Doscientas once ballenas y un desierto
Desde hace tiempo, resulta casi inevitable que dentro de la literatura en México los temas de la corrupción, la violencia y la crueldad sean monedas de uso corriente, tal como lo apunta la narradora chihuahuense Liliana Pedroza en una entrevista que le realizó Vicente Alfonso. La ganadora del Premio Nacional de Cuento Joven Julio Torri 2009 presenta en varias de sus obras una crítica respecto a estos problemas sociales que continúan brotando en nuestro país. El cuentario Vida en otra parte (2009) reúne textos que poseen como factor común el confundir la realidad con la ficción de tal manera que “se amalgaman, se persiguen, en un juego de espejos en el que hombres y mujeres, sea cual sea su condición, pueden verse reflejados”. En “Samalayuca”, una de las narraciones reunidas, el personaje principal es una joven mujer, Amalia. El breve relato aborda el tema del femicidio, aunque lo hace de manera implícita gracias a su gran habilidad poética.
En la entrevista mencionada, Pedroza señaló que uno de los lugares del norte que sigue en la lucha contra las violencias de género es Ciudad Juárez, a la cual calificó como un “laboratorio de la violencia” en donde “las autoridades estatales y municipales no [hacen] nada por mejorar esta situación”. Esta empatía, sin duda, sembró la creación de su cuento. El lugar al que se refiere el título se encuentra a unos kilómetros del sur de Juárez; sin embargo, el espacio que se describe puede corresponder a cualquier sitio de la región. La zona desértica en la que se ambienta la narración, aparece insoportable por el clima en verano, a tal grado que incluso se identifica como el lugar idóneo para la violencia y la crueldad. En un inicio, Amalia describe ciertas alucinaciones que percibe a través de su ventana: doscientas once ballenas azules, tres cangrejos rojos, gaviotas y algunos caballos de mar. La protagonista evoca imágenes de animales marinos, quizá, por su apremiante necesidad de refrescarse; no obstante, todo lo que ve e imagina es, en realidad, un presagio de su desaparición sin explicación alguna. Dejará atrás “su ropa empapada de agua con sal” y unas ballenas azules (policías estatales y municipales), gaviotas (helicópteros) y caballos de mar (unidades militares) buscarán con insistencia a tres cangrejos rojos (culpables).
Las percepciones de Amalia representan lo que tantas víctimas han deseado: búsqueda de justicia. Resulta lamentable que las autoridades de Ciudad Juárez no sean capaces ni muestren interés para resolver estas situaciones de violencia e impunidad que perjudican, principalmente, a la comunidad femenina. Sobre el tema se ha escrito e investigado mucho, desde el ámbito sociológico, periodístico y literario; los movimientos y grupos feministas trabajan día con día para exigir justicia en los casos de feminicidio y un verdadero cambio social y político que permita la eliminación de todo tipo de violencias de género. No obstante, por desgracia, las noticias continúna alimentándose de asesinatos de mujeres y pesquisas de jóvenes desaparecidas. Los casos más recientes que han cimbrado a nuestra comunidad, el de Dana Lizeth Lozano e Isabel Cabanillas, nos muestran la urgencia por generar una reflexión en torno al tipo de sociedad en la que vivimos, en donde la concientización, la empatía, la fortaleza y la solarización entre mujeres resultan imprescindibles para sobrevivir. Ya que, si bien la situación en esta frontera no ha cambiado para la comunidad femenina, aún pervive una insaciable sed de justicia y un acérrimo anhelo de que, algún día, podremos existir libremente.
Nohemí Damián de Paz
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Una ciudad que devora
La prosa de El monstruo mundo se constituye a partir de breves secuencias, cuyo propósito recae en un antiguo dilema metalingüístico: “Las palabras, todas, comprendían una falsa propuesta, un indicio no logrado; su escollo a veces parecía no decir nada.” ¿Nombrar soluciona algo frente al caos que predomina en nuestra realidad? Azucena Hernández se sumerge en esta pregunta a través de una narración fragmentada por “artificiales estados opiáceos” y el devenir citadino de una mujer. Su historia encarna una errática violencia interna que proviene de la monotonía y el hastío de sobrevivir en un mundo por momentos completamente deshumanizante. De la nouvelle –así se subtitula– publicada en el 2016 bajo el sello editorial Ars Communis, me interesa abordar dos aspectos, los cuales, finalmente, ayudan a resolver la duda planteada: el cuerpo femenino y el espacio habitado.
La protagonista no presume de un nombre. Dentro de la narración, únicamente Bill, dueño de un decadente bar, lo posee. Otro personaje importante es D., pero conocer solo su inicial indica que, por ser una especie de extensión de ella, su identidad se difumina, se va desvaneciendo. En su deambular por la ciudad durante una noche llena de drogas, prostitución y muerte, poco antes de encontrar “el desprecio total en un guiñapo de una mujer”, afirma que “los nombres no son importantes, pudo haber sido cualquiera”. No obstante, las múltiples violencias que cotidianamente recaen en los cuerpos femeninos comienzan con la insistencia por invisibilizar su presencia. Por ello, más allá de centrarse en el despojo corporal (aunque sí aparezca la descripción de la causa y el resultado de un feminicidio), la novelista muestra la deshumanización de nuestro mundo a través de los estragos que padece la mente de alguien que se enfrenta a esta situación. Por tanto, si bien es cierto que cualquier habitante de esta u otra ciudad pude sucumbir ante el apremiante caos, la pregunta inicial, ¿el nombrar soluciona algo?, se convierte en un problema de género. Pues, aunque la premisa que ronda en todo el texto consiste en la vacuidad del lenguaje, el mismo hecho de escribir la novela, su final y el desdoblamiento de la autora en la “prostituta Nena” demuestran lo contrario: necesitamos, como mujeres, nombrarnos para comenzar a ocupar un lugar desde el que se pueda combatir la fiereza de la realidad.
Ahora bien, el espacio en el que sucede el enfrentamiento entre la mujer y su entorno signa su misma existencia. Es decir, la estructura de una ciudad como Juárez nos constriñe dentro de su propia lógica; pues, si bien es cierto que como habitantes la vamos construyendo diario, las relaciones –sociales, políticas, económicas, urbanas– que se crean en y a partir de ella, en su mayoría múltiples, caóticas o mal diseñadas, impactan abiertamente la identidad individual: “Frente a mi casa jugaban los niños pobres, y yo más pobre aún, carecía de palabras para invitarme a sus juegos. Frente a mi casa se drogaban los jóvenes que comenzaban a tronchar las flores de la muerte joven. Y pasaban los borrachos a altas horas de la noche salpicados de estrellas en los ojos. Y la prostituta Nena (se llamaba Azucena), gorda y vieja fichaba en los burdeles azules de Barrio Azul. Y muchos terminábamos siendo criminales, drogadictos o putas, porque había que ir tirando, desprenderle gajos jugosos a la vida pero la vida sólo nos daba miasmas”.
La espacialidad, por tanto, tiene una fuerte presencia en la narración, aunque la misma protagonista (y autora) intente negarlos o trascenderlos. Todo comienza en su habitación; luego, su devenir se extiende a otras áreas de la ciudad, sus calles, el viejo centro, un bar, un cementerio. Así, a pesar de que el espacio se expande conforme avanza el texto, la protagonista no puede desprenderse de la asfixia que implica existir en un sitio donde el único viaje supuestamente libre se da a través de las drogas; sin embargo, al final todo termina en vacío: “Un golpe de euforia que en un segundo gastó su potencial dinámico; después nada, el mundo era una pared descascarada”. Los nombres son lo único que nos queda, sobre todo en una ciudad en donde la falta de memoria y la normalización de una violencia encarecida, nos devora día a día, como lo hizo con Ana, Pamela, Marisela, Verónica, Laura, Beatriz, Claudia, Alma, Patricia…
Amalia Rodríguez
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Un viento que se lleva la vida
Desde hace un par de años, Elpidia García se ha colocado en un alto escalón de la narrativa juarense, irrumpiendo con éxito en la escena mexicana. Ellos saben si soy o no soy (2014) reúne sus primeros cuentos, los cuales la posicionan como la autora más importante y prolífica en cuanto a la temática de la maquiladora. Ese mismo año obtuvo el premio Voces al Sol, gracias a otra serie de relatos que conforman Polvareda (2015), donde aún predomina la cuestión de la industria ensambladora, ya sea de fondo o directamente en el desarrollo de sus personajes. En el 2018 gana el premio Bellas Artes de Cuento Amparo Dávila por El hombre que mató a Dedos Fríos y otros relatos. Hace un par de días se presentó el libro bajo el sello editorial de Lectorum y el INBA. Los quince cuentos, afirma Ricardo Vigueras en la contraportada, “hilvanan un tapiz de la vida cotidiana en la frontera entre México y Estados Unidos. En ese recurrente territorio mítico (desde el Western que preside las dos primeras historias), feminicidios, desaparecidos, delincuencia y tráfico de drogas quedan retratados.” En esta ocasión me enfocaré en “Peregrinos”, narración que trasciende la cotidianidad hacia un espacio más allá de la vida y muerte.
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“Las tolvaneras no cesan”
Ciudad Juárez, por mucho tiempo, ha sido azotada por la violencia. Miles de casas abandonadas lo demuestran. El Valle, por ejemplo, quedó poco a poco reducido a la miseria y el desamparo debido a una incesante lucha de grupos delictivos. Las noticas lo pregonan; quienes vivimos aquí lo experimentamos, sufrimos y entendemos más a fondo. Elpidia García recurre a su experiencia como habitante de esta frontera para expresar las consecuencias –emocionales y corporales– de una guerra que al parecer no tiene fin. ¿Los culpables? “Los uniformados, los trajeados, o los otros, sus dizque enemigos: los de los cárteles.” ¿Las víctimas? “Cientos de hombres y mujeres [que] avanzan con pasos torpes en la misma dirección. La mirada, errante, pero fija en el extremo opuesto del sendero, empecinada en llegar a alguna parte.” Isaura, su hija Yolanda, Josefina y Arturo representan a ese tumulto de personas que por una u otra razón han sucumbido ante los estragos de una estructura política y social que no permite tiempos de calma: la madre que nunca dejará de buscar a su hija, incluso en la muerte; la joven que forma parte de un grupo interminable de mujeres desaparecidas, violadas, asesinadas; la activista que no se cansará de exigir justicia, ni aun cuando le arrebaten su último aliento; la víctima colateral, cuyo único error fue ayudar o estar en el momento equivocado.
“El viento amainó de pronto”
“Peregrinos” comienza con la descripción de un ambiente por completo desértico y desolado: “El color del cielo, ultrajado, muestra la pérdida de azul convertido a pardo. Las casas están solas, sus habitantes, huidos.” A lo largo de toda la narración hay una semántica que impera: palabras y frases referentes al viento y polvo aparecen constantemente como síntomas de “un sueño de pesadilla”. Si bien desde el inicio se menciona el Valle de Juárez, creo que la cuestión del espacio excede la especificación de cualquier lugar. Es decir, aunque esta zona en especial se haya caracterizado por un paulatino abandono, el cuento de Elpidia conjuga a toda una ciudad y sus habitantes que se han acostumbrado a traer polvo en las orejas y la boca, ver rodadoras cruzando las calles, sortear los fuertes coletazos de aire y escuchar el inquietante golpeteo de la violencia. Ahora bien, esta cotidianidad aparente, de pronto trasciende nuestro contexto, pues los peregrinos, a los que finalmente se unen Isaura y Josefina, recorren una especie de río Leteo para alcanzar la paz que les habían robado: “El viento amainó de pronto. El polvo se asentó en los caminos y las rodadoras dejaron de huir y se quedaron quietas.” De manera bastante explícita se esclarece el panorama: un mundo fantasmal, que no por ello deja de contener reminiscencias reales y concretas, como el homenaje a Josefina Reyes, Susana Chávez, Marisela Escobedo y tantas otras mujeres que han sido asesinadas solo por exigir humanidad, respeto y justicia.
“Te vas ángel mío”
Otro aspecto que resalta en el cuento es el musical, sobre todo, al escuchar la versión narrada y cantada por la misma autora, acompañada de Mónica Guerra. “Te vas ángel mío”, de Cornelio Reyna, aparece como la pieza que impregna de un tono aún más desesperanzador el relato: “Oiga, qué canción más triste. Y con este clima, como que se siente una peor, ¿no?” No obstante, también sirve de aliciente para que Yolanda vuelva a los brazos de su madre. El mensaje que deja entonces “Peregrinos” es claro: existe una esperanza pero solo alcanzable en un espacio irreal. Quienes murieron pueden seguir su camino y encontrar la paz; sin embargo, aquí solo queda silencio, obscuridad y tumbas –en el mejor de los casos– a donde ir a llorar nuestras pérdidas:
Pero ay cuando vuelvas
no me hallarás aquí,
irás a mi tumba
y allí rezarás por mí.
Verás unas letras escritas ahí
con el nombre y la fecha
y el día en que fallecí.
Amalia Rodríguez
- Publicado en Ciudad, Desierto, Feminicidios, Muerte, Narcotráfico, polvo
Gritos que desgarran o un silencio compartido
Un instante habrá,
tal vez un grito,
un mínimo hilo que desate la voz.
Mientras tanto,
el canto rueda cuesta abajo de la vida.
Micaela Solís, Elegía en el desierto
La última década del siglo pasado se convirtió en un estigma para esta frontera; su símbolo continúa vivo en las calles de la región. Cientos de cruces negras sobre un fondo rosa nos recuerdan constantemente –basta googlear un simple “Ciudad Juárez” para dar con ellas– que permanecemos inmersos en una crisis social, donde la crueldad, la apatía, la indolencia y la conformidad continúan desgarrando un sin fin de voces y cuerpos. Hoy, al menos, tenemos esa insignia que no permite borrar sucesos tan dolorosos; sin embargo, no siempre fue así. Las primeras víctimas oficiales de feminicidio estuvieron envueltas en una nube de silencio, mentiras y acusaciones. Transcurrió más de un lustro (el primer asesinato se registró en 1993) para que alguien –a excepción de las madres– levantara la voz en contra de los múltiples y cada vez más constantes crímenes en contra de mujeres juarenses. En 1999 comenzaron a aparecer textos, literarios y periodísticos, que abordaban esta temática: Mujeres de la brisa de Joaquín Cosío y El silencio que la voz de todas quiebra, el cual surgió de “la impotencia y la frustración” de un grupo de escritoras ante la falta de humanidad y dignidad con que se trataba a las “muertas de Juárez” –el mismo término lo ejemplifica.
La palabra “muertas”, a pesar de ser un buen gancho mediático, reduce centenas de vidas a un montón de huesos en el desierto y, además, oculta el carácter violento con que llegaron a ese estado. No niego el hecho de que, en ocasiones, verlas de esta forma ayuda a (sobre) vivir en un lugar cuyos estándares de seguridad resultan mínimos, pues al ser un simple número o estadística no hay posibilidad de que me reconozca en ellas; sin embargo, la realidad siempre nos vence. “Las muertas de Juárez” son personas reales, jóvenes quienes, al igual que mi hermana, salían a trabajar o estudiar en las madrugadas; madres, como la mía, que tenían que recorrer grandes distancias para llevar el sustento a su casa; mujeres, en fin, como cualquiera de nosotras, con un nombre, una familia, un rostro y un alma. “¿Cómo salvar la dignidad de esas muchachas, laceradas hasta después de su muerte?” Esta fue la pregunta que motivó a Rohry Benítez, Adriana Candia, Patricia Cabrera, Guadalupe de la Mora, Josefina Martínez, Isabel Velázquez y Ramona Ortiz a investigar y recrear, durante sus reuniones semanales del S Taller de 1999, la vida de siete mujeres “que no merecían ni morir asesinadas; ni quedar en la memoria colectiva como una fotografía de la nota roja”. Historias, escogidas al azar entre los 137 casos registrados hasta ese momento, que intercalaron entre una serie de notas periodísticas, estadísticas y análisis sobre el entorno político, social y económico de la ciudad. De esta manera, a través de dos vertientes, una objetiva y la otra de carácter más literario, el lector deambula entre la impotencia, la tristeza y un creciente enojo hacia las autoridades y la misma sociedad.
El silencio que la voz de todas quiebra posee, a mi parecer, dos méritos especiales: ser de los primeros discursos que rompieron un mutismo apremiante y su forma de re-unir –nunca debieron separarse– el drama humano de siete familias con una realidad de la que todos somos responsables. La consigna es clara: dar la palabra a las víctimas; su objetivo, también: denunciar no solo la masacre, sino toda la censura, corrupción y negligencia en que se vio envuelta. Las palabras de la madre de Elizabeth Castro lo demuestran: “Lo peor de todo es no saber qué pasa, ir de oficina en oficina, tener que suplicar para que nos atiendan.” La intercalación de notas de periódico, slogans de campañas políticas, citas de gobernantes, alcaldes y procuradores, documentos expedidos por la Comisión Nacional de Derechos Humanos y otros estudios demuestran lo irracional del contexto en que se desenvolvieron los primeros feminicidios. Ejemplos: un montón de informes de la Fiscalía confusos y hasta sarcásticos, sentencias como “Son muy pocas, es lo normal”, “Ellas son las provocadoras” o “Sería muy difícil que alguien que saliera a la calle cuando está lloviendo no se mojara”, y un par de expertos criminólogos asegurando que la policía judicial de Chihuahua y sus instalaciones estaban “a la altura del trabajo policiaco y de investigación forense de Estados Unidos.” Luego, lo absurdo de todo esto se convierte, casi al instante, en un dolor latente, pues las autoras reconstruyen, a través de la memoria de familiares, diarios y poemas, la vida de Sagrario González Flores, Argelia Salazar Crispín, Silvia Rivera Hernández, Adriana Torres Márquez, Elizabeth Castro García, Eréndira Ponce Hernández y Olga Carrillo Pérez. El título del texto, entonces, se materializa, ya que resulta inevitable que la voz de quienes leemos sus palabras y silencios se nos quiebre o un nudo se amotine en nuestras gargantas.
“¿El final?” No lo tiene. Veinte años después, las noticias siguen llenas de mujeres violadas, desaparecidas o asesinadas. Cuando se terminó de escribir El silencio, el caso de Abdel Latif Sharif Sharif junto con el de “Los ruteros” estaba en su auge como espectáculo mediático, lo cual demuestra la contradicción entre una realidad patente y la forma de pensar y actuar (o no) de muchos de sus habitantes: “Sharif continúa recluido en la ciudad de Chihuahua sentenciado por un asesinato. En Ciudad Juárez fueron 137 mujeres asesinadas entre 1993 y 1998 y por lo menos otras 15 en lo que va de 1999. Sin embargo, no son pocos los juarenses que piensan que su comunidad es hoy un lugar más seguro.” ¿Ha cambiado algo desde entonces? Sí. Los silencios se aminoran. Justo por las fechas en que se redactó y publicó este libro, madres directamente afectadas –entre ellas la de Sagrario y Silvia– comenzaron a alzar la voz ante la falta de respuestas convincentes por parte de las autoridades. Así, el grito de Voces sin Eco, primera organización no gubernamental de apoyo a familiares, se convirtió en un símbolo mundial: las cruces negras con fondo rosa.
Actualmente existen diversos trabajos que evidencian y humanizan esta situación. Un proyecto importante, sobre todo por la relación y continuidad que encuentro respecto a lo aquí abordado, es Ecos del desierto, dirigido por Alejandra Aragón, que tiene el objetivo de “visibilizar el aporte de las madres de víctimas de feminicidio en la denuncia de la violencia de género y a favor de los derechos de las mujeres” a través de ocho reportajes que abarcan los años de 1995 a 2013. Su contribución fotográfica y documental resulta de suma valía para comprender el contexto que ya se vislumbraba en las líneas de El silencio. Por su parte, Ellas tiene nombre. Cartografía digital de feminicidios “muestra la ubicación geográfica donde fueron asesinadas, abandonadas y/o encontradas” algunas víctimas de 1993 a la fecha. El aumento de los puntos rojos entre el mapa publicado por S Taller y el que registra el último feminicidio (febrero de 2018) en la página de Ivonne Ramírez provoca un escalofrío sobre mi espalda… Por desgracia, como en los versos de Micaela Solís, utilizados en el epígrafe, continuamos en un canto que “rueda cuesta abajo de la vida”. No obstante, cada vez son más esos mínimos hilos que desatan la voz, provocados por una memoria colectiva que lucha contra los artilugios del olvido y el silencio.
Amalia Rodríguez Isais
- Publicado en Ciudad, Feminicidios, Muerte
Ángeles mensajeros
I. En el 2010, al entonces presidente municipal “Teto” Murguía le preguntaron, durante un evento religioso, si la violencia en la ciudad había descendido durante su administración. “Lo que se ve no se pregunta”, contestó, citando al “filósofo de Juárez”, Juan Gabriel. En aquel entonces vivíamos el cénit de la “guerra” que declaró Calderón contra los narcotraficantes que su gobierno apoyaba en la sombrita. Cuando los militares erraban por las avenidas y el toque de queda se impuso: todos en casa antes de las 10. Cuando los policías hacían un trabajo excelente atrapando a jóvenes jugando futbol en los parques. Cuando quince muchachos, estudiantes de preparatoria, fueron asesinados en Villas de Salvárcar. En fin, el año en que, hasta el hoy agonizante 2017, se registraron más feminicidios en esta frontera.
En el evento mencionado, donde se confundieron políticos con sacerdotes, se aparecieron unos ángeles. Blancos, casi como ceniza, con alas enormes. Querían mandar un mensaje al Chapo Guzmán y sus sicarios: “Arrepiéntete de tus pecados”. No volaban, pero tenían la serenidad y la fe que solo otra especie de vuelo sutil puede otorgar. Eran muchachos de una iglesia en la periferia. Motivados por un mensaje humilde, realizaban su protesta (sin quererlo, política) en el silencio de las pancartas y se colocaban en distintos puntos de la ciudad para exponer su comunicado a los criminales y narcotraficantes, pero también a los policías y políticos corruptos. Confiaban en que Dios otorgaría el cambio positivo en los delincuentes corazones. Algo que Teto imaginaba citando a Juan Gabriel y pensando en cifras y estadísticas. Eran también (sin saberlo) la prueba de algo más complejo. Debido a circunstancias socialmente extremas, los hombres y mujeres afectados por las consecuencias de la violencia tenían dos opciones: convertirse en el ángel mensajero o en el sicario que toma un arma porque no tiene de otra.
II. Inspirada en esta figura y en las posibilidades tanto políticas como simbólicas que ofrece, Selfa Chew escribió El ángel, texto incluido en su libro ganador del premio Voces al Sol, Cinco obras de teatro (2015). Doce cuadros y un epílogo, construidos sobre todo por medio de diálogos, destacan la búsqueda de la verdad. Cada una de las escenas consiste en dos o tres personajes “comunicándose”, ya sea por medio de una charla común, una entrevista o un interrogatorio. Esto recuerda un poco a las tragedias griegas en las que, por medio de la “plática”, se reconstruye un conflicto ya pasado y no resuelto. En virtud de subrayar lo último, en El ángel se omiten las acotaciones, elidiendo así la construcción precisa del espacio y tiempo que el lector imagina, gracias a los indicios, en un contexto por lo menos fronterizo. Además de la ausencia de didascalias extensas que ubiquen a la obra, los nombres generales de los personajes representan “arquetipos” (salvo en el caso de Castagnetti y Romero) que aumentan el significado simbólico. Los dos casos más notables son el del Reportero, cuya visión reivindica el sentido humano desvalorizado por la propia violencia en la que se encuentra inmerso de cierta forma y que guarda relación con la experiencia posible del habitante de Ciudad Juárez; y el de Ángel, que simboliza no solo a los jóvenes que tomaban la calle divulgando un mensaje religioso, sino a las distintas caras y vidas sometidas por el ambiente violento: “Morí muchas veces cuando era inmigrante, otras tantas siendo malandro. Resucité porque hubo otros ángeles sin alas que me dejaron ir a otras vidas, a veces más duras”. Aquí el mensajero se transforma en el ángel caído que, sin embargo, sale adelante gracias a otros de su mismo tipo. Es, a fin de cuentas, salvador y verdugo de sí. Quizá ha olvidado cómo volar, mas sabe que hay otras posibilidades para imaginar el vuelo.
III. En pocas escenas de El ángel se menciona cualquier tipo de espacialidad. Será trabajo del lector imaginar un escenario que pareciera invisible. No obstante, en uno de los últimos diálogos Ramón le cuenta a Castagnetti que Sahagún Baca, un narcotraficante que fue anteriormente comandante de la Policía Federal en Hermosillo, reservaba el sótano del Hotel Silvia’s para sus sesiones de tortura. Los vestigios de este lugar, que fue famoso durante los años ochenta hasta que se incendió una década después, se encuentran todavía entre la avenida 16 de Septiembre y la calle Argentina Sur. No hay indicios de que dicho sótano haya existido y que además haya servido para la tortura; sin embargo, ahora la naturaleza busca recuperar, de forma sutil y lenta, su reino perdido. Y si bien antes quizá haya servido como escenario de crímenes que muchos conocían pero pocos atrevían a denunciar, hoy es un cadáver donde brota la esperanza de las flores.
Antonio Rubio
- Publicado en 16 de Septiembre, Feminicidios, Hotel, Muerte, Narcotráfico
La frontera, un viaje sin regreso
Nadia Villafuerte nació en Tuxtla Gutiérrez, Chiapas, el 18 de agosto de 1978. Con estudios en periodismo y música, obtuvo la beca del FONCA en el programa Jóvenes Creadores 2003 y tres años después la de la Fundación para las Letras Mexicanas. Dentro de su producción literaria podemos encontrar títulos como Preludio (2002), Barcos en Houston (2005), ¿Te gusta el látex, cielo? (2008), Palabras mayores. Nuevas Narrativas Mexicana (2015), Presidente, por favor (2005) y la novela Por el lado salvaje. Uno de sus intereses temáticos recae en la cuestión del género, perspectiva que se refleja en “Botas Texanas”, relato compilado por Antonio Moreno en Road to Ciudad Juárez (2014). Aquí la autora habla sobre la naturaleza de una ciudad fronteriza que funciona como el escenario perfecto para que una mujer triste, pesimista y melancólica encuentre, aparte de sus botas texanas, un montón de cosas más: un uniforme de mesera, una peluca azul, un libro y un viaje que lo cambiará todo.
Villafuerte muestra una urbe “capaz de recibirte amorosamente y clavarte un cuchillo al dar la espalda”; es decir, el espacio que reconstruye se visualiza bajo una naturaleza dinámica, siempre en movimiento, pero con un aliento trágico insoslayable: “y de hecho, toda Juárez se me había revelado como una barranca en cuyos bordes florecían los buitres de carroña”. La protagonista se traslada por la zona céntrica, pasando por mercados, plazas y tiendas de segunda mano para comprar algunos artículos de interés a precios de oportunidad, entre ellos, el libro Cómo viajar sin mucha plata. Por la mañana, con sus olores, la ciudad se atesta de vida; sin embargo, con el comienzo de la obscuridad llegan sombras palpables de inseguridad, depravación y muerte. Todo esto propicia el escenario para que la protagonista, envuelta en sentimientos de soledad, aburrimiento y monotonía, encuentre el detonante perfecto para tropezar ¿accidentalmente? con su deceso. Irónicamente, la ciudad le ofrece un boleto para viajar de una forma en la que no necesitará plata ni equipaje.
El escenario del texto se desenvuelve en la zona céntrica. No obstante, considero que la visión de este lugar va acorde con la depresión del personaje, es decir, solo se muestra lo peor de la ciudad. La autora resalta la imagen negativa de Ciudad Juárez (pero se queda un tanto corta con el ambiente real del centro, por ejemplo, no es cosa fácil encontrar pasteles de crema en la vía pública como sí lo sería la rebanada de flan con su fresa y adorno de crema batida enfrente de Catedral) y la complementa con el imaginario social que se ha creado en torno a ella para crear el escenario perfecto en el cual se desarrollará esta fatídica historia. La frontera se convierte, una vez más, en un espacio lleno de muerte y pesadillas, en donde el día de una chica que solo quiere pasar el tiempo y comprarse unas botas vaqueras puede terminar, de un momento a otro, en tragedia; o más bien, convertirse en un viaje sin regreso, como el de cientos de mujeres asesinadas en el desierto, hacia ese lugar en donde “cientos de fantasmas serpenteaban el Río Grande o el llano de Leteo o como se llamase”.
José Ricardo Medina
- Publicado en Centro, Feminicidios, Frontera, Muerte
Detrás de la cortina
Sergio González Rodríguez nació en la Ciudad de México en el año de 1950 y tiene apenas unos meses que falleció. El autor es reconocido por sus escritos acerca de los feminicidios en tierra juarense en la década de los 90. Al respecto, su obra principal es Huesos en el desierto, construida a partir de publicaciones en el periódico Reforma. Del libro, una crónica periodística con secuencias narrativas que van develando el proceso de una indagación, me llama la atención el segundo capítulo: “El mapa difícil”. Se dice que la figura patriarcal era la dominante en aquellos años por lo que a la mujer se le tomaba como una criatura dependiente a la cual proteger. Cuando la industria maquiladora comenzó su apogeo en la ciudad y las mujeres eran remuneradas por su trabajo, un rencor masculino surgió dando origen a la antítesis femenina. Ya no eran concebidas como las progenitoras, ni se percibía su estereotipo de pureza, lo que inició su identificación como un objeto que gusta del sexo, así como el desencadenamiento de la violencia en su contra. La imagen de Ciudad Juárez se presentaba en marquesina como la oferta de una vida mejor, pero detrás de esa cortina se desataba el contrabando, la violencia de género y la inmigración. Esta estampa fue pronto internacionalizada.
Ciudad Juárez, para los mismos ciudadanos, es una urbe con calles llenas de baches, terrenos baldíos, con zonas urbanas polarizadas: unas muy pobres y otras opulentas. Por otro lado, la gente que se encuentra fuera de la ciudad la ve como un enlace, un puente hacia el país. En el texto se habla acerca de los soldados de Fort Bliss, cuando cruzaban la frontera con destino a una zona de descanso y distracción del deber durante la Segunda Guerra Mundial. Más tarde se transformó esta zona en el espacio propicio para el intercambio de armas y venta de drogas, sostenido debido a la falta de empleo para la población joven quien buscaba su propio sustento económico. Esta gran frontera fue inspiración para González Rodríguez por todo lo ocurrido en estas tierras; la localidad se divide en distintas zonas que, a su vez, son controladas por diversas figuras dueñas de grandes extensiones y propiedades. A finales del siglo XX la violencia femenina constituía parte de la sociedad juarense, aunque también llegó a afectar a los hombres, sobre todo a la población infantil. La crueldad de estas acciones ha quedado impune, ya que, afirma el autor, las mismas autoridades se vieron envueltas con los criminales y cubrieron los delitos.
Lo que se narra en este capítulo de Huesos en el desierto marca el comienzo de la época en la que aflora el crimen organizado en la ciudad. Vivir en el entrecruce de siglos implicó una preocupación siempre constante debido a la incertidumbre de amanecer al siguiente día. Ser mujer y formar parte de esta sociedad significa desconfiar de todos a tu alrededor pues no adviertes totalmente quién es una amenaza y quién no, una desventaja de género aún vigente en esta franja fronteriza. La existencia de personas provenientes de otras zonas del país, especialmente del sur, fue asociada a estos procesos ilegales. Francisco Javier Llera Pacheco fue citado en el texto como argumento que sustenta el punto anterior: “los problemas de aquella frontera no venían de procesos locales, «sino de fuerzas externas»”. Para poder coincidir plenamente con lo que Sergio González describe, hay que, por una parte, haber experimentado en carne propia el ambiente que retrata y, por otra, desconfiar de los medios de comunicación pues no son objetivos completamente, lo que afecta a los habitantes por la sensación de ser engañados y reprimidos por un temor que ojalá fuera pasajero.
Lilian Idaly Vigil
- Publicado en Feminicidios, Frontera, Muerte
Cuentos únicos y secundarios: nota primera
Al igual que ciertos autores, hay lectores que piensan sobre el proceso de interpretación y apropiación de lo escrito. Cuando leo por gusto, como ahora, soy esa clase de lector. En mi imaginario, lectura y viaje son sinónimos, de ahí que, como los que viajan e insisten en visitar lugares que podrían conocer a través de las referencias al alcance (mapas, libros, estadísticas fotografías y documentales) yo me aferré a la experiencia de lectura. La relación subjetiva entre el texto y el lector, más allá de la descripción o la crítica, da como resultado lo que una visita en persona, una colección de impresiones particulares, que, aunque intransferibles, son dignas de ser comentadas, porque solo a través de ellas puede expresarse efectivamente lo que ha dejado la lectura: la vivencia de lo escrito en una primera persona que no es la del autor o la de la voz poética. Esta es la relación que he querido mantener con los textos y en este sentido, mi comentario sobre Cuentos únicos y secundarios (2017) no aspira a la reseña, sino a la narración de una experiencia lectora, una crónica de viaje.
El cuentario, editado por la UACJ tras haber merecido el premio Voces al sol, propone una colección de historias que reflexionan sobre los motivos y el proceso de la escritura a través de un ejercicio metatextual donde, de manera más evidente que en otras obras, el lector, que analiza las relaciones presentes en cada historia, las interpreta y ajusta a su contexto; es también creador y, por lo tanto, documentará en su lectura una ruta distinta. En las primeras páginas, Graciano escribe una nota con tres advertencias:
- El libro es una antología de cuentos. La primera parte, como el subtítulo adelanta, está compuesta por textos únicos de autores fallecidos antes de poder escribir otra cosa. La segunda la conforman textos de autores vivos que, por alguna razón, no volverán a escribir. En este apartado se incluye un texto de César Graciano.
- Todos los autores son ficticios. Las correspondencias con la realidad, si las hubiera, están al servicio de la ficción.
- La selección de cuentos no pretende reflejar la realidad de su tiempo, sino únicamente hacer disfrutar, en la medida de lo posible.
Hechas estas previsiones, el lector encuentra al inicio de cada relato una ficha biográfica de quien lo escribió. El origen de los autores-personajes es diverso; hay entre ellos una estudiante extranjera (Mónica Jáuregui), un indocumentado mexicano (Braudel Castro) y un poeta judío estadounidense (Ezra Eldar), todos asesinados en Ciudad Juárez. De igual manera se dibujan distintos perfiles profesionales: un periodista (Ilán Ruvalcaba), quien es, posiblemente, el alter ego de César Graciano en el cuentario; un bolero que antes fue maquinista de trenes (Camilo Eusebio Carranza) y un actor de cine Hollywoodense (Michel Cera), entre otros.
César Graciano nació en noviembre de 1994. Su texto asume, de manera natural (aunque no intencional, como él mismo aclara) las características de su tiempo, hecho que lo convierte en una de las primeras representaciones literarias del Juárez posterior a la guerra contra el narcotráfico (2006-2011) desde la perspectiva de un autor cuya infancia transcurrió en los años del conflicto. La visión del momento es interesante porque determina una percepción cinematográfica, estetizada de la violencia y un imaginario donde son frecuentes las sensaciones de confinamiento, espera, desolación e indiferencia. El viaje que emprende el lector a través de la lectura de estas páginas es hacia una ciudad globalizada con ánimo de posguerra. Así en el cuento “Humo”, un personaje de nombre Jack, con ascendencia norteamericana y asentado en Juárez por mal azar del destino, descubre la ciudad como: “la parte más agotadora del camino, un monstruo dentro del que se vive”. Porque según sabemos a través del narrador: “El desierto le ha comido las esperanzas y le ha quemado la piel. Eso nos ha pasado a todos pero estamos acostumbrados al pasar del tiempo lento y terroso, con tolvaneras que se llevan las ganas de estar aquí y se llevan las ganas de no estar aquí, dejándonos indiferentes”.
Sintomática de la aldea global es también la intención de diversidad sobre la que se articula el conjunto y que se deja advertir en las preferencias y la forma de experimentar la sexualidad. En “Algo parecido al amor”, por citar un ejemplo, aparece un personaje bisexual que intenta llenar a través de las relaciones físicas y sentimentales un viejo vacío emotivo. También hay una pareja heterosexual conformada por dos dramaturgos: Carola Lavín y Luis Carlos Mendoza, quienes sostienen una relación tóxica que desencadena en la muerte de él y en el internamiento de ella en un centro psiquiátrico. Otro de los cuentos narra la historia de un joven homosexual de 17 años que, tras ser echado de su casa, se dedica a la prostitución y a la pornografía. Las edades y experiencias de los personajes, sus preocupaciones e intereses varían drásticamente, pero lo que es un hecho, es que cada uno resulta de una detallada construcción psicológica. En un principio me costó imaginar cómo logró descripciones verosímiles de personajes tan distintos. La respuesta, pienso, estuvo en la decisión de entablar un diálogo entre la biografía de los autores ficticios y sus respectivos cuentos. De esta manera, la variedad de voces que resuena en el libro es posible gracias a esa estructura que echa mano, por momentos, del registro lingüístico del periodismo. Así, el cuentario alberga una doble investigación: la del reportero en busca de historias que contar y la del escritor que intenta tender puentes entre las experiencias emotivas de sus personajes y la propia vivencia.

Crédito fotográfico: José Luis González
Entre los temas que se abordan figuran algunos cercanos a la realidad de Ciudad Juárez, urbe a la que, de una u otra manera se vinculan todos los cuentos. Se habla por ejemplo de la migración, el narcotráfico y el feminicidio. Y en cuanto a lo universal, se tocan de manera breve aunque efectiva el miedo de morir y el tedio de estar vivo, el reconocimiento del fracaso y la sensación de vértigo ante la plenitud, la empatía y el perdón, los celos hacia el amigo, el amor que muta en odio y locura. Temas tratados a veces con limpieza impecable, como en “Humo” o desde la convergencia entre una estética cercana al gore y una belleza pictórica, en “Ver nevar”, pero nunca con superficialidad. El cautiverio, la ansiedad y la violencia que resulta de ellos son descritos por Graciano en medio de paisaje blanco, cubierto por la nieve, que en el imaginario convencional remitirían a sensaciones distintas: “En aquel tiempo, así como hoy, todo era blanco. Se veía caer la nieve por días. Llegaba un momento en el cual el encierro ofuscaba las mentes. Fue en una de esas nevadas que se conoció el caso de la mujer que mató a su esposo y descuartizó el cuerpo, miembro a miembro, hasta hacerlo entrar en una bolsa negra de plástico. Cuando le preguntaron por qué lo hizo sólo contestó: «Estaba harta de estar encerrada»”.
Alguna vez, durante un debate sobre el proceso creativo escuché a César Graciano defender la opinión de que para escribir es necesaria, en primera instancia, una decisión formal, esto es, saber cómo ha de expresarse una idea, incluso antes de su nacimiento, a través de la escritura. También había quienes pensaban lo opuesto: que para escribir era necesario, primero, algo por decir. Yo estuve de acuerdo con esta segunda opinión, sin que dejara de parecerme interesante el comentario de Graciano y, sobre todo, la seguridad con la que sostenía su argumento. Me pregunté, sin embargo, cómo sería posible más allá del discurso. Cómo, en términos concretos, se podría determinar una forma para una materia poética inexistente. Los días pasaron y seguí dudando. Lo único que estaba claro es que existían dos tipos de procesos creativos: los que se gestaban a partir de un cómo, y los que se avenían a un qué. Ahora que he leído su primer libro, creo entender su intención. En este sentido, Cuentos únicos y secundarios puede leerse como un manifiesto en que la estructura es una previsión, una forma de disponer el espacio para una experiencia todavía incomunicada, antes que esta trastoque, por fuerza de su irrupción, el orden. Por eso creo que Graciano, o al menos el autor ficcional, nos ha mentido en su introducción, que el suyo no será un libro de cuentos secundario, ni esta su única nota.
Nabil Valles Dena
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