Micromentario: la memoria también se pierde en los pasillos del olvido
I
En el 2005 publiqué Don Rómulo Escobar: artículos y ensayos, 1896-1946. Incluí los 30 artículos de las “Memorias de Paso del Norte”. Eran breves textos que don Rómulo envió al Boletín de la Sociedad Chihuahuense de Estudios Históricos en los años 1939 a 1946.
II
Las Memorias de Rómulo son nostalgias concisas (no exentas de humor ranchero), anécdotas en serie: historias familiares (el padre como figura patriótica), descripciones de los hombres de antes (que eran los absolutamente honestos), relatos de las diversiones pueblerinas y de aquella antigua economía basada en el cambalache agrícola. El narrador de estas crónicas es un científico desplazado por las invenciones instantáneas de la modernidad: desea ignorar las nuevas calles, los nuevos nombres, olvidar a los jóvenes que no honran con su existencia el sagrado ayer. Y, sin embargo, leyéndolo, uno tiene una impresión de primera mano de lo que fueron los paseños-juarense del siglo XIX, los que se auxiliaron del Río Bravo para crear una economía de frutos estacionales: personajes sencillos que vivieron momentos de estoicismo circunstancial: hambrunas, guerras (contra los apaches), pobreza agraria y una ecología a merced de climas extremos. Paso a reseñar algunas de las crónicas / memorias de don Rómulo.
III
(1) “Mano Güero”. La primera crónica (publicada en abril de 1939) trata sobre un indígena local, popular por su pasado guerrero contra los apaches. Al niño Rómulo le vendió un escudo (por un poco de vino) y muchos años después, el joven Rómulo conversó brevemente con él. Luego, para el Rómulo anciano fue un recuerdo entrañable. (2) La crónica “Don Pablo Federico” traza la figura del “alcalde de aguas”, personaje patriarcal [palabra del agrícola siglo XIX] respetado, que sabía de la justa distribución del agua para los sembradíos y que aparecía donde era más requerido: ahí estaba pacificando disputas de labradores, realizando vigilancias nocturnas o crepusculares. Don Rómulo lo recuerda como parte mimética del paisaje: su figura la podía ver “a la hora en que salta el lucero, cuando canta sus murmullos el agua que pasa por nuestras acequias, cuando se llena la tabla y se abren las sangrías para regar la siguiente, cuando se está cuidando a los rebalses sin más ruido en el aire que el del agua que pasa, el de los perros que cuidan y el de los gallos que saludan al nuevo día”. Don Pablo es la omnipresencia que supo preservar la armonía entre ciclos ecológicos y vidas humanas (leve dibujo poético de un anciano que recuerda una vivencia infantil).
IV
(3) “La cueva del ermitaño” trata de un misterioso personaje que vivía en el Cerro Bola, era italiano, vivía del auxilio de los piadosos lugareños. Redactó un cuaderno de memorias que “estaban escritas con pésima clase de plumas, con las peores clases de tintas y creo que hasta pedazos de carbón y almagre”. El cuaderno se perdió en la “vieja casona” de la familia Escobar. Un día, el hombre se marchó y fue muerto a manos de los apaches (en su travesía hacia San Antonio, Texas). Rómulo se pregunta: “¿Cuánto habría sufrido en la vida para llegar a la cima de la tristeza y de la misantropía un hombre que no era un hombre inculto sino más bien un desgraciado?” (4) “Los Uranga” muestra personajes temerarios que tenían el negocio de las diligencias Paso del Norte a Chihuahua: “Desde que se divisaba en el camino la polvareda que venía haciendo el coche, salía la gente de sus casas para presenciar la llegada. Las mulas sudadas y trabajadas, los pasajeros empolvados y con caras de dicha y en el pescante el cochero y el sota, símbolos de valor y de la habilidad que habían traído a los viajeros a feliz término”. Don Rómulo escribió también de otros miembros de la reciedumbre ranchera: los canoeros Acosta (que tenían unas plataformas para cruzar carretas por el Río Bravo); el Coronel Joaquín Terrazas, que derrotó a los apaches y del que Rómulo narra una anécdota: el día en que un conductor de tren le exigió un boleto para un familiar que lo acompañaba: “si en aquellos momentos había un tren que recorriera aquellas vastas llanuras, era debido nada menos que a aquel hombre a quien se le cobraba un pasaje de un niño”.

V
También escribió de los sacerdotes conservadores. El cura Borrajo que prefirió destruir los badajos de las campanas que prestárselos a los constitucionalistas. El cura Ortiz del que narra lo siguiente: “Cuando la guerra con los norteamericanos al liberarse la primera batalla con el coronel Doniphan en Temascalitos (cerca de Las Cruces, Nuevo México), el cura Ortiz andaba socorriendo a los heridos y confesando a los moribundos. De pronto, un grupo de soldados americanos se dirige hacia él. El manso Cura tiró el crucifijo que llevaba, tomó el fusil de uno de los heridos y parapetándose tras el cuerpo de un caballo muerto, comenzó a disparar contra los invasores”. En las crónicas de Don Rómulo no hay odio, escribe de los Curas con el gusto que otorga el indulto personal de rencillas pretéritas entre liberales y conservadores.
VI
Son pocas las crónicas dedicadas a los eventos sociales, enumero: (a) La creación del Teatro local gracias a la afición operística de don Espiridión Provencio. (b) Las Ferias a las que acudían gentes de toda la región para vender sus productos agrícolas y asistir al circo y jugar carreras y “chuzas” (bolos), comer “orejones”, matar liebres a garrotazos (evento que[ describe don Rómulo con un gusto particular) y otras diversiones que, anota melancólicamente, “al recordarlas me parece que la sociedad sencilla y unida de aquellos tiempos ha cambiado mucho; que aquellas costumbres de pueblo chico, aislado por desiertos, eran mejores que las que nos han traído los ferrocarriles; que las gentes de aquellos tiempos eran mejores”. Su juicio ético es sobre todo una demarcación sentimental, un dictado de identidad y pertenencia.

VII
La última crónica de don Rómulo Escobar, “La chuza” (noviembre de 1946) no abandona el tono festivo (estamos ante un escritor consumado), pero ya resulta incapaz de abandonar el tono de caducidad generacional. Lo cierto es que don Rómulo fue un autor prolijo, publicó enciclopedias de agronomía, infinidad de artículos sobre agricultura y cultura ranchera, y escribió de 1896 a 1936 una serie de ensayos que tituló Eslabonazos (editados luego en un libro con el mismo nombre). Esperó tres años para volver a escribir y lo hizo recreando sus Memorias que se convirtieron en las únicas crónicas escritas por un juarense anclado en el siglo XIX.
José Manuel García-García (NMSU)
micronomia1.blosgspot.com
- Publicado en El Paso, Río Bravo, Vida cotidiana
De Ciudad Juárez a Canadá, de James Dean a Breaking Bad
La novela Northern lights, del escritor juarense Ángel Valenzuela, fue publicada en octubre de 2016 bajo el sello de Casa Editorial Abismos, con un corto prólogo (como deberían ser todos), de Alberto Fuguet y un epígrafe de la canción “Half A Person”, de The Smiths. Dos amigos inician un viaje para ver las auroras boreales en Canadá, partiendo desde la zona fronteriza de Ciudad Juárez-El Paso, atravesando Estados Unidos. Los motivos en ambos son diferentes: Demetrio quiere vivir su última gran aventura antes de casarse; Andrés lo acompaña solo para estar cerca de su amigo; a él no le interesa tanto el fenómeno atmosférico, ya que se siente atraído por otra luminiscencia: “Veo el brillo en sus ojos [los de Demetrio] y es como estarlas viendo ahora mismo, las luces del norte”. Como en cualquier road movie, el playlist no puede faltar: M83, Arcade Fire, The Lumineers. Andrés, protagonista y narrador, es un joven homosexual, caviloso, inteligente e incluso romántico, que se ve a sí mismo como al Little Bastard, enfilado hacia la catástrofe, y a Demetrio como a James Dean. Su amigo, por otro lado, es alto, atlético, atractivo para la mayoría, con un carácter más relajado, que guarda la mariguana entre un libro de Lorca y otro de Baudelaire. Mientras Andrés desea visitar Marfa, debido a sus “calles viejas y polvorientas, luces extrañas en medio de la noche oscura, artistas exiliados” y por ser el lugar donde se filmó Giant, donde aparece el ya mencionado actor James Dean; “A Demetrio sólo le interesaba hacer fotos en los sitios de Breaking Bad […]. Parece que el espíritu de Jesse Pinkman se hubiera apoderado de él”.
Durante el viaje van descubriendo, más que lugares inusitados, aspectos desconocidos de ellos mismos, para después reconocerse, milla a milla, de una nueva manera, llevando su amistad a cruzar fronteras en más de un sentido. Así que la frontera juega un papel muy importante en el ensamblaje de la novela; a través de ella, la voz narrativa deambula entre los recuerdos de la niñez y adolescencia con los que vamos conociendo más acerca de los protagonistas. La mayoría de estas evocaciones toman lugar en Ciudad Juárez: “Ocasionalmente nos saltábamos alguna clase y nos íbamos a tomar tecates al Chamizal”; o bien, sobre la vista del cielo en el desierto: “Salimos justo cuando comienza la puesta de sol. Delante de nosotros, la carretera y una vista incomparable: las montañas se recortan contra el cielo que de a poco va adquiriendo tonos magenta y naranja. No hay atardeceres más bonitos que los de este desierto de Chihuahua, me cae”.
El mismo paisaje también provoca reflexiones más hondas: “porque esta frontera tan puteada por los gringos, por la maquila, el narco y por el mismo gobierno todavía saca fuerzas de no sé dónde para regalarnos este espectáculo majestuoso”. Sobre los médanos, Andrés dialoga (solo en su consciencia) con su amigo: “Luego, habíamos quedado de ir a las dunas de Samalayuca un fin de semana, ¿recuerdas?”. Y sobre la afluente que divide a las ciudades, también rememora: “Cuando era niño y había día de campo, solía quedarme horas sentado frente al Río Bravo […]. Ahora el río está muy seco”. Antes, lleno de agua y ahora de cemento: “En su lugar hay un triste canal de concreto que sirve de trinchera a los mojados que huyen de la migra”, aunque algunas familias todavía acuden al río los fines de semana como antaño era tan común. Dado que Andrés nos habla de sus recuerdos en Juárez, tan cercanos a nuestro tiempo, y que, con la mención de Facebook y Google, nos damos cuenta de que la historia se ubica, aproximadamente, en la primera década de este siglo.
Los lugares mencionados, por su parte, también corresponden acertadamente con los que nosotros vemos y/o vimos: “La Carretera Panamericana. Así se le conoce también en Juárez, aunque los afanes urbanizadores la hayan transformado en la Avenida Tecnológico”; y el Chamizal, uno de los lugares más visitados para acampar y realizar actividades de ocio. Lo mismo sucede en las dunas de Samalayuca y con el imperecedero cielo de la frontera que nos regala una preciosa vista. Andrés tiene una opinión clara sobre las fronteras: “Qué antinaturales son […]. Las físicas y las metafóricas. Me parecen obscenas. Un atentado contra la humanidad. […]. Pienso que uno mismo construye su patria.” Hacia el final, nuestro narrador se reconoce como una hormiga en un mundo gigantesco, pero a salvo, viendo lasnorthern lights: “Todo parece insignificante ante la magnitud de este espectáculo. Las fronteras, lo prejuicios. El lenguaje, incluso, me parece insignificante y absurdo”. En menos de 120 páginas, el escritor Ángel Valenzuela da espacio a la ternura, la pasión homoerótica, la vitalidad de una historia de carretera, pero, sobre todo, a la amistad de dos jóvenes que están a punto de iniciarse en la vida adulta y encuentran en este viaje la mejor ruta de escape.

Crédito fotográfico: Oksana Portillo
Gibrán Lucero
- Publicado en carro, Desierto, El Chamizal, Frontera, Río Bravo, Samalayuca, Viaje
La Quimera norteña de la Corona
¿Qué motivaría a un veinteañero solicitarle al Rey el permiso de aventurarse en una expedición con rumbo hacia lo desconocido, lo inhóspito, lo inexplorado? Lo que llevaría a Álvar Núñez Cabeza de Vaca a sumarse a la expedición de Pánfilo Narváez no es algo difícil de dilucidar. Porque, claro, ha surgido un nuevo mundo, y se ha dicho que reboza en oro, joyas y grandes tesoros que a cualquier hombre resultaría una riqueza inimaginable. Sin embargo, una vez adentrado en la aventura –narrada por su protagonista años después– podemos ver cómo va cambiando esa pretensión original a punta de naufragios y pérdidas a lo largo del derrotero, hasta que se reforma su ideología, tras ocho años vagando por la parte sur del actual Estados Unidos, para llegar de nuevo a “tierra de cristianos” en la Ciudad de México. Grandes desventuras, detrimentos, muerte siempre al costado, desgaste y desolación, hambre e incluso canibalismo son las provisiones que encontraremos dentro de las páginas de Los naufragios. Esta crónica, editada por Enrique Pupo Walker, viene aderezada de una introducción que ofrece a detalle el contexto con el que habrá de abordarse la lectura. Hablo aquí de la primera obra literaria –así se puede leer–, escrita en un continente inimaginado por los hispanos.
Al observar la tinta impresa sobre un papel a manera de símbolos, esas letras que componen el libro, o las celdas electrónicas que por medio de algoritmos matemáticos generan una imagen en la pantalla para leer las aventuras de Cabeza de Vaca, nos situarnos en un punto conocido por muchos, pero, en algunas ocasiones, inexplorado por quienes en él habitan: la frontera. Ciudad Juárez, a lo largo de la historia, ha sido un punto central. Cuando los expedicionarios “cruzaron el gran rio que venia del norte” se encontraron con la zona que se convertiría en un punto clave para la evolución y construcción del actual Estado mexicano: un río que se tiñe constantemente de rojo –sobre todo en las últimas décadas– y que añoran aquellos que dejaron atrás su tierra por la búsqueda de una mejor vida. Esta historia poco se distingue de penosa travesía que realizan los llamados dreamers, quienes hacen hasta lo imposible por su familia. El sentimiento capaz de mover el espíritu y dotar de fuerza a aquellos aventurados (o desventurados) que cruzan el gran río siempre ha sido el mismo: la esperanza de encontrar su hogar o mejorar el que ya tienen. Así, Cabeza de Vaca, en su desvarió por el septentrión inexplorado, tiene que moverse y continuar a pesar de los límites para alcanzar su sueño.
Esta hazaña, realizada hace poco más de cuatro siglos, se repite, día a día, cientos de veces por quienes cruzan la frontera ¿Qué juarense o paseño se jacta de no haber pisado el otro lado del río? Las razones para hacerlo son tan variadas como la misma población que habita la zona. La diferencia radica en que Cabeza de Vaca no se encontró con una barrera, con un alto, con un oficial que le solicitase sus papers o su visa. Hoy, una persona sin escrúpulos planea hacer impenetrable ese bordo que durante tantos años fue libre; aprehender la libertad que se encuentra implícita en el barro bajo el agua y la tierra perteneciente a las personas que la trabajan. Pero la libertad no se exige, se conquista y, como aquel fuerte expedicionario, haremos frente a la adversidad.
Carlos Andrés Núñez Varela
El corazón de los árboles
Ítaca te brindó tan hermoso viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Pero no tiene ya nada que darte.
Konstantinos Kavafis, “Ítaca”.
I. Eve Gil cuenta en su blog que, según cierto amigo, hay gente que viaja a Ciudad Juárez para preguntar si Rosario Sanmiguel existe. Algunas veces me he planteado la misma cuestión, a pesar de vivir en la misma ciudad y con la misma gente. Quizá habría que imaginar a dos Rosarios: la escritora y el personaje mítico, de ficción. La verdad, una vez escarbada, descubre a una mujer importante, aunque discreta, en el ambiente cultural juarense: direcciones editoriales, revistas literarias (Levrel), talleres (“Rosario Castellanos”, una respuesta al machismo imperante en la escena literaria local de principios de los noventa) y crítica literaria (La representación histórica en Noticias del imperio de Fernando del Paso). Aunque su existencia queda confirmada con este inventario, aún siento que escribo de alguien a quien nunca he visto, a quien imagino como a uno de sus personajes: Andrea, de su impresionante novela Árboles o Apuntes de viaje (2007).
Rosario Sanmiguel es la protagonista de Juaritos literario. Esta entrada será otra más en la colección de reflexiones en torno a su obra, aunque la primera sobre su novela. Lo anterior debido a una tramposa premisa: Juárez no aparece en ella. Si en Callejón Sucre y otros relatos nuestra ciudad era el escenario protagónico e hilo estructural del cuentario, en Árboles el retrato de la urbe me resulta inquietante debido a su ausencia. Sin embargo, la idea misma del viaje contornea una geografía (imaginaria y real) que vale la pena explorar: del Big Bend, Texas, hasta el pueblo desolado de Malavid (que remite a Manuel Benavides, Chihuahua, de donde es oriunda Sanmiguel) y, finalmente, El Paso-Ciudad Juárez. Asimismo, existe otro viaje de carácter intertextual: la construcción ficcional de Malavid y la dialéctica que ejerce con el emblemático Comala de Juan Rulfo.
II. El viaje desemboca en apropiación del espacio y también de memoria. Como en el poema de Kavafis, Ítaca fue solo el destino, el punto de llegada, el hogar. Todo lo demás, lo que en verdad importa, son las situaciones y peripecias para realizar ese viaje: las experiencias y los conflictos, la memoria y el olvido que se desprenden de la vivencia. En el caso de Árboles, Andrea, por medio de la realización del trayecto y el acto de nombrar (y no hacerlo, como ocurre con Juárez) los lugares visitados, busca apropiarse no solo de los espacios sino de su identidad. Al final de la novela esto concluye en escritura, apuntes de viaje, “retazos de una historia a la que trataba de dar sentido a fuerza de memoria e imaginación”.
Página aparte, pero con relación a la escritura, Gérard Genette en Palimpsestos señala los niveles representativos del intertexto. Uno de ellos, el paratexto, entendido como lo que está fuera del texto (como epígrafes o la fecha y lugar de composición) cumple una función tanto estructural como simbólica. “Alpine – Ciudad Juárez, 2001”, por ejemplo, es la fecha de composición de Árboles. El epígrafe de Gastón Bachelard en la novela, perteneciente a La tierra y los ensueños de la voluntad, resulta significativo porque se une a las palabras finales de Amanda, la madre de Andrea, y que asimismo desarrollan el inicio del viaje intertextual (en dos sentidos, Bachelard y Rulfo). Amanda se dirige así a su hija: “Tú también recuerda esto. Que una tarde de San Juan, o una tarde de viento, o una tarde cualquiera amarré el corazón al corazón de un árbol”. En efecto, la alusión a Bachelard y Rulfo comprenden un nivel interpretativo complejo donde puedo indicar semas que conectan tanto al intertexto como al carácter simbólico de la obra, ya que las palabras finales de Amanda desembocan en el final de la novela y, por lo tanto, del viaje de la lectura.
La cita remite de cierta forma a Pedro Páramo a través de dos líneas interpretativas: 1) La referencia a San Juan alude, además de la evidente lectura religiosa, al amor de Pedro Páramo por Susana San Juan, quien, como Amanda, representa la memoria de Comala (y por lo tanto su olvido), así como su concluyente desaparición; 2) La primera indicación de Dolores Preciado a su hijo que desencadena el viaje y su perdición en el trayecto de la vida a la muerte. La última referencia aparece más clara cuando, antes de morir, la madre de Preciado le dice: “El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro”. Ambos personajes (Amanda y Juan) viajan para reclamar justicia a sus recuerdos.
Otro intertexto aludido se refiere a la composición del destino, es decir, los espacios imaginarios: Malavid y Comala. La atmósfera de desolación se contrasta, en ambas espacialidades, con la presencia del árbol que, si bien remite a los mismos personajes en Sanmiguel, también representa la idealización de la memoria: el pasado como asentamiento de una identidad por recuperarse. En Pedro Páramo Dolores Preciado compara a los árboles de Comala con la disposición de sus recuerdos: “Mi pueblo, levantado sobre la llanura. Lleno de árboles y de hojas como una alcancía donde hemos guardado nuestros recuerdos”. De una forma similar, en la novela de Sanmiguel, cuando Galindo muere, Andrea piensa en los árboles de Malavid: “Recordé la arboleda perdida en la memoria de Amanda, que yo guardaba en mi memoria”. La idea del árbol atañe tanto a la espacialidad como a la memoria. A fin de cuentas, el texto literario recibe este nombre.
Quizá por ello, y a manera de contraste, la única mención a la geografía juarense atañe al agua y al cruce fronterizo. Al inicio de Árboles leo: “Del Big Bend a tierras ejidales, en una barca agujereada al mando de un niño, por un cuarto de dólar crucé el río Bravo”. A través de esta primera referencia espacial, se puede trazar imaginariamente el viaje de Andrea: Inicia desde el parque nacional Big Bend, en Texas; después viaja a través del río Bravo hasta llegar a Lajitas; emprende luego el camino en dirección al sur y llega a Malavid (Manuel Benavides). El regreso a casa lo realiza en camión con Galindo y Jacinta. Arriban a Ojinaga, donde Galindo fallece. Quedan solas Andrea y Jacinta. En este momento, Andrea revela que lo mejor hubiese sido jamás emprender el viaje: haber dejado las cosas como estaba, “ustedes en Malavid y yo en El Paso”. Aquí concluye, en el texto, su viaje. Sin embargo, a través de un proceso de imaginación, quiero reconstruir el trayecto de Andrea hasta El Paso. Aquí no solo se reencontrará con la soledad de su árbol genealógico, sino también con la frontera que divide, gracias a las aguas ausentes del río Bravo, a Estados Unidos de México. Tendrá que cruzar por Ciudad Juárez si quiere entrar a El Paso. Regresar, al fin, a su casa y enterrarle un cuchillo en el corazón al árbol.
Antonio Rubio
De cierta expedición…
Tras la muerte de don Pedro Moya de Contreras, antiguo arzobispo de México, Juan de Aranda encuentra, en un libro que queda en su poder, la relación de Hernán Gallegos que trata sobre la expedición realizada a inicios de la década de 1580, dirigida por el padre fray Agustín Rodríguez y el capitán Francisco Sánchez Chamuscado, hacia Nuevo México. El propósito principal de la empresa era llevar el evangelio a aquellas tierras no exploradas anteriormente y expandir los dominios de la corona de Castilla. Para ello, solicitaron un permiso al virrey Marqués de la Coruña, ya que se habían prohibido las irrupciones violentas, auspiciadas bajo un halo evangélico, por lo que se tenía especial cuidado con las entradas que se autorizaban. Partieron de Santa Bárbara tres religiosos y nueve soldados el 6 de junio de 1581, llevando a Hernán Gallegos como secretario y escribano, encargado de documentar el viaje a través de una crónica.
Anduvieron varias leguas sobre el Río Conchos, encontrando varios pueblos indígenas, quienes los recibían de buena gana ofreciendo regalos, pues querían evitar la guerra. Gallegos se dedica a describir las características de los naturales de cada pueblo y la disposición en que los encuentran, así como los acontecimientos importantes del viaje… un derrotero por llanuras a las que van nombrando, con poca modestia y mucha esperanza, como el “Valle de los Valientes”. Después de seguir el Conchos durante algunas leguas de viaje, hallaron su desembocadura en el Río del Norte. Al encontrar indios desnudos, quienes les informaron que había otros pueblos más adelante, siguieron el cauce del río, hasta llegar al lugar en el que tomarían posesión del territorio, el 21 de agosto de 1581, nombrándolo San Felipe del Nuevo México, y a la afluente que provenía del norte lo llamaron Guadalquivir –en memoria o nostalgia de su península– “por ser tan grande y caudaloso y muy ancho y con mucha furia”.
Y aunque el objetivo era llevar la palabra “adonde dios nuestro señor se fue servido de encaminarles para que su santa fe sea predicada y su evangelio sea sembrado por toda la tierra” el convivio con los pobladores originales es más bien tenso. De repente, Chamuscado enfermó y murió durante el viaje de regreso al punto de partida, al cual se dirigían para informar de todo lo visto. Comenzó a haber una preocupación por parte de los franciscanos hacia sus compañeros que habían partido al Nuevo México, ya que fray Juan de Santa María había sido muerto por los nativos en aquella tierra. Fue enviada una nueva expedición, dirigida ahora por Antonio de Espejo, con el propósito de hallar a la primera (o a sus sobrevivientes). Durante esta travesía, el capitán Espejo pudo notar la riqueza mineral del territorio, y al dar cuenta de ello a la capital novohispana, se dio la orden de colonizar aquellas tierras. A pesar de que hubo quienes comenzaron a incursionar ilegalmente por aquella ruta (en la que El Paso le hacía honor a su actual nombre), la toma y ocupación formal de estas tierras quedó reservada a Juan de Oñate, pero esa es otra historia de otro siglo.
Daniel Malaquías
Américan Drím: por la puerta grande
Uno de los máximos exponentes contemporáneos del cuento, en ocasiones considerado como el sucesor de otros grandes como Juan Rulfo y José Revueltas, ha sido Eduardo Antonio Parra (León, Guanajuato 1995); narrador cuyo espacio literario procura, en su mayoría, escenarios del norte mexicano. Parra, residiendo un par de años en el estado de Tamaulipas, pronto emigró a Nuevo León donde tuvo su formación literaria e intelectual fuerte y durante los años consecuentes de su trayectoria, recorrió y absorbió las situaciones cotidianas de estados como Sinaloa y Chihuahua. Tierra de nadie es su segundo libro de cuentos publicado por la editorial Era en 1999, durante una época en donde ya había sido becario de espacios como el Centro de Escritores de Nuevo León y el FONCA. Su último trabajo fue la compilación de Norte: una antología (Era, 2015), en donde incluye cuentos de autores canónicos del norte mexicano, como los chihuahuenses Martín Luis Guzmán, Rafael F. Muñoz, Jesús Gardea, Ignacio Solares, Víctor Hugo Rascón Banda, Rodrigo Pérez Rembao y César Silva Márquez.
Tierra de nadie es un compendio de nueve textos repartidos en tres apartados que, como el apodo del Far West por antonomasia, es decir, la “tierra de nadie”, desemboca en espacios del norte mexicano, páramos y extensiones desiertas, cualquier ciudad del noreste o noroeste o escenarios ficticios bien delimitados con referencias a espacios reales. El cuento “El escaparate de los sueños” (59-69) es uno de estos. Con dos personajes destacados, el protagonista y su colega el Tintán, el cuento narra otro rutinario día de estos camelleros en el puente Santa Fe, espacio que vincula dos naciones y dos icónicas calles de ambos lados de la frontera: la mítica Avenida Juárez y El Paso Street. Entre el bullicio de los autos, el sol ardiendo sobre el pavimento del puente y la espera de señoras dispuestas a dar propina, Reyes mira con idilio a la ciudad de El Paso, todo auto o peatón deambulando, incluidos los personajes principales, forman parte de esta exhibición de sueños, y el sueño aquí es el american dream.
La Juárez
“La hilera de coches se extendía a lo largo de seis cuadras por la Avenida Juárez”. Apenas comienza el cuento, ya hay una localización exacta; ya hay un traslado del personaje principal que va llegando al Puente Internacional Santa Fe por esa mítica avenida. En su recorrido, el lugar es azotado por el sol de la canícula, algunos coches poseen aire acondicionado y el protagonista, Reyes, se consuela con acercarse a la sombra del techo de los mexican curios, o con absorber el aire refrigerado de los bares del sitio. La construcción de este escenario coincide con la Avenida Juárez de finales de los años noventa; si bien no con el apogeo turístico de dicha calle, al menos sí con la conservación de bares, cantinas y escaparates de “recuerditos” de este lado del Río. Imaginar la hilera extendida a lo largo de “seis cuadras” por la Juárez ya denota que la fila se extiende quizás hasta la avenida 16 de Septiembre, que hasta hace todavía un par de años, aún era transitable por vehículos y que ahora sostiene túneles.
El puente y el Río
“y con andar desganado se internó en el puente internacional, cuyas veredas peatonales, al contrario de los carriles llenos de vehículos, parecían evaporarse en la soledad de la canícula”. La transición de la avenida a la zona del puente sucede en apenas unas líneas; Reyes entonces saluda a los aduanales con un ademán y avanza por la acera en ese tramo de puentes intercasetas. Ahí se encuentra con su compañero, el Tintán, quien le recuerda el haber llegado tarde; entonces sabemos que se dedican al camellaje, es decir, ayudan a cargar maletas, bolsas o cajas de peatones que vienen o van de país a país. Su compañero lo espera en la “placa divisoria”. Aquí encontramos otro elemento icónico de la zona de cruce peatonal: esa placa ubicada justo a la mitad del tramo, un espacio donde hoy es común ver a vendedores entre las filas de vehículos. En el texto, a diferencia de la fila que viene desde cuadras atrás de La Juárez, la zona de peatones luce casi vacía; sabemos que el sol es intenso, y que “Sólo uno que otro peatón se aventuraba a cruzarlo a esa hora, rápido, con el cuerpo encogido, como si en vez del sol huyera de la policía norteamericana”.
La construcción del Río en el cuento es breve y lleva consigo toda la carga simbólica; “se inclinó por encima del barandal para escupir al río un cuajo de resentimiento. Abajo el agua transitaba espejeante, tornasolada, absorbiendo sin resistencia los rayos solares que en ocasiones la tornaban turbia, semejante al flujo de un gran desagüe industrial. Al ver la lentitud del Bravo se reprochó por enésima ocasión su incapacidad para vencer ese pánico al agua en movimiento que había convertido en fracaso sus impulsos de cruzarlo a nado”. La incapacidad del cruce nos revela, por si la estancia de su padre en Estados Unidos no bastara, su deseo de vivir en El Paso y su configuración imaginaria de esta ciudad como sinónimo de todo EE.UU. Reyes se mantiene en un constante anhelo, no del retorno de la figura paterna sino del acto de habitar, de cruzar. Ese es el sueño americano.
En materia de periferias y otros sitios ubicables, el texto menciona sólo de lejos espacios reales con motivos de contextualización: “Por eso cuando empezaba a oscurecer y los compas abandonaban el puente para gastar monedas del día en algún antro de la calle Mariscal, Reyes permanecía por horas en ese lugar, hipnotizado por el espectáculo de pirotecnia que eran las avenidas rectas bien iluminadas, los tubos de neón en la cumbre de los edificios, la sucesión de faros a gran velocidad que se deslizaban por los altísimos freeways. Y en invierno podía soportar las temperaturas bajo cero con tal de estar presente cuando la estrella luminosa del cerro fuera encendiendo cada una de sus puntas”. La calle Ignacio Mariscal, a diferencia de la avenida Juárez, se extiende ininterrumpidamente por todo el primer cuadro de la ciudad, desde el Centro, hasta la avenida División del Norte; su fracción paralela a la Juárez aún mantiene bares, aunque en menores proporciones, y su construcción o mitificación real le ha dado una connotación de la calle por excelencia de los prostíbulos. Ese versus en la ficción habla de que mientras sus compañeros, otros camelleros del puente gastan lo obtenido en vicios, el personaje prefiere mirar la ciudad del otro lado, definiendo como se definiría El Paso de noche. El mismo texto explica que toda la configuración visual de Reyes respecto a esta ciudad yace en lo que puede ver desde el puente (donde trabaja), el Chamizal, o la orilla mexicana del Bravo. Hay otro escenario que suele ser un punto de comparación y que se narra con aires de nostalgia, el municipio de Guadalupe y Calvo, ubicado al sur de Chihuahua en colindancia con Sinaloa. Ese contraste simbólico (venir desde la zona más baja del estado hasta la extrema frontera) se nutre con la ruptura del paradigma del personaje que, en un choque de valentía y en una acción espontánea pero trazada a presión desde el inicio del cuento, aprovecha un percance en la línea vehicular para entrar por la puerta grande.
En conclusión, las representaciones de Parra en el cuento “El escaparate de los sueños” permanecen en el lugar común de la frontera; hay una coincidencia temporal quizá no trazada a detalle, pero que rescata elementos esenciales para su configuración: el hastío vehicular, la ciudad detenida por los fuertes soles, el sueño americano y Estados Unidos como el sitio ideal, cruzarlo como la solución instantánea a los conflictos de pobreza y marginación. La figura del Río en la zona urbana busca rescatar el estereotipo del Bravo como un cuerpo de agua engañoso, voluble y cruento.
-Se ve bien calmado- dijo el Tintán como si hubiera leído sus pensamientos-, pero no se te olvide que es el río más traicionero del mundo.
-Cuestión de saberle el modo…
-No te creas, compa. Ahí se quedaron muchos que le sabían el modo, como tú dices.
Míkel F. Deltoya
Camino nuevo al lugar de siempre
Por cuestiones de trabajo, el buen capitán Juan de Oñate emprendió la exploración del mítico territorio septentrional bajo idealizaciones ilusorias del territorio, con la casi cumplida expectativa de acreditar nebulosas esperanzas. Una migración de quienes persiguen un primitivo sueño americano. A fin de dar cuenta al Rey (los Felipes del otro lado del Atlántico) de las penurias sufridas durante la expedición, Oñate escribe una carta en marzo de 1598 donde pide que “se sirva de mandar lo capitulado conmigo por el Virrey don Luis de Velasco… y que la merced que merezco… se me haga con ventajas en encomienda de mis trabajos”. El comunicado surte efecto, pues a cuatro años de emitirlo, recibe el título de “adelantado” en las provincias de la región por parte del virrey novohispano. Ese mismo año, pero cuatro meses después, ordenan que “se envíen de estos Reinos algunos Soldados” para continuar la exploración de la zona. Por último, un decreto real reafirma la importancia de cobrar los correspondientes tributos en esas tierras. Pero, a fin de cuentas, es Vicente de Saldívar y su descubrimiento del “camino nuevo” quien protagoniza el hallazgo que aquí concierne. Este personaje reconoce un tal “Río que llaman del Norte” en la Nueva Vizcaya.
Oñate redacta su carta en primera persona, pero es Saldívar quien transmitió de manera oral lo visto durante la exploración. El sargento mayor del campo, al mando de 16 hombres, fue enviado a “descubrir camino nuevo”. Quince días antes de encontrarlo, llegaron a un “pueblo rancherial de indios” donde fueron bien recibidos, aunque “cincuenta de ellos se pusieron en arma y le resistieron” en un primer momento. El lugar referido fue descrito como “muy bueno y de bastantes aguajes”, sin olvidar el carácter estratégico que posee como ruta “con certinidad de que se ahorraran sesenta leguas del que hasta aquí se sabía y se salva el paraje del llegar a los Pataragueyes”. Cumplida su labor, los méritos del “descubrimiento pacificación y población de Las provincias de La nueva México” son reconocidos por el Rey, quien pide la pronta posesión del territorio y el cobro de “tributos en moderada cantidad de los frutos de la tierra”. La noticia es positiva y, después de todo, las difíciles condiciones sufridas por los exploradores han valido la pena. Sin duda, a pesar del paso de los siglos, la visión del espacio geográfico norteño no ha perdido su postura estratégica que entonces fue señalada por Saldívar, pero ahora posee una connotación sujeta a las necesidades e intereses de la modernidad.
Este panorama que algún día llegó a tener “bastantes aguajes” ya se encuentra seco y asfaltado. Sin embargo, el imparable flujo migracional mantiene corrientes en movimiento. El Río Bravo pretende acotar la región y, más allá del límite, continúa creando generosas esperanzas al viajero; promueve la migración de quienes, como el sargento Saldívar y sus acompañantes, persiguen el sueño americano en búsqueda de prosperidad en otras tierras, siempre impulsados por una idealización en las riquezas de este norte. El paseante, a través de su visión utilitarista, reconoce al espacio geográfico como camino estratégico. El juarense contempla el río y se desdobla en él, lo convierte en un grito de protesta. Lo devisa sin agua pero con la idea que después de éste, existe algo que vivir. El simbolismo del Río Bravo no se concreta únicamente en su aridez reflejada en la ciudad o en su estatus como lugar de paso y limítrofe a Estados Unidos; se expande y representa un apéndice para la ciudad que guarda memorias sobre el ritmo siempre cinético de las formas de vida: habitantes en eterna adaptación a la sequía y constante encuentro con los recuerdos de lo que un día fue abundancia.
Sarahí Robledo
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EL BRAVO RÍO DEL NORTE
El parentesco entre las amazonas sudamericanas y las cíbolas mexicanas atestigua un sueño continental que se fue diluyendo conforme el mapa se poblaba en sus extremos. Paitití y Quivira son otras coordenadas del imaginario español, ambas inexistentes en las cartografías modernas. Pero dentro de esta estirpe de quimeras que movían expediciones existen territorios tan reales hoy en día como lo fueron alguna vez imaginados: Moxos o California, por ejemplo. La añoranza logró excepcionalmente firme asiento y la fatiga –rara vez, pero sí– fue recompensada con la materialización de las ansias. Hablo aquí del momento cuando las largas jornadas coinciden con las expectativas que las alentaron. Si la gente migra a voluntad en busca de un bienestar es porque alguien más ya lo ha logrado y dio noticia. El sueño americano de nuestros días sigue vigente no por el rito de paso (que implica cruzar la frontera) sino por remesas constantes que sostienen familias aledañas al próximo migrante. Si el capitán Juan de Oñate, verdadero mirrey en tiempos del virreinato, emprendió hacia finales del siglo XVI la “conquista y pacificación” del septentrión novohispano fue porque hubo un Cortés de carne y hueso que venció al antiguo imperio mexica. La Historia de la Nueva México, canto épico compuesto por el soldado Gaspar Pérez de Villagrá (1609), detalla los logros de dicha expedición, entre los cuales sobresale el sufrido descubrimiento del Río del Norte.
El relato del hallazgo pertenece a la primera parte del Canto 14: “Cómo se descubrió el Río del Norte y trabajos que hasta descubrirlo padecieron, y de otras cosas que fueron sucediendo hasta ponerse en punto de tomar posesión de la tierra”. Pérez de Villagrá, pipope amigo de litigios y malogrados versos, aparece como personaje testimonial (en primera persona) de la hazaña. Aquí el anhelo trascendió la orden dada por el capitán, la de encontrar el vado, y se convirtió muy pronto en una esperanza vital: la simple supervivencia. Ninguno de los ocho expedicionarios “entendimos / poder salir con vida de aquel hecho”. Su aspecto es terrible (“en las carnes la ropa ya cocida”) y han consumido los bastimentos; los caballos “llevábamos rendidos, / hijadeando, cansados y afligidos”. Ya sin ánimo y cargando a cuestas “el fin de aquello que se espera”, cruzan “altos médanos de arena / tan ardiente, encendida y tan fogosa”. “Cuatro días naturales se pasaron / que gota de agua todos no bebimos”. Sin embargo, la providencia –fiel compañera de todo buen cristiano-viejo desahuciado– abrió el camino al quinto día: “y fuimos todos / alegres, arribando al bravo Río del Norte, por quien todos padecimos / cuidado y trabajos tan pesados”.
¡Lo lograron! El deseo vuelto “playas y riberas… sombras apacibles”. Y aunque los endecasílabos son piedras la imagen es extraordinaria: frente al correr del río “los caballos flacos, / dando tras pies, se fueron acercando / y zabullidas todas las cabezas / bebieron de manera los dos dellos / que allí juntos murieron reventados. / Y otros dos ciegos tanto se metieron / que de la gran corriente arrebatados / también murieron de agua satisfechos”. Los jinetes estuvieron a punto de emular el destino funesto de las bestias. Los compañeros –no Pérez de Villagrá– quedaron “hinchados, hidrópicos… / así como si sapos todos fueran, / pareciéndoles poco todo el Rio / para apagar su sed y contentarla”. Un norte benevolente ha colmado el sueño americano de estos soldados quienes reportaron en marzo de 1598 la buena nueva, antesala de la toma de posesión del Paso del Norte. No obstante, advierto en la suerte de los caballos un velado consejo que leo como el mayor aviso… yo, que no soy norteño de cepa y que vivo a cinco minutos del Río Bravo.
Urani Montiel
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DERROTERO DE NORTE A SUR
La Relación de lo que acaeció en las Indias de Alvar Núñez Cabeza de Vaca, natural de Jerez de la Frontera –curiosamente–, es el primer testimonio escrito que conservamos sobre la región de Ciudad Juárez–El Paso. “De quién sino de él podía venir el sueño imposible de la riqueza del río… quién sino un náufrago delirante podía hacer creíble semejante ilusión sobre el río grande, río bravo… frontera de mirajes desde entonces” (Carlos Fuentes: La frontera de cristal, 1995). Existen dos versiones de la crónica (a.k.a. Naufragios) debido a la polémica en torno a la sacralidad sensual y táctil con la que el protagonista logró supervivir. El yo de la Relación (Zamora, 1542) es un él en los Comentarios (Valladolid, 1555). A pesar de que la actividad milagrera, tan del gusto de sus lectores de todas épocas, quedó reivindicada, es evidente la distancia que los cuatro sobrevivientes toman frente a los suyos: “no quisimos tomar de todo ello sino la comida, y dimos todo lo otro a los cristianos para que entre sí la repartiesen… nosotros sanábamos los enfermos, y ellos mataban los que estaban sanos”. De hecho, la materia prima de la autobiografía –lo que le da un carácter sobresaliente y atípico– es en realidad la traducción al castellano de las experiencias vividas en lenguas indígenas. ¡Primera literatura de la América hispana!
La expedición de Pánfilo de Narváez despertó muy pronto de su ensueño americano y entró en crisis, lo que implica formular un juicio sobre algún evento a partir (o a fuerza de naufragios) de lo sufrido, observado y reconocido. La prosperidad siempre menguante de la tripulación permitió que la cultura occidental, encarnada en el escritor chicano (¿será?), experimentara una complejidad compartida con los habitantes originales de Norteamérica. Núñez Cabeza de Vaca entró en una crisis profunda en la que logró comprender a esos otros siendo uno de ellos. El mal hado de los ocho años en peregrinaje o cautiverio le da a la narración un tono introspectivo y patético lleno de imprecisiones espacio-temporales. Empero –y con sobrado debate– es hacia el final del capítulo XXIX donde el malogrado grupo va mudando fortuna y, en dirección oeste, logran alcanzar el Río Grande en puntos próximos a donde hoy se ubica Ciudad Juárez: “passamos vn gran río que venía del Norte y passados vnos llanos de treynta leguas hallamos mucha gente que de lexos de allí venía a rescebirnos”.
El cruce realizado por Alvar Núñez y los suyos por el paso del Río del Norte es replicado a diario, en días hábiles por supuesto, por paisanos convencidos de que el american way es la única vía. El consulado norteamericano los recibe y retiene en Ciudad Juárez por lo menos una semana a quienes bien les va. La zona de Las Misiones se volvió turística con maña (y a fuerza de inversión privada). No es de extrañar que un martes cualquiera todos los hoteles de por ahí estén a tope y colmados de billete verde. Los antiguos mexicanos entran a Juárez recelosos, las TV news han hecho su trabajo; su último recuerdo de una zona fronteriza fue una hazaña digna de una crónica detallada, un rito de paso que les ha marcado (humedecido) las espaldas. Por lo general, aquellos que cruzan de norte a sur por estas latitudes llevan años extraviados en un prolongado anonimato, un perfil bajo cotidiano; se han ausentado de su patria durante cada una de sus jornadas y dominan toda clase de sortilegios –o mano de obra– para que cambie, aumente o por lo menos siga a flote su fortuna.
Urani Montiel
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