla, Asintrop cerró los ojos. Vio cómo se alejaban sus amantes, su trabajo, la vida futura”. Todo el capítulo V detalla las virtudes amatorias de la mesera, una sensual artífice que pone en pausa el recuerdo de la Virgen del Abrigo. La ciudad entonces se transforma en una simple sala de espera hacia “un espacio pequeño ubicado en el décimo piso de un edificio de renta congelada”. En el frágil departamento, en donde cada detalle se dirige al placer del invitado, Oguri estimula y juega con su amante. Para Asintrop, ella no fue una mujer “sino una atmósfera, un complejo de sensaciones que lo acariciaba con una sutileza narcotizante. El roce de su cuerpo producía “la emoción que trae consigo la repentina llegada de la lluvia”. Sin embargo –y como siempre– toda exaltación carnal es transitoria y “Llegó el día en que las cinco de la tarde no trajeron como siempre a Oguri caminando por la acera del Parque Central”. Pero después del intenso romance, la historia continúa.
Urani Montiel
Camino nuevo al lugar de siempre
Por cuestiones de trabajo, el buen capitán Juan de Oñate emprendió la exploración del mítico territorio septentrional bajo idealizaciones ilusorias del territorio, con la casi cumplida expectativa de acreditar nebulosas esperanzas. Una migración de quienes persiguen un primitivo sueño americano. A fin de dar cuenta al Rey (los Felipes del otro lado del Atlántico) de las penurias sufridas durante la expedición, Oñate escribe una carta en marzo de 1598 donde pide que “se sirva de mandar lo capitulado conmigo por el Virrey don Luis de Velasco… y que la merced que merezco… se me haga con ventajas en encomienda de mis trabajos”. El comunicado surte efecto, pues a cuatro años de emitirlo, recibe el título de “adelantado” en las provincias de la región por parte del virrey novohispano. Ese mismo año, pero cuatro meses después, ordenan que “se envíen de estos Reinos algunos Soldados” para continuar la exploración de la zona. Por último, un decreto real reafirma la importancia de cobrar los correspondientes tributos en esas tierras. Pero, a fin de cuentas, es Vicente de Saldívar y su descubrimiento del “camino nuevo” quien protagoniza el hallazgo que aquí concierne. Este personaje reconoce un tal “Río que llaman del Norte” en la Nueva Vizcaya.
Oñate redacta su carta en primera persona, pero es Saldívar quien transmitió de manera oral lo visto durante la exploración. El sargento mayor del campo, al mando de 16 hombres, fue enviado a “descubrir camino nuevo”. Quince días antes de encontrarlo, llegaron a un “pueblo rancherial de indios” donde fueron bien recibidos, aunque “cincuenta de ellos se pusieron en arma y le resistieron” en un primer momento. El lugar referido fue descrito como “muy bueno y de bastantes aguajes”, sin olvidar el carácter estratégico que posee como ruta “con certinidad de que se ahorraran sesenta leguas del que hasta aquí se sabía y se salva el paraje del llegar a los Pataragueyes”. Cumplida su labor, los méritos del “descubrimiento pacificación y población de Las provincias de La nueva México” son reconocidos por el Rey, quien pide la pronta posesión del territorio y el cobro de “tributos en moderada cantidad de los frutos de la tierra”. La noticia es positiva y, después de todo, las difíciles condiciones sufridas por los exploradores han valido la pena. Sin duda, a pesar del paso de los siglos, la visión del espacio geográfico norteño no ha perdido su postura estratégica que entonces fue señalada por Saldívar, pero ahora posee una connotación sujeta a las necesidades e intereses de la modernidad.
Este panorama que algún día llegó a tener “bastantes aguajes” ya se encuentra seco y asfaltado. Sin embargo, el imparable flujo migracional mantiene corrientes en movimiento. El Río Bravo pretende acotar la región y, más allá del límite, continúa creando generosas esperanzas al viajero; promueve la migración de quienes, como el sargento Saldívar y sus acompañantes, persiguen el sueño americano en búsqueda de prosperidad en otras tierras, siempre impulsados por una idealización en las riquezas de este norte. El paseante, a través de su visión utilitarista, reconoce al espacio geográfico como camino estratégico. El juarense contempla el río y se desdobla en él, lo convierte en un grito de protesta. Lo devisa sin agua pero con la idea que después de éste, existe algo que vivir. El simbolismo del Río Bravo no se concreta únicamente en su aridez reflejada en la ciudad o en su estatus como lugar de paso y limítrofe a Estados Unidos; se expande y representa un apéndice para la ciudad que guarda memorias sobre el ritmo siempre cinético de las formas de vida: habitantes en eterna adaptación a la sequía y constante encuentro con los recuerdos de lo que un día fue abundancia.
Sarahí Robledo
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¿PASO DEL NORTE?
En realidad, el protagonista del cuento de Rulfo nunca llega a Ciudad Juárez, por lo que –de entrada– no tendría cabida en este sitio. ¿Cómo ubicar en un mapa la imprecisión geográfica de quienes anhelan llegar al otro lado? ¿Lo que la gente espera de la frontera es también parte de ella? La idea del cruce que el personaje de “Paso del Norte” lleva a cuestas, desde su rancho al pueblo y de ahí a la capital, está fortalecida, paradójicamente, con tratados de comercio internacional (como el Programa Bracero de mediados del siglo pasado) pero también con ilusiones que surgen de rumores y de ficciones mediáticas que inciden en el imaginario voraz de la necesidad. “–Y ¿qué diablos vas a hacer al Norte?” Le pregunta su padre. La incertidumbre del protagonista es tan firme como su empeño por partir. En la Ciudad de México, en donde los habitantes se disuelven entre tanta gente, busca empleo con un enganchador: “«Sí, vete a Ciudá Juárez. Yo te paso por doscientos pesos”. Tras duras jornadas en los trenes de Nonoalco (el mismo que habita José Trigo) junta el dinero y lo presenta para cerrar el trato. “–Está bien. Te voy a dar un papelito pa nuestro amigo de Ciudá Juárez. No lo pierdas. Él te pasará la frontera y de ventaja llevas hasta la contrata”.
“–Padre, nos mataron”. Típico de Rulfo. Según el difunto fue “Allá, en el Paso del Norte… estábamos pasando el río cuando nos fusilaron con los máuseres”. El agente de migración ofrece la referencia espacial exacta: Ojinaga; además, también le informa, a empellones, que de seguro fueron los apaches y de alguna manera lo ayuda en su próximo tránsito: “–Tengo ahí una partida pa los repatriados. Te daré lo del pasaje; pero si te vuelvo a devisar por aquí, te dejo a que revientes”. La división entre los vecinos estados nacionales entabla un diálogo discontinuo y a voz quebrada. Los sujetos que deambulan entre una política aparentemente bilateral expresan en sus narrativas historias sobre el logro y el fracaso, unos en un éxodo desesperado y otros –apaches, rangers, migras o tejas– en una ciega convicción que impide el cruce. Ambas perspectivas signan la frontera; la llenan de vida, frustración y violencia; la convierten en una franja no apta, aunque siempre permeable, para sueños y voluntades.
“Paso del norte” vio la luz en El Llano en llamas y otros cuentos en 1953 (FCE); sin embargo, en la segunda edición, “corregida y aumentada”, aquella que inauguró la Colección Popular en 1970, fue retirado de la obra. ¿En serio? ¿Cómo pudiste permitirlo, Juan? “Eso yo no lo sé. Fueron los editores”. Pero a mí me parece un texto tan logrado, incluso con la falsa pista del título y todas las mutilaciones que le hiciste para que regresara al Llano. “Era un cuento muy malo. Yo no sentí que lo quitaran. Tenía dos pasos, dos saltos un poco difíciles de unir: el momento en que se va el hombre a buscar trabajo de bracero en los Estados Unidos y cuando regresa. Hay un intermedio allí que no está bien logrado. Por eso es que yo no insistí en que lo volvieran a poner”. Mejor ya ni sigas. Con ese texto siempre inicio la clase de Literatura del norte, hasta lo tengo en mp3. ¿Qué tal si se enteran? ¿Cómo te voy a defender? “Me hubiera gustado poder escribir ese cuento, trabajarlo un poco más y concretarlo, sí, porque es el único cuento antiimperialista que yo tengo, ¿no?” ¡Claro! “Tengo pensado escribir unas cosas así. A ver si en las próximas sí me lanzo duro contra los gringos”. Vale… eso suena mucho mejor.
Urani Montiel
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El llanto de Cathy
Mi primer acercamiento a Patricia Highsmith fue a través de sus Pequeños cuentos misóginos que encontré en la biblioteca de la UACJ. El libro estaba extraviado en la sección prohibida: teoría literaria. No sé qué hacía ahí, pero fue lo único que pedí prestado aquella vez y no me arrepiento —como en otras ocasiones en las que he estado perdido en esa zona. En esta obra la seriedad se parodia por medio de un discurso “común”; las historias del libro son de estructura narratológica más bien simple: inicio (se presenta la protagonista en general), desarrollo (se expone el vicio moderno de la protagonista), nudo (el vicio encamina vertiginosamente a la autodestrucción) y conclusión (la protagonista muere, desaparece o enloquece). Highsmith descarta la sorpresa y apuesta por la monotonía del destino: la última frase de cualquier cuento señala un irremediable pero esperado final.
Escribir sobre la frontera es hablar de perspectivas. Quiero decir que cada conciencia la percibe de forma diversa: la riqueza del concepto recae en esta cualidad plurisigniticativa. Afortunadamente existen puntos de encuentro. Afirmar que cada frontera —sea lingüística, geográfica u ontológica— implica una fusión y un choque no resulta atrevido. “La víctima” es un buen ejemplo de este choque de culturas en nuestra frontera. La sorpresa propia del azar, de aquellas regiones en las que un acontecimiento tan cotidiano como el acto de leer se transforma en una revelación, radica en aquella mínima alusión a Ciudad Juárez que confirma cierto discurso sobre el espacio elidido: la ciudad es mencionada y sólo el simple nombre basta para construir desde lo invisible sus calles y sus habitantes, sus elementos simbólicos. El pasaje es breve. Una página dedica Highsmith a México: “Habían pensado ir a Europa, pero Europa resultaba demasiado cara. Fueron en coche a Juárez, cruzaron la frontera y se dirigieron a Guadalajara, camino de ciudad de Méjico. Los mejicanos, hombres y mujeres indistintamente, se quedaban mirando a Cathy”.
Cabe analizar este breve párrafo: Cathy, protagonista del cuento, es un producto terrible del artificio y la fatalidad femenina. Mas en este personaje yace una perversidad propia de cualquier ser que desespera en su búsqueda de la libertad. A través de la ficción, Cathy desmitificará la inocencia y la educación moldeada que “debe” tener un niño. Luis Humberto Crosthwaite escribe en sus “Instrucciones para cruzar la frontera” que ésta cumple, gracias al hastío, la invasión y la vigilancia, funciones de abstracción: es un espacio propicio para imaginar, para inventar, para crear una historia. La familia de Cathy desea escapar pero no puede pagar un viaje a Europa, así que maneja hacia Juárez. Cualquier descripción sobre la ciudad de los vicios es elidida, salvo la frontera. Ésta representa algo simbólico: al cruzarla, transgreden el espacio de confort violentado: el del hogar contaminado donde los dramas de Cathy eran terribles pero podían “superarse” en virtud de la paz entre vecinos. La comunidad seguía inalterable a pesar de sus corrupciones y Ruby, la madre, justificaba la actitud de su hija con un “¡Sencillamente Cathy tiene éxito!”
Una vez del otro lado de la frontera, las acciones y los espacios serán alterados por una violencia implícita. Será en México donde Cathy, quien es observada con recelo por hombres y mujeres (y será contemplada así en cualquier espacio del mundo), desaparezca por primera vez, justo después de un suspiro producto de aquella “gente repulsiva” que los juzgaba con la mirada: “No había más que hombres de negocios con traje, unos cuantos campesinos con sombreros mejicanos y pantalones blancos —generalmente llevando bultos de algún tipo— y mexicanas de aspecto respetable haciendo sus compras. ¿Dónde había un policía?” Highsmith retrata una sociedad mexicana ya urbanizada, en progreso, donde sin embargo coexisten en un mismo plano espacial hombres de traje, campesinos clásicos, mujeres respetables en el ejercicio cotidiano de las compras y la gran ausencia de la policía. Los padres buscarán, más bien forzados por la obligación ingenua, vacía, y encontrarán a dos oficiales que escuchan atentamente la descripción de Cathy (interesados sin duda por la sensualidad descrita; anotando figuras del deseo): cuando los padres muestran la fotografía de Cathy, ésta, como la niña retratada, desaparece.
Al transgredir las fronteras geográficas, se busca una liberación autodestructiva. El comportamiento de Cathy será reiterativo y finalmente encontrará su última pérdida en la ingenuidad de su belleza “precoz”, casi incomprensible y terriblemente juzgada: la solución a las constantes violaciones es “la píldora”. La respuesta de la sociedad es decir que Cathy se merecía las violaciones y los acosos “por su maquillaje y su manera de vestir”. Poco importaba que fuese una niña. El final del cuento, de carácter abierto, puede ofrecer una esperanza. Su amor por el vuelo, por el viaje, en un no-lugar donde podía ser como ella quería ofrecerá la desaparición final (sin violencia corporal): quizá su último encuentro sería una cita con la liberación. El espejo de la realidad es venenoso. Este pequeño cuento misógino expone a personajes planos (salvo Cathy y su perversidad), estereotipos de dos sociedades (la estadounidense y la mexicana) donde se parodian los discursos de lo equitativo por medio de la violencia y el sometimiento desde sus orígenes primitivos, en virtud del deseo más bestial. El narrador en tercera persona es esencial al encontrarse distanciado de los hechos. Provoca una ironía accidental: sus personajes, al ser dibujados con dicha neutralidad, no saben que causan nuestra risa. El lector también se refleja en estas páginas vomitivas, bestiales: todos formamos parte de una sociedad estereotipada, contaminada por la caricatura de nosotros mismos.
Antonio Rubio
DERROTERO DE NORTE A SUR
La Relación de lo que acaeció en las Indias de Alvar Núñez Cabeza de Vaca, natural de Jerez de la Frontera –curiosamente–, es el primer testimonio escrito que conservamos sobre la región de Ciudad Juárez–El Paso. “De quién sino de él podía venir el sueño imposible de la riqueza del río… quién sino un náufrago delirante podía hacer creíble semejante ilusión sobre el río grande, río bravo… frontera de mirajes desde entonces” (Carlos Fuentes: La frontera de cristal, 1995). Existen dos versiones de la crónica (a.k.a. Naufragios) debido a la polémica en torno a la sacralidad sensual y táctil con la que el protagonista logró supervivir. El yo de la Relación (Zamora, 1542) es un él en los Comentarios (Valladolid, 1555). A pesar de que la actividad milagrera, tan del gusto de sus lectores de todas épocas, quedó reivindicada, es evidente la distancia que los cuatro sobrevivientes toman frente a los suyos: “no quisimos tomar de todo ello sino la comida, y dimos todo lo otro a los cristianos para que entre sí la repartiesen… nosotros sanábamos los enfermos, y ellos mataban los que estaban sanos”. De hecho, la materia prima de la autobiografía –lo que le da un carácter sobresaliente y atípico– es en realidad la traducción al castellano de las experiencias vividas en lenguas indígenas. ¡Primera literatura de la América hispana!
La expedición de Pánfilo de Narváez despertó muy pronto de su ensueño americano y entró en crisis, lo que implica formular un juicio sobre algún evento a partir (o a fuerza de naufragios) de lo sufrido, observado y reconocido. La prosperidad siempre menguante de la tripulación permitió que la cultura occidental, encarnada en el escritor chicano (¿será?), experimentara una complejidad compartida con los habitantes originales de Norteamérica. Núñez Cabeza de Vaca entró en una crisis profunda en la que logró comprender a esos otros siendo uno de ellos. El mal hado de los ocho años en peregrinaje o cautiverio le da a la narración un tono introspectivo y patético lleno de imprecisiones espacio-temporales. Empero –y con sobrado debate– es hacia el final del capítulo XXIX donde el malogrado grupo va mudando fortuna y, en dirección oeste, logran alcanzar el Río Grande en puntos próximos a donde hoy se ubica Ciudad Juárez: “passamos vn gran río que venía del Norte y passados vnos llanos de treynta leguas hallamos mucha gente que de lexos de allí venía a rescebirnos”.
El cruce realizado por Alvar Núñez y los suyos por el paso del Río del Norte es replicado a diario, en días hábiles por supuesto, por paisanos convencidos de que el american way es la única vía. El consulado norteamericano los recibe y retiene en Ciudad Juárez por lo menos una semana a quienes bien les va. La zona de Las Misiones se volvió turística con maña (y a fuerza de inversión privada). No es de extrañar que un martes cualquiera todos los hoteles de por ahí estén a tope y colmados de billete verde. Los antiguos mexicanos entran a Juárez recelosos, las TV news han hecho su trabajo; su último recuerdo de una zona fronteriza fue una hazaña digna de una crónica detallada, un rito de paso que les ha marcado (humedecido) las espaldas. Por lo general, aquellos que cruzan de norte a sur por estas latitudes llevan años extraviados en un prolongado anonimato, un perfil bajo cotidiano; se han ausentado de su patria durante cada una de sus jornadas y dominan toda clase de sortilegios –o mano de obra– para que cambie, aumente o por lo menos siga a flote su fortuna.
Urani Montiel
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