“Hay cosas que no se olvidan, que no se olvidan, de nuestra vida”
Barlovento, “costado de un buque que está hacia
el lado de donde viene el viento…”
Guido Gómez de Silva
Son las diez en una fría mañana de noviembre, un hombre se pone el casco y los guantes, va ataviado con una chamarra de cuero, botas y bufanda, acaba de terminar su clase de literatura en la universidad de Ciudad Juárez. Colmado de la satisfacción que le dan sus alumnos con preguntas, amabilidad y necesidad de aprender, se dirige a su clase de las once en El Paso a bordo de su motocicleta Suzuki 450 por el puente de las Américas. Muchos pensamientos rondan su mente: la clase del Chuco le estresa, pero es la que paga las cuentas; sus colegas increpándole cómo puede vivir en un país tan corrupto y la larga fila que le espera para cruzar. La relajante canción que tocan en la 92 F.M. junto con el cigarro logran tranquilizarlo al llegar al puente. El frío le congela la cara, entonces decide pasarse por entre los carros de la fila entre rayadas de madre para llegar al otro lado de la frontera. Este hombre es Ricardo, el yo narrativo autoficcional de Ricardo Aguilar Melantzón en la novela A barlovento, publicada en 1999 por la Universidad Iberoamericana Laguna, en la colección Papeles de Familia, que le viene ad hoc, por describir algunos pormenores de los allegados al protagonista: Rosi, su esposa, y sus hijas Rosita y Gabi, que a lo largo de la novela van creciendo y vemos cambiar. Esta evolución ocurre, sobre todo, en Ricardo, narrador en la mayor parte de la obra. Dividida en cuatro partes, la narrativa de Aguilar Melantzón toma vuelo conforme las páginas se suceden y cuando uno menos se da cuenta, atestigua que la novela va empujada por la fuerza de los silfos.
Los cuatro rumbos en que se secciona la novela cuentan con capítulos, pocas veces titulados y, a veces, sin continuidad evidente, ya que se intercalan en distintas unidades temporales. Durante una parte, hay una visita a países europeos donde nuestro protagonista no termina de sentirse a gusto: Portugal, España, Italia. Hay un trajinar entre estos viajes y episodios en Ciudad Juárez donde el ojo de Aguilar Melantzón es su mejor herramienta a la hora de narrar la cotidianidad: una bolería por la Plaza Cervantina, las dunas de Samalayuca con descripciones que alcanzan lo poético: “el desierto me había puesto contento, las arenas de los médanos de Samalayuca son de una belleza extraordinaria muy parecida a la de la piel humana”. O bien, comparando aquellas ciudades con la suya: “Nos decíamos asombrados que Atenas se parecía mucho a Juaritos, medio mal trazada y como que desparpajada y a cierta hora como el tráfico es exactamente el mismo que te encuentras por la Vicente Guerrero y Mariscal”. Aunque el profesor y escritor Ricardo Aguilar Melantzón fuera estadounidense de nacimiento (El Paso, 1947), no cabe duda de que jamás se identificó como tal (chicano en todo caso), y de eso su novela sirve de testimonio, en donde más que como mexicano, se deja ver como juarense y lo que eso implica: ser fronterizo.
Lo suyo es el ir y venir, pero por las últimas páginas cuando debe establecerse en los Estados Unidos, su vida se vuelve monótona y ni siquiera puede escribir: “Me da mucho miedo pensar que ya no puedo o que ya se me olvidó cómo. Acá no hay nadie por ninguna parte. La raza no camina por la calle. Se sube a su ranfla y jala para cualquier lado que vaya”. Añora este lado de la frontera: “las blancas sonrisas de los compas, que se avientan tacos de barbacoa, burritos, chicharrones, […], unos refrescos de óranch o manzanita california, […]. Acá no hay nada de eso. La Rosi me pregunta que qué ondas, que si la raza acá está muerta o qué”. Y a ratos, volver a Juaritos: “En un acto de desesperación, de artero exilio, agarramos el carro y salimos corriendo a todo lo que daba, cruzamos la frontera y llegamos rechinando llanta hasta donde están las señoras que hacen gorditas frente a la iglesia de la Insurgentes sólo para sentir que no se habían perdido, que no habían desaparecido para siempre”.
El arraigo que tiene nuestro narrador por Ciudad Juárez no le impide ver que el espacio y las condiciones están cambiando constantemente en la urbe, en su mayoría para mal: el narcotráfico deja ver sus estragos… delincuencia y destrucción del patrimonio cultural: “Hoy me metí a las dos tiendas que están donde era el lobby de Cine Plaza, quería ver qué les habían hecho a las estatuas de mármol blanco de hombres y mujeres desnudos”; “mi Rosi chica me dice que por furia o porque ya ni las películas pornográficas atraían a la clientela morbosa, lo cierto es que ya el Cine Victoria está en ruinas”. Imágenes que bien coinciden con nuestra actualidad. Y nos dejan esta importante reflexión: “pero nunca sale uno a su propia ciudad a tomarle fotos a su propia geografía, […] a lo que lo define a uno, el Monumento a Juárez, el Cine Alameda, el Puente Internacional, las calles de acá, de allá. Luego desaparece algún edificio, algún lugar importante y uno se queja de que ya no está y de que ya no se acuerda cómo era”.
También retrata el cambio en espacios donde guarda preciados recuerdos: “Hoy entré a la casa de la Constitución, donde viví de niño. […]. Aquí a la mitad de la cuadra entre insurgentes y 18 de Marzo, es ahora una peletería, entré después de cuarentaitrés años”. Si el personaje y/o la persona de Ricardo Aguilar Melantzón volvió para querer recordar, regresar y encontrar “alguna huella” de lo que allí vivió, yo volví motivado por la lectura de una novela que habla de un hombre de letras que viaja en moto, que habla de su ciudad, que también es la mía. Volví unos veinte años después que el personaje, aun a sabiendas de la bruma que hay entre realidad y ficción, recordando los versos de Tropicalísimo Apache que dicen que hay cosas que no se olvidan en esta vida, como Ricardo Aguilar Melantzón no olvidó nunca Ciudad Juárez cuando se encontró lejos.
Gibrán Lucero
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Puentes y más puentes
Resulta agradable ir a una biblioteca y encontrarse antologías interesantes; entre ellas, existe una con cierta peculiaridad que vale la pena revisar, Narrativa juarense contemporánea (2008), compilada por Margarita Salazar Mendoza. La actual coordinadora de la licenciatura en Literatura Hispanomexicana de la UACJ comenta en el prólogo que el libro surgió por dos motivos: dejar un registro de la gente que de forma regular escribe en nuestra región, y promover entre estudiantes de preparatoria y universidad el placer por la lectura de diversos textos narrativos juarenses. Además, explica que el título se escogió con fines de inclusión, ya que los diferentes escritores que se encuentran aquí no se limitan a un solo género, todos escriben de distintas maneras y con diversos propósitos, y en ocasiones combinan los géneros literarios. Lamentablemente las cuarenta voces reunidas no son muy conocidas dentro de la ciudad por la falta de circulación de sus obras, así que Narrativa juarense contemporánea, de alguna manera, contrarresta esta situación.
El escritor compilado en el que me detendré es Jorge Alberto López Gallardo, quien, según Salazar, “juarense y paseño, por vida y experiencia, deja excelentes muestras de la vida fronteriza en este cuento”. En “El Puente” encontramos una polifonía de voces, actividades comerciales, puntos de referencia y comportamientos de la gente que se pueden observar en cualquier cruce de Ciudad Juárez; por ello, el título hace referencia no solo a la conexión entre dos países, sino a la variedad de cultura y pensamiento que caracteriza a la frontera. El relato se divide en ocho secciones, las cuales abarcan el espacio de un puente o una calle en específico para desarrollar distintas historias que suceden durante una mañana, en horarios muy cercanos; es decir, ocurren simultáneamente, aunque el narrador se detiene en cada lugar para mostrar al lector cómo se desenvuelve la cotidianidad citadina. Otra característica que le otorga un valor más verosímil al texto de López Gallardo consiste en el raudal de diálogos de un conjunto de personajes carentes de nombre y cuyo lenguaje recae en lo informal y coloquial. Los protagonistas coinciden en ciertos temas, por ejemplo, hablan de sus recuerdos, de los problemas del presente, del clima, de las noticias o simplemente de lo que ven a su alrededor al pasar por esos puentes y calles.
Lo particular de este cuento consiste en el retrato de situaciones que actualmente siguen ocurriendo en los puentes internacionales; pues, no solo juarenses, sino personas de distintos lugares de nuestro país y del vecino tienen contacto en esas monumentales construcciones. La diversidad cultural, como bien lo plasmó López Gallardo, se puede percibir perfectamente en estos sitios. Nada ha cambiado, cientos de personas se levantan temprano para tolerar largas filas de autos, cruzar al “otro lado” e ir a su trabajo, escuela o de compras. Estar arriba de un carro que apenas se mueve unos cuantos centímetros, da el tiempo suficiente para reflexionar sobre temas sociales, culturales, históricos o políticos, o simplemente analizar lo que nos deparara el día. Uno de los puentes que el cuento de Gallardo menciona es el Carlos Villarreal. Cada vez que paso por ahí veo lo mismo que uno de los personajes observó a través de su ventanilla mientras esperaba el avance de la línea: los caballos continúan imponentes y El Chamizal sigue en su sitio como representación del “único terreno que ha perdido Norteamérica en toda su historia”.
Nohemí Damián de Paz
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La noche de los delincuentos
La obra de Arminé Arjona refleja a la perfección todo lo bueno y curioso (por no escribir “malo”) de nuestra humilde literatura juarense, englobando también a la crítica académica e informal y al fenómeno editorial. Por una parte, su voz poética, rica en juegos verbales e imágenes desoladoras ha contagiado hasta las paredes. Poesía que es una con la ciudad que describe. Por otra, están sus cuentos, que analizaré en los siguientes párrafos. Y finalmente está la obra que presumen las solapas de sus libros y que jamás se publica. Libros de poemas “próximos a publicarse”, una novela “inédita” e incluso una obra de teatro. Creo que solo en Juárez suceden estas cosas. Casi forma parte del hábitat literario juarense: publicaciones, autopublicaciones y promesas (que nunca se cumplen porque no hay dónde o cómo). Pero estas obras existen y rondan. Tanto así que Rocío Mejía dedica gran parte su ensayo “Crimen y castigo en Ciudad Juárez. Apuntes para una aproximación a la poética narrativa de Arminé Arjona” (2013) a un libro que Arminé le mandó por correo. O por Facebook. No conozco del todo el chisme. Ahora que está de moda comunicarse por la red, parece más atractivo mandarle un inbox a tal autor y que el susodicho nos envíe sus textos. “Inéditos”, la palabra clave, la palabra suculenta. Resulta también muy atractivo preparar una ponencia o un ensayo académico en donde estudiamos esta literatura desde nuestro enfoque teórico favorito (con citas, muchas citas, citas para llevar o ir comiendo), comprobando sorprendentemente que son pieza clave para comprender el mundo en que vivimos. Al cabo no se puede contradecir esta verdad porque nadie ha leído esas obras salvo nosotros.
Afortunadamente hoy escribiré sobre Delincuentos: historias del narcotráfico, que sí se publicó en 2005 por Al Límite Editores y se reeditó en 2009 por el Instituto Chihuahuense de la Cultura. Este libro reúne dieciséis relatos cortos que tratan, en lo general, sobre cómo las drogas (especialmente la marihuana) se han introducido en la vida de los habitantes de la ciudad. El conflicto en la gran mayoría de los cuentos se concentra en el cruce ilegal de dichas sustancias; los personajes están inmersos, como ya he mencionado, en este ambiente: son drogadictos o traficantes. Los protagonistas de estos “delincuentos” son en general mujeres de clase baja, aunque no faltan los campesinos, los inmigrantes y, por supuesto, el narcotraficante. Para Juan Carlos Martínez Prado en “La apuesta”, que funge como “noticia” a la edición de Al Límite, la narrativa de Arminé Arjona surge después de lo que él denomina “los funerales de las ideologías”. Con lo cual indicaría que esta narrativa es un ejemplo de una manera nueva de escritura fronteriza. No obstante, lo último resulta debatible porque precisamente su obra respeta siempre la estructura de una fórmula “clásica”. Lo mismo ocurre en su poesía: métrica estable y rima asonante en versos pares. En Delincuentos noto una exploración del relato en su forma más tradicional: introducción, desarrollo, nudo y desenlace sorpresivo. Todos sus textos utilizan esta fórmula y a la larga el libro se vuelve repetitivo y predecible. Quizá lo “novedoso” que encuentra Martínez Prado está en los temas (dentro del contexto de publicación, claro), pues el eje central será “la participación de la mujer en asuntos del trasiego de la droga”.
Desde la portada del libro en su primera edición, la presencia del puente y la línea se imponen como lugar insignia. En esta ubicación algunos relatos encuentran su momento climático. El objetivo será cruzar la droga a Estados Unidos y recibir un pago a cambio, como ocurre en “American, Sir” que Fabiola Román ha analizado anteriormente en Juaritos. O, mejor escrito, el objetivo será cruzar, estar del otro lado. Y finalmente, regresar con una recompensa: dinero, respeto. Un método de supervivencia. Para llegar a él, el narrador de estos relatos cambia los papeles de sus personajes en busca de un efecto inesperado.
Así, en “El acecho” el hostigador gringo que busca seducir a la solitaria mujer en realidad fue acechado por ella. Cazador cazado, como en Animal Planet: “Ándele, déjeme invitarle un trago —dice el cazador nocturno acechando a la joven mujer”. La atmósfera imaginada es la de un bar ruidoso “que exuda música norteña, sudor y baile”. En seguida se revela su ubicación: la Avenida Juárez. El nombre del bar permanecerá oculto. Lo importante, insisto, será el cruce. La mujer, después de insinuarle una posibilidad, indica: “Mira, la mera verdad me gustas mucho pero yo no quiero nada en Juárez”. Así el escape para ella y la suerte para el “güerito”. Que Juárez quede atrás. Solo una condición: él manejará el auto de ella. Al fin, ocurre: “Tras la larga fila nocturna cruzan el puente hacia El Paso sin contratiempos”. Puedo imaginar con cierta facilidad la ubicación espacial referida aquí. El puente Santa Fe. No tiene pierde. Ya en los United, frente a la farmacia de Fox Plaza, se monta el teatro. Aparece el supuesto (como diría un periodista de El Diario) cuñado de la mujer y le suelta unas cachetadas, para luego amenazar con un arma al gringo. El tipo asustado se olvida de sus técnicas de don Juan y huye del lugar. En su ausencia, el show se desmonta. Nora y el “enloquecido vaquero” logran engañar no solo al gringo sino al lector: “qué tal pasó el carro bien cargadote con todos los kilos”. El cruce fue fácil, pues era un güerito al que no iban a revisar. Y regresamos al mismo tema. La supervivencia. El cruce de las drogas a toda costa. Y que Juaritos quede atrás, con toda su porquería. Aunque las lágrimas de Nora sigan resbalando por culpa de los golpes del vaquero. Nadie es del todo feliz. Así es el negocio.
Antonio Rubio
- Publicado en Avenida Juárez, Cruce, El Paso, La línea, Narcotráfico, puente
Caminhando pela Juárez
É impressionante o quão longe nossa mente pode nos levar durante uma longa caminhada. A canção “Caminando por la Juárez”, escrita e interpretada pelo cantor Miguel Balboa, constitui um belo exemplo de algumas das poucas caminhadas que tive a sorte de realizar pela Avenida Juárez e por algumas outras ruas do centro histórico de Ciudad Juárez. Embora o videoclipe exiba alguns flashes das ruas adjacentes à Juárez, a canção não se propõe a descrever ou mencionar aspectos da paisagem local, levando-nos ao melancólico trajeto de um amante desiludido. Ao som do violão, Balboa nos brinda com uma história de amor que poderíamos considerar frustrada pela geografia. Dois amantes separados por uma fronteira que, mesmo em tempos de uma globalização que promete um mundo plenamente integrado, é capaz de barrar uma série de fluxos e trocas. O título da canção parece se referir ao mesmo tempo a uma condição e a um desejo do eu lírico. Nos primeiros versos, temos a impressão de que se encontra caminhando rumo ao norte, com a certeza de que não será capaz de ultrapassar o limite que o divide de seu amor. Nos refrões, o repetido clamor por uma caminhada, ainda que curta, pela Juárez nos deixa claro o anseio do poeta pelo reencontro.
Na história contada pela música, alguns aspectos gerais da fronteira são sinalizados. Um deles é a seletividade de sua permeabilidade: enquanto as cartas vindas do Norte são admitidas, a travessia do autor em direção a seu amor é barrada por sua condição de ilegal. Além disso, as referências a componentes da paisagem como ‘el puente’ ou ‘el muro’, que são inicialmente contrastantes, uma vez que, via de regra, o primeiro costuma conectar e o último separar, tendem a aproximá-los: neste caso, ambos são impeditivos do reencontro entre os amantes. As metáforas se mantêm no campo das generalidades, sem referências aos aspectos particulares à Avenida Juárez ou à zona centro, o que nos leva a reforçar a ideia de que a condição deste eu lírico é a de andarilho que, ao longo de sua jornada é levado por seus pensamentos a lugares ‘más allá’ de onde pisam seus pés. Mas não tão longe. A poesia nos leva e nos traz repetidamente, sem muita regularidade, para onde o poeta está e para onde este gostaria de estar, um movimento que faz todo sentido se pensarmos nas vezes que praticamos o envolvente e dialético exercício de pensar-caminhando/caminhar-pensando.

Créditos: Diana de la Riva
O poeta brasileiro Paulo Leminski, nascido no estado sulista de Curitiba, também costumava tecer pensamentos a partir de suas andanças pelo mundo. É sua a frase: “Andar e pensar um pouco, que só sei pensar andando. Três passos e minhas pernas já estão pensando”. Os temas destes pensamentos, no caso de Leminski, foram dos mais variados e seguramente ultrapassaram os lugares onde seus pés pisavam, mas dificilmente deixaram de contemplá-los em alguma medida. Nossos pensamentos têm a capacidade incrível de voar longe durante uma caminhada qualquer, porém são dificilmente capazes se descolar inteiramente de nosso trajeto. Enquanto caminhamos e pensamos, a paisagem grita, especialmente quando estamos longe de casa, passando por terras que não conhecemos bem, que não nos pertencem. “Caminando por la Juárez” é um convite a olhar para esta porção da fronteira desde uma experiência completamente dinâmica que, no fluxo de pensamentos do andarilho lírico, constrói uma paisagem onde a passagem redentora do amante em direção a seu amor é vetada. O convite é feito por um ‘foráneo’ que, assim como eu, parece ter experimentado caminhar-pensar pela emblemática Avenida Juárez e se deixar inspirar por uma paisagem que já presenciou muitos encontros e desencontros.
Larissa Santos
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La mirada del repatriado
Depende del punto cardinal en que se llegue a Juárez es como se construirá la mirada sobre la ciudad. Si se llega por el sur, luego de atravesar un desierto majestuoso como las dunas de Samalayuca puede apreciarse como un oasis, un remanso, refugio para los que huyen de situaciones críticas, esperanza para quienes quieren encontrar trabajo o iniciar de nuevo. Justamente es lo que se lee en la primera parte de “El repatriado” de Rafael F. Muñoz, escritor chihuahuense nacido en 1889. La primera edición en libro de este cuento aparece en Si me han de matar mañana…, editado por Botas en la Ciudad de México; la mayoría coincide en que se publicó en 1934, aunque otros como Felipe Garrido señala que fue un año antes. Lo cierto es que la fecha no aparece por ninguna parte.
El cuento se ubica alrededor de 1913. En él se narra la historia de un paisano, Andrés Casavantes, que regresa a México luego de unos cinco años de trabajar en California; entra por Ciudad Juárez, busca llegar a Chihuahua y, como la revolución se extiende en la República Mexicana, se cuela subrepticiamente en el ferrocarril en que viajan soldados federales. Los militares al descubrirlo lo ponen a trabajar de fogonero. Antes de llegar a la Estación de Ranchería se dan cuenta que las vías están desclavadas; tienen que frenar de emergencia y ahí los atacan los revolucionarios. Luego de la refriega, salta el repatriado a salvo y tras el interrogatorio de los rebeldes se une a su causa. Después de pasar meses a salto de mata, llegan a las afueras de Chihuahua donde los federales repelen el ataque y Andrés muere en un cerro viendo la ciudad de lejos. Para este breve texto nos interesa sólo la parte inicial porque sirve para plantear un par de ideas sobre la mirada hacia Ciudad Juárez. Quien visita Estados Unidos —sean unas horas, días, semanas, meses o años—, tarde o temprano, termina comparando un país de primer mundo con otro que no lo es, desde la infraestructura, la economía, los gobiernos, la cultura —y todo lo que ello implica: vestido, fiestas, relaciones interpersonales, deportes, forma de vida, entre otras cosas—, organización social, y siempre termina en desventaja o con pérdidas la mexicana, salvo en la comida, el arraigo familiar y lo animado de las fiestas.
Esto es lo que le sucede al personaje del cuento de Muñoz. En el íncipit puede leerse el siguiente párrafo: “Un puente, nada más. Un puente con piso de madera, del que sacaban astillas los cascos herrados de los caballos; largo y sucio, sobre unas aguas turbias, color sepia, que formaban remolinos como si quisieran regresarse cauce arriba”. Un enlace frágil entre esos dos mundos, al que, incluso, las patas de las bestias lastiman. Un vínculo que prolonga lo más posible el contacto, que siempre, por otra parte, tendrá su condición poco sana; algo que avergüenza: la relación dispareja, el escamoteo de las verdaderas intenciones de cada lado. El contraste con la ciudad de la que volvió «La ilusión constante de volver, y repentinamente, una ciudad plana, sin torres, sin cúpulas, de anchas calles donde uno que otro coche tirado por caballos, rueda lentamente con una cauda de polvo» (p. 178). Y continúa como ciudad chaparra, que se ha extendido sin límites que obliguen a crecer hacia arriba, al fin que hay desierto suficiente. Las calles anchas llaman la atención, sobre todo, de quienes llegan del sur, pero igual han sido características de Ciudad Juárez. Y el polvo, sempiterno habitante de la fractura nerviosa que supone el río Bravo. La cauda, dice el narrador, acompaña las ruedas, pero no sólo eso, sino que como cola de una gran cometa terrestre se enreda en los armarios, sobre el umbral de las puertas, en los quicios, postigos, picaportes. Esa planta granulosa que crece vorazmente. El polvo es el eterno compañero juarense.
Esta vista hace pensar en la que se percibe desde UTEP, por ejemplo. La Ciudad Juárez que se ve es Anapra, y por sinécdoque se ve toda la urbe, toda la frontera y, por consecuencia, todo el país. No obstante, el repatriado no sólo se queda con la imagen antes de cruzar el puente, sino que camina por las calles. “Andrés penetró a la ciudad. A veces, las casas le presentaban el enjarrado de sus fachadas, manchado con hoyos circulares que semejaban huellas de viruela en piel humana, siendo huellas de balas. En otras casas, los huecos de puertas y ventanas estaban vacíos, y el humo les había pintado en la pared, negros penachos. Incendios”. Quizá la situación cambie si se va a la capital y por eso busca inmediatamente tomar el primer ferrocarril disponible. “Mil millas de viaje, y la ciudad, plana y extendida como una moneda caída en el suelo”. Es decir, que la suerte está echada y nada puede hacerse. La fortuna de Ciudad Juárez cifrada en un volado, no se sabe si ha caído, ¿cara o cruz?, ¿águila o sol? Lo cierto es que parece que nada puede hacerse, no queda más que seguir el camino.
Volvamos con Andrés antes de cruzar “un puente de madera, nada más; y más allá una población aplastada contra el suelo: como si hubieran rebanado en lonjas un rascacielos, y las hubieran esparcido. Casas de un solo piso, nada más”. Quizá los juarenses necesitaban y necesitan estar más cercanos a la tierra, al suelo, para sentirse amparados en el seno que, simbólicamente, representa la tierra como madre, en ese filo del mundo que puede ser la frontera. Una ciudad agazapada ante la incertidumbre de lo que hay allende el río —con o sin agua—, un umbral entre mundos distintos, atravesarlo es aventurarse en el viaje de un mar potente, un bosque caliginoso, un desierto definitivo, donde la moneda ha sido arrojada al aire y no se sabe si caerá del lado de la soledad o el dolor.
Marlon Martínez Vela
Puentes de infinito retorno: versos para ilustrar una ciudad escheriana
Maurits Cornelis Escher dibuja escaleras paradójicas en cubos donde se encuentran lugares y trayectorias imposibles; explicar a Escher es muy difícil para el inexperto en geometría. Cada una de sus obras habla por sí sola y asomarse a ella conlleva el asombro. Si yo intentara dibujar a Ciudad Juárez desde la visión de algunas obras poéticas terminaría encargándole a Escher que trazara un puente imposible. Uno que terminara en donde empieza y que al empezar, justo ahí, terminara. Un puente en el que la gente enfilara para subir, con pretensiones de cruzar un abismo, intentando llegar al otro lado que no sería la meta sino el punto de partida.
La ciudad como un puente para cruzar un abismo o, mejor, cruzar un hoyo negro que al caer nos devuelva al inicio. El fenómeno de la caída del puente en Ciudad Juárez es constante y, sin embargo, infinito. Cruzar es caer y caer es levantarse y levantarse es morir y morir es siempre cruzar al otro lado igual que es nacer y para morir se nace y…
Ciudad Juárez es la ciudad del eterno retorno. Eterno y retorno son palabras muy parecidas pues encierran infinitos.
Por esto me detengo siempre al borde de los puentes, los
umbrales;
me detengo ante las puertas del café
y celebro la distancia que me aparta de las cosas que amo,
porque nada legitimó más mi estar viva
sino la lejanía de todo cuanto he deseado
y la eterna promesa que se abre
en el umbral entrecerrado de la separación.
En esta estrofa, del poema “Café Anastasia”, Nabil Valles dibuja un puente que une y separa, que difícilmente se abre para dejar cruzar al otro lado, a la promesa. Valles celebra la distancia, la separación, la lejanía de una estructura construida para unir; ama el misterio más que la resolución.
Aunque la poeta habla de puentes y de puertas desde una visión personalísima me gusta pensar que el puente y el umbral son símbolos irremediables de quienes han vivido en una frontera, en una ciudad tan aislada que anuncia, a un mismo tiempo, principio y fin. En la plástica sólo Escher podría plasmarlo, ¿no es cierto?
La nieve cae sobre las palabras blancas del asfalto
lentamente devora el abismo de mi sombra
y la borra de este mundo
en los grises huecos que dejan mis pasos sobre el puente
me reconozco perpetuo pasajero del vacío
Edgar Rincón Luna condena a la eternidad al trashumante, en este breve poema “Postal de invierno”, igual que lo haría un dios terrible, un diablo. El poeta reconoce en sus pasos su propia condena. Ese ya no estar atrás es un estar aquí pero que logra reconocer la eterna espera de quién ansía llegar al otro lado. Dos abismos, uno negro y uno blanco, pero abismo al fin.
Rincón Luna no sólo descubre la condena de quién cruza –quién sabe si para salvarse–, sino que enumera segundo a segundo la eterna espera en “La calle que se convierte en puente”, también del mismo poemario:
nada hay más gris
que un peatón esperando la luz roja
en un cruce sin autos ni personas
la interrupción del viaje por breve que sea
es pesada para la prisa de un hombre solo
El gris es el color de la obstinación y del sopor, de la infinita serpiente atrapada en su laberinto. El gris es el peor de los abismos. La espera en esa fila humana, sorda, silente, creada por la burocracia pero recreada por quien espera en soledad como la muerte de toda esperanza. Esta última parece también una condena. En ese ir y venir incesante de orilla a orilla, termina una ciudad y empieza otra. Dos ciudades que son la misma cosa, dividida por un río sin agua y unida por cada uno de sus puentes. Esas dos ciudades unidas por la pobreza, tan distintas, y la violencia que comienza y estalla en Ciudad Juárez y que se alcanza a ver desde alguna torre vigía desde El Paso.
En concordancia con Rincón Luna, Rubén Macías, traza la zona limítrofe donde el arco tensa la cuerda y lanza una flecha que, mirada de cerca y en cámara lenta, parece nunca encontrar el blanco:
un hombre no se puede sostener
se consume en la bocanada de su cigarrillo
está ahí en un extremo de la avenida Juárez
los viejos militares pelean con el atardecer
el cigarrillo de aquel hombre cae lentamente
los automóviles se alejan hacia El Paso Texas
yo espero a que el cigarrillo toque el suelo
Los perros de nadie encuentra en ese final el principio de un puente que unifica y divide; una visión escheriana que coincide con las miradas de los poemarios Trenes para demoler un río de Edgar Rincón Luna y Viento interior de Nabil Valles. Los tres autores juarenses presentaron sus obras publicadas entre los años 2015 y 2016.
Armando Molina
Américan Drím: por la puerta grande
Uno de los máximos exponentes contemporáneos del cuento, en ocasiones considerado como el sucesor de otros grandes como Juan Rulfo y José Revueltas, ha sido Eduardo Antonio Parra (León, Guanajuato 1995); narrador cuyo espacio literario procura, en su mayoría, escenarios del norte mexicano. Parra, residiendo un par de años en el estado de Tamaulipas, pronto emigró a Nuevo León donde tuvo su formación literaria e intelectual fuerte y durante los años consecuentes de su trayectoria, recorrió y absorbió las situaciones cotidianas de estados como Sinaloa y Chihuahua. Tierra de nadie es su segundo libro de cuentos publicado por la editorial Era en 1999, durante una época en donde ya había sido becario de espacios como el Centro de Escritores de Nuevo León y el FONCA. Su último trabajo fue la compilación de Norte: una antología (Era, 2015), en donde incluye cuentos de autores canónicos del norte mexicano, como los chihuahuenses Martín Luis Guzmán, Rafael F. Muñoz, Jesús Gardea, Ignacio Solares, Víctor Hugo Rascón Banda, Rodrigo Pérez Rembao y César Silva Márquez.
Tierra de nadie es un compendio de nueve textos repartidos en tres apartados que, como el apodo del Far West por antonomasia, es decir, la “tierra de nadie”, desemboca en espacios del norte mexicano, páramos y extensiones desiertas, cualquier ciudad del noreste o noroeste o escenarios ficticios bien delimitados con referencias a espacios reales. El cuento “El escaparate de los sueños” (59-69) es uno de estos. Con dos personajes destacados, el protagonista y su colega el Tintán, el cuento narra otro rutinario día de estos camelleros en el puente Santa Fe, espacio que vincula dos naciones y dos icónicas calles de ambos lados de la frontera: la mítica Avenida Juárez y El Paso Street. Entre el bullicio de los autos, el sol ardiendo sobre el pavimento del puente y la espera de señoras dispuestas a dar propina, Reyes mira con idilio a la ciudad de El Paso, todo auto o peatón deambulando, incluidos los personajes principales, forman parte de esta exhibición de sueños, y el sueño aquí es el american dream.
La Juárez
“La hilera de coches se extendía a lo largo de seis cuadras por la Avenida Juárez”. Apenas comienza el cuento, ya hay una localización exacta; ya hay un traslado del personaje principal que va llegando al Puente Internacional Santa Fe por esa mítica avenida. En su recorrido, el lugar es azotado por el sol de la canícula, algunos coches poseen aire acondicionado y el protagonista, Reyes, se consuela con acercarse a la sombra del techo de los mexican curios, o con absorber el aire refrigerado de los bares del sitio. La construcción de este escenario coincide con la Avenida Juárez de finales de los años noventa; si bien no con el apogeo turístico de dicha calle, al menos sí con la conservación de bares, cantinas y escaparates de “recuerditos” de este lado del Río. Imaginar la hilera extendida a lo largo de “seis cuadras” por la Juárez ya denota que la fila se extiende quizás hasta la avenida 16 de Septiembre, que hasta hace todavía un par de años, aún era transitable por vehículos y que ahora sostiene túneles.
El puente y el Río
“y con andar desganado se internó en el puente internacional, cuyas veredas peatonales, al contrario de los carriles llenos de vehículos, parecían evaporarse en la soledad de la canícula”. La transición de la avenida a la zona del puente sucede en apenas unas líneas; Reyes entonces saluda a los aduanales con un ademán y avanza por la acera en ese tramo de puentes intercasetas. Ahí se encuentra con su compañero, el Tintán, quien le recuerda el haber llegado tarde; entonces sabemos que se dedican al camellaje, es decir, ayudan a cargar maletas, bolsas o cajas de peatones que vienen o van de país a país. Su compañero lo espera en la “placa divisoria”. Aquí encontramos otro elemento icónico de la zona de cruce peatonal: esa placa ubicada justo a la mitad del tramo, un espacio donde hoy es común ver a vendedores entre las filas de vehículos. En el texto, a diferencia de la fila que viene desde cuadras atrás de La Juárez, la zona de peatones luce casi vacía; sabemos que el sol es intenso, y que “Sólo uno que otro peatón se aventuraba a cruzarlo a esa hora, rápido, con el cuerpo encogido, como si en vez del sol huyera de la policía norteamericana”.
La construcción del Río en el cuento es breve y lleva consigo toda la carga simbólica; “se inclinó por encima del barandal para escupir al río un cuajo de resentimiento. Abajo el agua transitaba espejeante, tornasolada, absorbiendo sin resistencia los rayos solares que en ocasiones la tornaban turbia, semejante al flujo de un gran desagüe industrial. Al ver la lentitud del Bravo se reprochó por enésima ocasión su incapacidad para vencer ese pánico al agua en movimiento que había convertido en fracaso sus impulsos de cruzarlo a nado”. La incapacidad del cruce nos revela, por si la estancia de su padre en Estados Unidos no bastara, su deseo de vivir en El Paso y su configuración imaginaria de esta ciudad como sinónimo de todo EE.UU. Reyes se mantiene en un constante anhelo, no del retorno de la figura paterna sino del acto de habitar, de cruzar. Ese es el sueño americano.
En materia de periferias y otros sitios ubicables, el texto menciona sólo de lejos espacios reales con motivos de contextualización: “Por eso cuando empezaba a oscurecer y los compas abandonaban el puente para gastar monedas del día en algún antro de la calle Mariscal, Reyes permanecía por horas en ese lugar, hipnotizado por el espectáculo de pirotecnia que eran las avenidas rectas bien iluminadas, los tubos de neón en la cumbre de los edificios, la sucesión de faros a gran velocidad que se deslizaban por los altísimos freeways. Y en invierno podía soportar las temperaturas bajo cero con tal de estar presente cuando la estrella luminosa del cerro fuera encendiendo cada una de sus puntas”. La calle Ignacio Mariscal, a diferencia de la avenida Juárez, se extiende ininterrumpidamente por todo el primer cuadro de la ciudad, desde el Centro, hasta la avenida División del Norte; su fracción paralela a la Juárez aún mantiene bares, aunque en menores proporciones, y su construcción o mitificación real le ha dado una connotación de la calle por excelencia de los prostíbulos. Ese versus en la ficción habla de que mientras sus compañeros, otros camelleros del puente gastan lo obtenido en vicios, el personaje prefiere mirar la ciudad del otro lado, definiendo como se definiría El Paso de noche. El mismo texto explica que toda la configuración visual de Reyes respecto a esta ciudad yace en lo que puede ver desde el puente (donde trabaja), el Chamizal, o la orilla mexicana del Bravo. Hay otro escenario que suele ser un punto de comparación y que se narra con aires de nostalgia, el municipio de Guadalupe y Calvo, ubicado al sur de Chihuahua en colindancia con Sinaloa. Ese contraste simbólico (venir desde la zona más baja del estado hasta la extrema frontera) se nutre con la ruptura del paradigma del personaje que, en un choque de valentía y en una acción espontánea pero trazada a presión desde el inicio del cuento, aprovecha un percance en la línea vehicular para entrar por la puerta grande.
En conclusión, las representaciones de Parra en el cuento “El escaparate de los sueños” permanecen en el lugar común de la frontera; hay una coincidencia temporal quizá no trazada a detalle, pero que rescata elementos esenciales para su configuración: el hastío vehicular, la ciudad detenida por los fuertes soles, el sueño americano y Estados Unidos como el sitio ideal, cruzarlo como la solución instantánea a los conflictos de pobreza y marginación. La figura del Río en la zona urbana busca rescatar el estereotipo del Bravo como un cuerpo de agua engañoso, voluble y cruento.
-Se ve bien calmado- dijo el Tintán como si hubiera leído sus pensamientos-, pero no se te olvide que es el río más traicionero del mundo.
-Cuestión de saberle el modo…
-No te creas, compa. Ahí se quedaron muchos que le sabían el modo, como tú dices.
Míkel F. Deltoya
Romanceando en Juárez
¿Qué espacios ofrece la ciudad para salir con aquel o aquella a quien queremos más cerca? ¿Cuál es la variedad de lugares en donde la plática importa más que el sonido ambiente (o estridente)? Sin duda, la atmósfera citadina en asuntos íntimos determina si la salida concluye en un espacio más privado o si habrá, al menos, una nueva oportunidad. Olvidemos, por favor, los centros comerciales y supongamos que a todos nos gusta el café o cualquier tipo de alcohol. La primera vez que salí en Juárez a pasar la noche fue al Fred’s. Ahí me llevó una dizque amiga quien me presentó a otra verdadera con quien guardo el recuerdo de una linda embriaguez, de esas que amanecen desveladas. De ahí en adelante, como buen foráneo, me dejé conducir sin propuesta ni rumbo alguno y fue así como conocí otros tantos sitios asociados desde entonces a quien me abría la puerta: el Open, la Bodeguita, el Camelot e incluso el Pata de perro. Cada uno también me decía algo de quien me invitaba; pero además, en cada uno de ellos me rodeaba de otros que como yo hacían su propia lucha… un esfuerzo simultáneo (para que el de enfrente se hiciera cotidiano) en un espacio por todos compartido. Así construí y fui llenando los huecos de esta ciudad. El Incurable de David Huerta decía que “El Sí Mismo hurga en la escritura, en la escena, el texto de sus errancias; quiere fundar una ciudad”, o un disfraz “que lo instale en el siempre labial de sus proclamaciones”.
Parte de esta misma cita sirve de epígrafe a La virgen del Barrio Árabe. El acierto de esta breve novela, publicada originalmente en 1997, radica en el engarce y sostenimiento de incógnitas: desde la identidad de quien porta el título hasta el misterio de la bicicleta de Windesfalt, el cual vale la lectura y hasta un cómic. Otro mérito, más acorde con el blog, es que las sensaciones de los personajes cimientan espacios de ficción construidos a partir de las experiencias de quienes los habitan. El ser y el estar son intercambiables en cuestiones de ambientación.
Hay algunas pistas con las que Willivaldo Delgadillo guiña el ojo para que el lector identifique el Barrio Árabe con Ciudad Juárez y Alturas Poniente con El Paso: el largo puente que las comunica, el río, la aduana y los oficiales de inmigración. Si extendemos este ejercicio (con riesgo a forzarlo), la librería del Subterráneo en donde el pintor Asintrop descubre por segunda ocasión a la Virgen del Abrigo bien podría ser la versión futura del Pasaje Correo de la Lerdo (aunque también me recuerda a Pino Suárez). El artista “se entregaba al vertiginoso mundo de las aceras del Barrio Árabe, boyantes y coloridas”; dueño de su tiempo, “Las tardes las pasaba enteras en los bares de la Avenida Escénica”, como el Nomus. ¿A qué calle nos recuerda? Por el contrario, la fisonomía de Alturas Poniente, “lugar propicio para cultivar la desmemoria” (25), corre paralela con la vida sosa de Windes, con el enigma que le propició la muerte y con la decisión de Daffy por cambiar de ciudad (¿y sexo?): “Cuando por fin pudo caminar por las calles, disfrutó como nunca el bullicio y la anarquía de su mundo adoptivo”. Esta urbe desordenada es el escenario para el encuentro entre una mesera y el protagonista.
El atentado en contra del Pirata Inglés es el preámbulo de su relación. Ambos se encontraban en el café cuando acribillaron al empresario. El miedo los paralizó y unió. Justo en el punto intermedio del relato, “Oguri caminó hacia el pintor, como hipnotizada, y lo besó. Se besaron apasionadamente. En la confusión de gendarmes y curiosos, sirenas y torretas, Asintrop arrancó las pantaletas de Oguri. Fueron detrás del mostador y siguieron acariciándose. Al penetrarla, Asintrop cerró los ojos. Vio cómo se alejaban sus amantes, su trabajo, la vida futura”. Todo el capítulo V detalla las virtudes amatorias de la mesera, una sensual artífice que pone en pausa el recuerdo de la Virgen del Abrigo. La ciudad entonces se transforma en una simple sala de espera hacia “un espacio pequeño ubicado en el décimo piso de un edificio de renta congelada”. En el frágil departamento, en donde cada detalle se dirige al placer del invitado, Oguri estimula y juega con su amante. Para Asintrop, ella no fue una mujer “sino una atmósfera, un complejo de sensaciones que lo acariciaba con una sutileza narcotizante. El roce de su cuerpo producía “la emoción que trae consigo la repentina llegada de la lluvia”. Sin embargo –y como siempre– toda exaltación carnal es transitoria y “Llegó el día en que las cinco de la tarde no trajeron como siempre a Oguri caminando por la acera del Parque Central”. Pero después del intenso romance, la historia continúa.
Urani Montiel