“Hay cosas que no se olvidan, que no se olvidan, de nuestra vida”
Barlovento, “costado de un buque que está hacia
el lado de donde viene el viento…”
Guido Gómez de Silva
Son las diez en una fría mañana de noviembre, un hombre se pone el casco y los guantes, va ataviado con una chamarra de cuero, botas y bufanda, acaba de terminar su clase de literatura en la universidad de Ciudad Juárez. Colmado de la satisfacción que le dan sus alumnos con preguntas, amabilidad y necesidad de aprender, se dirige a su clase de las once en El Paso a bordo de su motocicleta Suzuki 450 por el puente de las Américas. Muchos pensamientos rondan su mente: la clase del Chuco le estresa, pero es la que paga las cuentas; sus colegas increpándole cómo puede vivir en un país tan corrupto y la larga fila que le espera para cruzar. La relajante canción que tocan en la 92 F.M. junto con el cigarro logran tranquilizarlo al llegar al puente. El frío le congela la cara, entonces decide pasarse por entre los carros de la fila entre rayadas de madre para llegar al otro lado de la frontera. Este hombre es Ricardo, el yo narrativo autoficcional de Ricardo Aguilar Melantzón en la novela A barlovento, publicada en 1999 por la Universidad Iberoamericana Laguna, en la colección Papeles de Familia, que le viene ad hoc, por describir algunos pormenores de los allegados al protagonista: Rosi, su esposa, y sus hijas Rosita y Gabi, que a lo largo de la novela van creciendo y vemos cambiar. Esta evolución ocurre, sobre todo, en Ricardo, narrador en la mayor parte de la obra. Dividida en cuatro partes, la narrativa de Aguilar Melantzón toma vuelo conforme las páginas se suceden y cuando uno menos se da cuenta, atestigua que la novela va empujada por la fuerza de los silfos.
Los cuatro rumbos en que se secciona la novela cuentan con capítulos, pocas veces titulados y, a veces, sin continuidad evidente, ya que se intercalan en distintas unidades temporales. Durante una parte, hay una visita a países europeos donde nuestro protagonista no termina de sentirse a gusto: Portugal, España, Italia. Hay un trajinar entre estos viajes y episodios en Ciudad Juárez donde el ojo de Aguilar Melantzón es su mejor herramienta a la hora de narrar la cotidianidad: una bolería por la Plaza Cervantina, las dunas de Samalayuca con descripciones que alcanzan lo poético: “el desierto me había puesto contento, las arenas de los médanos de Samalayuca son de una belleza extraordinaria muy parecida a la de la piel humana”. O bien, comparando aquellas ciudades con la suya: “Nos decíamos asombrados que Atenas se parecía mucho a Juaritos, medio mal trazada y como que desparpajada y a cierta hora como el tráfico es exactamente el mismo que te encuentras por la Vicente Guerrero y Mariscal”. Aunque el profesor y escritor Ricardo Aguilar Melantzón fuera estadounidense de nacimiento (El Paso, 1947), no cabe duda de que jamás se identificó como tal (chicano en todo caso), y de eso su novela sirve de testimonio, en donde más que como mexicano, se deja ver como juarense y lo que eso implica: ser fronterizo.
Lo suyo es el ir y venir, pero por las últimas páginas cuando debe establecerse en los Estados Unidos, su vida se vuelve monótona y ni siquiera puede escribir: “Me da mucho miedo pensar que ya no puedo o que ya se me olvidó cómo. Acá no hay nadie por ninguna parte. La raza no camina por la calle. Se sube a su ranfla y jala para cualquier lado que vaya”. Añora este lado de la frontera: “las blancas sonrisas de los compas, que se avientan tacos de barbacoa, burritos, chicharrones, […], unos refrescos de óranch o manzanita california, […]. Acá no hay nada de eso. La Rosi me pregunta que qué ondas, que si la raza acá está muerta o qué”. Y a ratos, volver a Juaritos: “En un acto de desesperación, de artero exilio, agarramos el carro y salimos corriendo a todo lo que daba, cruzamos la frontera y llegamos rechinando llanta hasta donde están las señoras que hacen gorditas frente a la iglesia de la Insurgentes sólo para sentir que no se habían perdido, que no habían desaparecido para siempre”.
El arraigo que tiene nuestro narrador por Ciudad Juárez no le impide ver que el espacio y las condiciones están cambiando constantemente en la urbe, en su mayoría para mal: el narcotráfico deja ver sus estragos… delincuencia y destrucción del patrimonio cultural: “Hoy me metí a las dos tiendas que están donde era el lobby de Cine Plaza, quería ver qué les habían hecho a las estatuas de mármol blanco de hombres y mujeres desnudos”; “mi Rosi chica me dice que por furia o porque ya ni las películas pornográficas atraían a la clientela morbosa, lo cierto es que ya el Cine Victoria está en ruinas”. Imágenes que bien coinciden con nuestra actualidad. Y nos dejan esta importante reflexión: “pero nunca sale uno a su propia ciudad a tomarle fotos a su propia geografía, […] a lo que lo define a uno, el Monumento a Juárez, el Cine Alameda, el Puente Internacional, las calles de acá, de allá. Luego desaparece algún edificio, algún lugar importante y uno se queja de que ya no está y de que ya no se acuerda cómo era”.
También retrata el cambio en espacios donde guarda preciados recuerdos: “Hoy entré a la casa de la Constitución, donde viví de niño. […]. Aquí a la mitad de la cuadra entre insurgentes y 18 de Marzo, es ahora una peletería, entré después de cuarentaitrés años”. Si el personaje y/o la persona de Ricardo Aguilar Melantzón volvió para querer recordar, regresar y encontrar “alguna huella” de lo que allí vivió, yo volví motivado por la lectura de una novela que habla de un hombre de letras que viaja en moto, que habla de su ciudad, que también es la mía. Volví unos veinte años después que el personaje, aun a sabiendas de la bruma que hay entre realidad y ficción, recordando los versos de Tropicalísimo Apache que dicen que hay cosas que no se olvidan en esta vida, como Ricardo Aguilar Melantzón no olvidó nunca Ciudad Juárez cuando se encontró lejos.
Gibrán Lucero
- Publicado en El Paso, Frontera, Narcotráfico, Plaza Cervantina, puente, Samalayuca
Una misión hacia El Chuco
Bordeños es una novela corta escrita por Francisco Serratos en 2014, publicada por el Fondo Editorial Tierra Adentro. El texto retrata la historia de dos amigos: Faco y Polo (el primero, estudiante de arte; el segundo, un delincuente) que, después de estar muy unidos en su infancia, cada uno toma caminos diferentes, hasta que la vida los separa por completo. Una noche fría, muchos años después, los dos jóvenes se reencuentran. Polo, que se había convertido en todo un criminal (ayudaba a inmigrantes a cruzar ilegalmente a Estados Unidos), reconoce a su viejo amigo, que ahora era un estudiante de arte con mucha visión. Inmediato al reencuentro, terminan pasando la noche en un hotel con dos mujeres. A la mañana siguiente, se revela el conflicto central de la novela: Polo es amenazado por hombres armados que le exigen dinero que, según él, su jefe había robado; Faco conoce a Isamar, una chica colombiana que llegó a la frontera “de pasada” mientras juntaba dinero para cruzar al otro lado; Polo decide viajar a Seattle para huir de sus deudores, así que les pide ayuda a la improvisada pareja para encontrar un automóvil y escapar; después, Faco regresará a su vida normal e Isamar irá en busca de su prima en Estados Unidos.
La novela tiene lugar en las ciudades vecinas: Juárez y El Paso. Como es costumbre, este tipo de relatos que ocurren entre estos dos espacios siempre incluyen a personajes que cumplen con el estereotipo del inmigrante que llega a Juárez “de pasada” mientras busca cómo cruzar la frontera. También aparece esa otra cualidad muy visitada en la literatura fronteriza: el cruce ilegal de personas hacia Estados Unidos. En este caso, Polo encarna el papel del “pollero” que tiene contactos en todas partes y, a cambio de una no tan módica cantidad de dinero, puede cruzar personas sin ningún tipo de problema; Isamar, por su parte, adquiere el papel del inmigrante que, debido a su falta de documentos legales, tiene que trabajar en algún bar o haciendo cualquier tipo de actividad lucrativa, no siempre tan lícita, mientras consigue el dinero suficiente para embarcarse de lleno en el american dream. Desde luego, no siempre estos inmigrantes consiguen lo que quieren, al menos no tan fácil como Isamar, quien, finalmente, al ayudar a Polo, termina por beneficiarse a sí misma, aunque estuvo casi dos años trabajando en Juárez, embriagando clientes, “más si son gringos”.
Bordeños es una novela corta y disfrutable, aunque no deja de contener rasgos estereotípicos de la literatura sobre Ciudad Juárez, la cual, casi como canon, siempre cae en dos tópicos: el narcotráfico y el cruce ilegal a Estados Unidos. Como la mayoría de los habitantes de esta ciudad, he cruzado a El Paso (legalmente, claro) desde muy temprana edad, y en más de una ocasión me ha tocado ver que retengan a alguna persona por no llevar documentos, o que salvajemente alguien irrumpa corriendo, intentando sortear a los oficiales de inmigración. Por ello, quizá la novela resulta tan cliché, porque es la realidad que se vive día a día en la frontera. También estoy seguro de que historias como las de Faco y Polo hay muchas, algunas menos exitosas que otras, pero dignas de ser plasmadas en papel por alguien que simplemente esté dispuesto a escuchar y a encontrar la literariedad en la vida real.
Armando Góngora Moreno
mayo, 2017
- Publicado en Cruce, El Paso, Frontera, La línea, Migración / llegada, Narcotráfico, Strip-club
Otro Moloch norteño
La primera novela del escritor chihuahuense, Daniel Espartaco Sánchez, nos habla de una generación que creció, ansió y experimentó durante los años 90 para fracasar con estrépito en la siguiente década. Autos usados apareció a finales del 2012, al cuidado de Random House Mondadori, cuando el autor ya gozaba de cierta fama a nivel nacional. El texto se estructura en cuatro capítulos de diferente extensión, así como de desigual interés e incluso calidad, siendo las dos primeras partes las que guardan el meollo del asunto. Elías, un joven de 16 años, anhela adquirir un auto de segunda mano, símbolo de bienestar, insignia móvil de prestigio frente a amigos y señoritas. Ante preguntas trascendentales –“¿Qué quería hacer con mi vida?”– en una época en donde todo luce tan visceral, la respuesta no se presta a cavilación: “Para comenzar, nunca más caminar de noche a lo largo de la avenida Tecnológico”; él se refiere a Chihuahua capital, pero la aspiración también aplica para la metrópoli juarense: “comprar uno de aquellos automóviles norteamericanos que pasaban la frontera de manera ilegal y se vendían en el bazar debajo del puente de la avenida Vallarta”, como se hace en la Curva de los Aztecas, ahí por el Hoyo. “Autos de lujo, algunos fabricados antes de la crisis de los combustibles, fruto de una civilización que había conquistado el mundo gracias al tamaño de sus vehículos; autos que llegaron a vendernos un sueño americano reciclado y más barato”.
Rescato el estilo fluido de la prosa de Espartaco, ya que aporta un tono íntimo, familiar, casi confesional. A pesar de que el espacio central de la novela no es Juárez, por lo que quedaba fuera de los objetivos de este blog, seguí leyendo. Comparto con el autor referentes y visiones de aquellos quienes disfrutaron su adolescencia en los 90’s. A través del protagonismo de Elías, recordé el idealismo de las primeras citas, la conflictiva interacción con los padres y las tragedias efímeras compartidas con los amigos. Aunque en lo particular, jamás me interesó conducir un auto, como sí lo hace el protagonista con su Ford Fairmont 1980, las voces que habitan las páginas de la novela nos hablan de una juventud con aspiraciones inmediatas –un viaje a Amarillo, Texas, por ejemplo–, de una generación que se ve amedrentada por un contexto social cambiante. Con todo, Elías se abstrae y se vuelve uno con el paisaje: “Camiones, procesión interminable que llegaba desde el norte, de lugares como Nebraska, Dakota del Norte, Colorado. Extendida sobre el valle, la ciudad era un embalse de luces heladas al pie de las minas de cal en la serranía del oriente, donde se trabajaba a todas horas y cuyas sirenas me gustaba escuchar por las noches, cuando no tenía sueño, junto con el tren que pasaba a la una y media de la madrugada en un lamento prolongado, como el de un bisonte, un animal fantástico”.
El contraste entre décadas aludido al inicio, 1990 vs 2000, se refuerza con las coordenadas espaciales principales: norte y centro del país, polos de acción y de contraste para un personaje que abandona el terruño para probar fortuna como narrador en la capital del país, “gracias a una beca del Centro Mexicano de Escritores. Cada miércoles seis jóvenes promesas de la literatura mexicana nos sentábamos a la mesa donde estuvieron Rulfo, Arreola, Fuentes, todos los héroes de la literatura que nos dieron patria”. En este punto, la novela de crecimiento amplía su horizonte; lo que gana en geografía, lo pierde en cercanía respecto al lector. Las vivencias dejan de ser particulares; el mismo título del tercer capítulo, “Hombre que cae”, alude a la tragedia de las Torres Gemelas que el mundo vio por televisión. Un matrimonio fallido y las anécdotas de un comunista en una lejana tercera persona son el signo de la adultez de Elías, que sirve en la narración como el preámbulo de la vuelta a Chihuahua.
«Moloch”, la última parte del libro, la de menor extensión y la más desconectada de la historia debido al registro tangencial que aporta la visión del protagonista, cede la premisa original de la novela ante la tendencia a ubicar a la bestia, signada con el 666, en territorios septentrionales. No cuestiono el poder avasallador de la violencia. La intimidad de la historia de Elías –convertido ahora en testigo–, se extiende hacia un panorama colectivo donde el país entero sufre la escalada del narcotráfico. Los daños colaterales calan en varios niveles: desde el miedo que provoca atravesar el norte por carretera, hasta el relato sobre los levantones perpetrados por el crimen organizado. La alusión a Ciudad Juárez, aunque intrascendente en la narración, no podía faltar. Rosalinda, antigua novia de Elías, reaparece en la central de autobuses de Chihuahua para ponerlo al día respecto a su tragedia familiar, enfatizando el encuentro que sostuvo cara a cara con un sicario profesional, encarnación del mal que sugiere el sentido bíblico con el que cierra la novela de Daniel Espartaco. “Las armas podían hablar en el lenguaje de la violencia y el poder, pero en la actitud del hombre había algo más escalofriante”.
Urani Montiel
- Publicado en Av. Tecnológico, carro, Narcotráfico, Viaje
Todo el mundo vende miedo, queridito
La imagen urbana de Ciudad Juárez que porta Willivaldo Delgadillo, novelista, ensayista y traductor nacido en Los Ángeles en 1960, se filtra a través de su escritura para verse plasmada en el ambiente fronterizo que circunda a los personajes de Garabato. La novela, publicada por la editorial Samsara en el 2014, se divide en cuatro partes en las que acompañamos la lectura y experiencia de Basilio Muñoz en un congreso literario en Berlín. A dicho evento, él asiste a nombre de Billy Garabato, autor de una trilogía de novelas cortas que, según la trama del libro, gozan de considerable fama. Una de ellas, “Sicario en El Jardín de Pulpo”, se ubica hacia el final de Garabato. En esta historia, Goyo, el protagonista, en medio de sus faenas cotidianas en la menudearía Domingo Siete, establecimiento aledaño al famoso Puente Rotario, ve las noticias y presencia las reacciones de la gente ante la aparición de un hombre decapitado y colgado en esa misma estructura, uno de los cruces con mayor congestión automovilística y peatonal en la ciudad. Después del impactante suceso, así como de otros más que ponen en riesgo al restaurante, por lo que Goyo es despedido, comienza una nueva peripecia en la vida de este personaje, quien deambula buscando sustento en una frontera cercada por el miedo.
El Puente Rotario, mejor conocido por todos los juarenses como el Puente al revés, guarda en dicho apelativo la planificación y trazado de la propia ciudad. El flujo vehicular en torno al entronque de la avenida La Raza con el boulevard Gómez Morín y su cruce con la avenida Tecnológico pone en tela de juicio la aparición repentina, y sin testigos, de narco-mantas y del cadáver de Sergio Arturo Rentería Robles. ¡Ya ni hablar de la altura del puente! El cuerpo colgado de este joven de 23 años, visto primero por “quienes llegaron temprano a esperar el autobús en la esquina”, en noviembre de 2008, le sirvió a Willivaldo Delgadillo para delinear un punto de fuga desde la mirada de aquel que observa expectante. El testimonio documental relatado desde la perspectiva de un trabajador común y de a pie promueve la identificación de quien lee con Goyo o con aquellos que ven el deceso a través de la televisión, con la muerte justo a sus espaldas: “prenda la tele cuñado, a ver si lo están pasando en vivo”. La fatal noticia sirve apenas de punto de partida para que la historia se adentre en los pormenores de la encrucijada que atraviesa a un Juárez supuestamente ficticio, dejando entrever –a manera de radiografía– los entresijos de la violencia a nivel de ciudadanía.
La empatía recién mencionada, así como otras emociones y memorias, se incrementan si el lector de “Sicario en el Jardín del Pulpo” tiene su domicilio en Ciudad Juárez. Las olas de violencia que azotan a esta frontera cada tanto, además de provocar miedo y caos, nos advierten, como pregona uno de los patrones de Goyo, que “el miedo también es un negocio”, y que lo monetizan no solo los criminales sino también gobernadores, presidentes y alcaldes, quienes siempre intentan conseguir algo a cambio de nuestra seguridad. No especulemos… pensemos en el alumbrado público. Al pasar por las páginas de esta novela, dividida en ocho apartados y con un final alternativo, perteneciente a la macroestructura de Garabato, enseguida evoqué (aquí solo habla Fabiola) aquel día de noviembre, el mensaje que portaba el cuerpo más allá de la muerte y la zozobra provocada tras el hallazgo de la parte cercenada. Así como esta noticia, rondan en nuestros recuerdos –retomamos la coautoría– muchas otras que, aunque no presenciamos o no nos involucraron directamente, colmaron de miedo nuestras calles. El costo ha sido caro, queriditos.
Fabiola Mendoza Muñiz y Carlos Urani Montiel
- Publicado en Av. Gómez Morín, Av. Tecnológico, Muerte, Narcotráfico
Un viento que se lleva la vida
Desde hace un par de años, Elpidia García se ha colocado en un alto escalón de la narrativa juarense, irrumpiendo con éxito en la escena mexicana. Ellos saben si soy o no soy (2014) reúne sus primeros cuentos, los cuales la posicionan como la autora más importante y prolífica en cuanto a la temática de la maquiladora. Ese mismo año obtuvo el premio Voces al Sol, gracias a otra serie de relatos que conforman Polvareda (2015), donde aún predomina la cuestión de la industria ensambladora, ya sea de fondo o directamente en el desarrollo de sus personajes. En el 2018 gana el premio Bellas Artes de Cuento Amparo Dávila por El hombre que mató a Dedos Fríos y otros relatos. Hace un par de días se presentó el libro bajo el sello editorial de Lectorum y el INBA. Los quince cuentos, afirma Ricardo Vigueras en la contraportada, “hilvanan un tapiz de la vida cotidiana en la frontera entre México y Estados Unidos. En ese recurrente territorio mítico (desde el Western que preside las dos primeras historias), feminicidios, desaparecidos, delincuencia y tráfico de drogas quedan retratados.” En esta ocasión me enfocaré en “Peregrinos”, narración que trasciende la cotidianidad hacia un espacio más allá de la vida y muerte.
[wpvideo TM9UwnqI]
“Las tolvaneras no cesan”
Ciudad Juárez, por mucho tiempo, ha sido azotada por la violencia. Miles de casas abandonadas lo demuestran. El Valle, por ejemplo, quedó poco a poco reducido a la miseria y el desamparo debido a una incesante lucha de grupos delictivos. Las noticas lo pregonan; quienes vivimos aquí lo experimentamos, sufrimos y entendemos más a fondo. Elpidia García recurre a su experiencia como habitante de esta frontera para expresar las consecuencias –emocionales y corporales– de una guerra que al parecer no tiene fin. ¿Los culpables? “Los uniformados, los trajeados, o los otros, sus dizque enemigos: los de los cárteles.” ¿Las víctimas? “Cientos de hombres y mujeres [que] avanzan con pasos torpes en la misma dirección. La mirada, errante, pero fija en el extremo opuesto del sendero, empecinada en llegar a alguna parte.” Isaura, su hija Yolanda, Josefina y Arturo representan a ese tumulto de personas que por una u otra razón han sucumbido ante los estragos de una estructura política y social que no permite tiempos de calma: la madre que nunca dejará de buscar a su hija, incluso en la muerte; la joven que forma parte de un grupo interminable de mujeres desaparecidas, violadas, asesinadas; la activista que no se cansará de exigir justicia, ni aun cuando le arrebaten su último aliento; la víctima colateral, cuyo único error fue ayudar o estar en el momento equivocado.
“El viento amainó de pronto”
“Peregrinos” comienza con la descripción de un ambiente por completo desértico y desolado: “El color del cielo, ultrajado, muestra la pérdida de azul convertido a pardo. Las casas están solas, sus habitantes, huidos.” A lo largo de toda la narración hay una semántica que impera: palabras y frases referentes al viento y polvo aparecen constantemente como síntomas de “un sueño de pesadilla”. Si bien desde el inicio se menciona el Valle de Juárez, creo que la cuestión del espacio excede la especificación de cualquier lugar. Es decir, aunque esta zona en especial se haya caracterizado por un paulatino abandono, el cuento de Elpidia conjuga a toda una ciudad y sus habitantes que se han acostumbrado a traer polvo en las orejas y la boca, ver rodadoras cruzando las calles, sortear los fuertes coletazos de aire y escuchar el inquietante golpeteo de la violencia. Ahora bien, esta cotidianidad aparente, de pronto trasciende nuestro contexto, pues los peregrinos, a los que finalmente se unen Isaura y Josefina, recorren una especie de río Leteo para alcanzar la paz que les habían robado: “El viento amainó de pronto. El polvo se asentó en los caminos y las rodadoras dejaron de huir y se quedaron quietas.” De manera bastante explícita se esclarece el panorama: un mundo fantasmal, que no por ello deja de contener reminiscencias reales y concretas, como el homenaje a Josefina Reyes, Susana Chávez, Marisela Escobedo y tantas otras mujeres que han sido asesinadas solo por exigir humanidad, respeto y justicia.
“Te vas ángel mío”
Otro aspecto que resalta en el cuento es el musical, sobre todo, al escuchar la versión narrada y cantada por la misma autora, acompañada de Mónica Guerra. “Te vas ángel mío”, de Cornelio Reyna, aparece como la pieza que impregna de un tono aún más desesperanzador el relato: “Oiga, qué canción más triste. Y con este clima, como que se siente una peor, ¿no?” No obstante, también sirve de aliciente para que Yolanda vuelva a los brazos de su madre. El mensaje que deja entonces “Peregrinos” es claro: existe una esperanza pero solo alcanzable en un espacio irreal. Quienes murieron pueden seguir su camino y encontrar la paz; sin embargo, aquí solo queda silencio, obscuridad y tumbas –en el mejor de los casos– a donde ir a llorar nuestras pérdidas:
Pero ay cuando vuelvas
no me hallarás aquí,
irás a mi tumba
y allí rezarás por mí.
Verás unas letras escritas ahí
con el nombre y la fecha
y el día en que fallecí.
Amalia Rodríguez
- Publicado en Ciudad, Desierto, Feminicidios, Muerte, Narcotráfico, polvo
Esto es Juárez, amigo
“Después de todo otra persona había sido ejecutada en Ciudad Juárez”. Todos los que vivimos aquí tenemos un conocido o un familiar que estuvo en contacto con los estragos sufridos tras la ola de violencia que azotó a nuestra ciudad hace apenas unos cuantos años. Israel Terrón Holtzeimer conoce muy bien esta situación y decidió reflejarla en su primera novela Artemisa café, la cual fue publicada en 2012 por el Fondo Editorial Tierra Adentro. El autor egresó de la carrera de psicología en la UACJ; es músico, fotógrafo y dibujante de cómics. La historia se desarrolla en dos escenarios: la Ciudad de México y la frontera. El país está de cabeza tras el surgimiento de un grupo terrorista denominado Los Leopardos, que tiene como líder a una tal Artemisa. A pesar de que se mantienen activos a través de las redes sociales, enviando mensajes tanto a seguidores como a detractores, nadie tiene claro quiénes son. La identidad de Artemisa se mantiene oculta; sin embargo, el objetivo es claro: acabar con la corrupción política y la impunidad de las autoridades mexicanas a través de asesinatos y atentados a determinados puntos estratégicos. Paralelo a esto, la novela cuenta la historia de Federico Rascón y Diana, un policía federal y una adicta a la heroína, quienes llevan una vida desordenada bajo el lema: “El dolor lo justifica todo”.
Hace algunos años, caminar por las calles de Ciudad Juárez causaba a sus habitantes una gran incertidumbre. Con el alto índice de asesinatos, secuestros y asaltos a mano armada, resultaba complicado moverse por la ciudad. Muchos preferían quedarse en casa. Los enfrentamientos entre bandas delictivas y la policía afectaban colateralmente a personas inocentes. La urbe se hallaba en profunda crisis. Artemisa Café representa e ilustra este tema de una manera cruda y directa. Distingo tres espacios en donde se desarrolla la acción referente a la frontera: una pizzería, la avenida Tecnológico y el aeropuerto. Federico dice que la pizzería tiene un nombre formado por tres palabras que parece trabalenguas, por lo que creo que se refiere a Peter Piper Pizza. En este espacio ocurre una balacera que acaba con la vida de tres agentes federales que acompañaban al protagonista, mientras él se había regresado al local a dejar propina a la chica del otro lado del mostrador; “nunca había visto unos ojos tan lindos en toda mi vida”. Fuera de la ficción, esto aún ocurre en nuestra ciudad (incluso recientemente). Los enfrentamientos se dan en espacios públicos, familiares, a plena luz del día, lo que ha provocado que algunas personas se hayan desensibilizado al punto de verlo como algo normal… otro muerto más. “Esto es Juárez, amigo”, como se titula el capítulo cinco. El otro espacio, la avenida Tecnológico, es una de las arterias más concurridas, ya que conecta de norte a sur varios puntos de la ciudad. Es probable que Israel Terrón haya ubicado las acciones sobre estas coordenadas para reflejar el poco miedo de los grupos delictivos ante las autoridades y cómo la ciudadanía convive con estas situaciones de manera cotidiana.
Cuando los espacios literarios son descritos por un autor que convive y se siente identificado con ellos, logra transmitir a sus lectores sensaciones que persiguen el consenso. Al leer Artemisa Café es inevitable la empatía, no solo respecto al contexto social, sino a los espacios y la manera en que los habitamos. Es frecuente en Juárez encontrar calles que en algún punto cambian de nombre. El agente Aura, por ejemplo, le pregunta a Federico si “Montes Urales era la misma calle que Avenida Jilotepec”. Otro de los elementos que podemos identificar en nuestra ciudad es la pinta de mensajes o imágenes en los cerros, como en algún momento lo fue Benito Juárez o la famosísima frase: “La biblia es la verdad, léela”. También resulta común escuchar hablar sobre los proyectos que el Gobierno Municipal echa a andar, como el Camino Real, para pronto abandonarlos, o el transporte semimasivo que, al final, sí recorre la ciudad, con visos de extender sus rutas. Todos estos espacios nos dan identidad ciudadana; al identificarlos en alguna obra literaria los sentimos un poco más nuestros.
[wpvideo FIRs8TkT]Daniel Malaquías
- Publicado en Av. Tecnológico, Camino Real, Ciudad, Muerte, Narcotráfico