Frente a una copa de vino, yo me río de mí (2)
Segunda parte de la reseña de la novela De Obregón… El Recreo (2012) de Mauricio Rodríguez
13. La vida melodramática, arrastra el sinsabor del cliché, pero conserva matices distintivos. Y la vida de Zerk los tiene en buena medida destacados: la novela inicia con el divorcio del protagonista, su reajuste emocional (‘me fragmentaba en la noche llamada something else’), las primeras andanzas de libertad (condicionada al dolor): “hace tres semanas la calle es mi refugio. No he conseguido dormir como cuando estaba al lado de ella, quiero decir, hace tiempo que no cojo”. El poeta va hilando las emociones encontradas en su vagar nocturno-citadino: “En estos días la poesía en mí se resume a meros destellos. Me refugio en las calles porque no hay duda de que si algo hermoso tiene la Ciudad del Crimen, es su horroroso primer cuadro”. Zerk habla de ese otro espacio (opuesto al artificioso lugar ameno de El Recreo) donde encontrará amistades efímeras, conversaciones con personajes excéntricos, relaciones con nuevas amigas, con prostitutas de la calle La Paz. Encontrará sobre todo anécdotas que irán integrando a su narrativa en proceso de llegar a ser novela (la que estamos leyendo y comentando). Escribir del melodrama no es escapar de él, es darle solo el matiz de ser materia poetizable.
14. Los amoríos, según Zerk, deberían iniciarse o acabar en moteles de paso. La sensualidad es una descripción brevísima de maratones sexuales. La sucesión de acostones son, al fin de cuentas, cuerpos mal dibujados de mujeres similares. Zerk renuncia a la descripción minuciosa de las cualidades de aquel manojo de aventuras moteleras. Baste decir que una chica llamada Mina (por ejemplo) “le gustaba que la llamara mi puta, mi perra, en las noches interminables de sexo, pero una noche se fue de mi vida, como muchas otras se han ido”. O los acostones con Bátiz que también, un día, ella se despide: “solo fueron unos segundos, intercambio de miradas, un apretón de manos en el que se marcó un adiós, premeditado y luego volver al mundo que cada uno había decidido para sí”.

15. La novela es rica en anécdotas, tanto que algunos han confundido la novela con una serie de relatos. Anoto como ejemplo, un par de estas breves historias: A) La anécdota de los Eternos Sospechosos: “Una camioneta de la policía se detiene para investigar a dos cholos cuyo único delito fue tener tatuado el barrio en el cuello. Los revisan, primero de vista, luego inspeccionan entre sus ropas y les piden sus papeles para transitar por la calle que ya no les pertenece. No encuentran nada. Me observan. Me siento un criminal sin delito”. B) El extraordinario capítulo de los Merolicos, que es uno de los más entretenidos de la obra. Se trata más que del evento narrado, la manera cómo Mauricio lleva a la escritura el lenguaje oral, las expresiones de los pícaros de oficio que entretienen con gestos y voces a la gente para sacarle algunos billetes o (si se pudiera) alguna cartera: “Mira, acércate, no estamos aquí para pedir, estamos para dar querido público”.

16. Felizmente los logros poéticos abarcan capítulos enteros, además de refugiarse en pequeñas frases incrustadas en la narrativa general. Por ejemplo, hay un momento donde Zerk se mira al espejo (de su casa) y dice o piensa: “al llegar al baño con una estupenda cruda, me doy cuenta que el hombre al utilizar el rastrillo limpia las heridas de los días, esas que va dejando el desengaño. Afuera llueve a cántaros”. Su poesía habita también, la hostilidad de las circunstancias.
17. Fuera y dentro, las calles de Ciudad Juárez o El Recreo no son solo escenarios, sino personajes de múltiples voces. El Espejo de la cantina, el cuadro histórico de la ciudad, llega a representar, como la fila de mujeres sexuadas, suciedad, ebriedad, purgatorio de seres errantes: “por esta calle habitan también una gran cantidad de catarrines trasnochados, amigos todos, guerreros de 24 horas, que por lo general se quedan dormidos donde les da su chingada gana, ahí nomás se tiran y en cuanto despiertan le dan un entre a su botellita de alcohol de caña. Poco les importa el orín o la mierda que se las ha escapado”. La ciudad es una cantina, el ágora de los Miserables, refugio de los sobre-jodidos, casi seres humanos (los une al parecer, la boca de una botella), amigos, etílicos, como los borrachines de El Recreo (aunque estos tienen la mesura de la civilidad, la limpieza y el título de poetas clasemedieros y además se bañan a diario). Afuera domina una atmósfera de angustias a punto de estallas; adentro, en El Recreo, un (falso) oasis que comienza con ‘deme una cerveza’ y termina con el consabido grito parroquiano: ‘¡Ya no le sirvan!’. Fuera de El Recreo todo es enumeración de la miseria; dentro de El Recreo lo conversado acaba en terapia colectiva de consolación que se sabe atrapada en un mundo alterno de fatalidades.

18. Zerk, aquel joven desempacado de Torreón, Coahuila, se transforma en el Poeta Divorciado, el solitario disponible, el que ayer odiaba la ciudad y ahora se deja querer por la parte que ella le brinda: “dándole la vuelta al sector viejo de la ciudad me encuentro por la calle La Paz, donde se vende lo mismo frutas de temporada a grito pelón y en bolsa de plástico, que unos apestosos y tan poco salubres como suculentos tacos de hígado, excepcionales para apaciguar la tripa en tiempos de carestía”. en unos cuantos meses, Zerk conocerá a fondo a la ciudad odiada. Será parte de ella, de su pintoresquismo que huele a sexo, a vómitos y otros desechos. Ciudad en la que solo falta el estallido de una bomba exterminadora (cf. Diego Ordaz, Permutaciones para el estertor del mundo, 2017) o la carrera de zombis en búsqueda del buffet escondido (cf. Juan Carlos Esquivel, ‘La frontera de los muertos vivientes’, en Arenas Blancas 12, primavera 2013).
19. Zerk es el periodista que no pocas veces tiene momentos de gran lucidez profesional. Por ejemplo, cuando reflexiona sobre el papel del periodismo como insensibilizador, dice: “Escribo las historias de otros y me desgasto como una consecuencia, despacio. En una nota periodística siempre falta espacio para contar todas las emociones”, “peor aún, las estructuras informativas impiden por lo general el uso de emociones, todo se resume al hecho”. “Intuyo que esta desensibilización de alguna manera ha afectado al comportamiento del lector, que ya poco le importa si una persona muere o se saca la lotería”. Por ello, Zerk prefiere el oficio de la narrativa cultural, la entrevista que se convertirá en crónica mitificadora de vidas sin importancia. Los entrevistados tienen sueños, palabras que son enumeraciones de una escalada de fracasos. Los entrevistados son losers que habitan los espacios paupérrimos de la vida nocturna juarense o los oficios impuestos a destiempo.

20. De Obregón…El Recreo es el cansancio existencial de un joven que Zerk traduce en una narrativa de conjuntos fragmentados dramáticos, amargos. Es necesario escapar, salir en búsqueda de la ciudad deseada: Obregón. Allí está la promesa del amor (Mina). Pero la huida no ocurre. La pasividad del personaje se convierte en un caso de claustrofobia recurrente. Vivirá en un estado de aguda auto-crítica y de un constante amor-odio hacia la ciudad que no acaba de ser xenofóbica, y loser ella misma: “esta ciudad es la más tranquila del mundo. Lo digo en serio, a pesar de que diariamente la muerte se da sus buenos danzones en las casas, nadie se mueve, todos quietos, quietecitos esperan como vacas sagradas a que la pelona los visite”. El empleo de la ironía profunda es convicción aguda de la desesperanza que habita (que lo habita) en sus conclusiones más pesimistas y justas de la realidad juarense. Después de todo, tal es el estado emocional de miles de juarenses que habitan ‘la hermosa Ciudad del Crimen’.
21. Mauricio Rodríguez en esta novela retoma la herencia de la prosa poética francesa (siglo XIX), la crónica a la manera Poniatowska y la influencia de la escritura local que exalta la magia del antro idealizado (desde la narrativa iniciática de Rosario Sanmiguel, hasta los poemas etílicos de Miguel Ángel Chávez y toda la poesía local que sigue los pasos del abuelo Kerouac y del abuelo Bukowski).
22. Soy optimista cuando se trata de la literatura juarense (debilidad identitaria, fetichismo provinciano): la literatura local goza de buena salud, aunque ciertos imaginarios solitarios (opuestos, si así se quiere, a los imaginarios colectivos de la sociología) continúen con personajes estancados en un círculo vicioso que van del placer etílico a la abulia de la santa cruda, de la primera chela al último trago sangre (el nivel del hartazgo será, sin duda alguna, el tamaño del apocalipsis concebido, consabido).

23. Cuando Mauricio Rodríguez publicó esta novela tenía 37 años. Hoy tiene 45, el doble de edad de lxs nuevxs escritorxs que han encontrado el tema del género como idea esperanzadora de (al menos) una nueva visión de las relaciones humanas. También en este renglón soy optimista y autocrítico: no analicé, por ejemplo, el anclaje (o el repertorio) machista del personaje Zerk: sus reclamos unilaterales a la ex pareja, su recuento aparentemente discreto de acostones sin más efecto que la enumeración abúlica, el uso del aparato narrativo como un motivo confesional para autogenerar un discurso de víctima de las ingratas (aclaro que jamás aceptaría como índice de valor a un manual novelado de buena conducta feminista, pero sí el acercamiento explícito a esta sensibilidad que es ya una re-educación sentimental, una re-difinición de los términos de relaciones humanas). No existe en la narrativa de Mauricio una misoginia como ocurre en ciertos poetas juarenses de mediados de los 80, pero sí hay continuidad de la perspectiva que se finge exenta a los avatares de la victimización de género (no así de la victimización xenofóbica que Mauricio-Zerk muy bien describe). Esperemos en sus próximas novelas una transformación emocional de Zerk, el Montecristo.
José Manuel García-García
Profesor Emérito, NMSU
- Publicado en 16 de Septiembre, Bar, bebida / cerveza, Centro, El Recreo
Invierno, mariposas y ciudades
César Silva Márquez (Ciudad Juárez, 1974), poeta y narrador, ha sido becario en múltiples ocasiones del Fondo Estatal para la Cultura y las Artes de Chihuahua. Su obra De mis muertas (2005) obtuvo el Premio Binacional de Novela Joven Frontera de Palabras (Border of Words), su cuentario Hombres de nieve consiguió el Premio Bellas Artes de Cuento San Luis Potosí en el 2011, y La balada de los arcos dorados ganó el Premio Bellas Artes de Novela José Rubén Romero dos años después. Además, ha publicado ABCdario (2000), Si fueras en mi sangre un baile de botellas (2004), Juárez Whiskey (2013) y Jardín de invierno (2017), libro en el que a continuación me centraré.
Publicado por Bonobos dentro de la Colección Reino de Nadie, Jardín de invierno se divide en tres apartados: “viajes”, “interludio con personajes” y “alcohol”, además de las secciones “Misiva” y “10 años después” que solo contienen un poema. En la primera parte imperan las postales; en las cuales el yo lírico reflexiona y contrapone su estado anímico con lugares e imágenes de distintas geografías en las que se encuentra. En el poema “frente a los jardines de luxemburgo”, por ejemplo, la voz poética cabila en torno al tiempo trascurrido y su presente: “pienso en lo que he visto / en los últimos días / y sé que necesitaré 20 años más / para nombrar este presente”. Así, su pesimismo empaña la visión del río parisino: “porque hoy el sena es tan sólo / una trenza de río, un agua sin reflejo”. El texto concluye con la resignación a través de la bebida: “los vidrios beben / mientras / yo bebo”.
Algo similar se presenta en “del viaje”, ahora en otra latitud, Montreal, Canadá. Estos versos se constituyen del contraste entre los múltiples escenarios de la ciudad y sus marcadas estaciones temporales: “un día la seca nieve cubre mapa y horas / otro, el sol es perfecto y mujeres se tatúan la cintura”. Como en el poema anterior, aparecen los espacios bohemios: “en los bares las mujeres desnudas / hablan francés italiano y español”; y concluye también con una reflexión, pero ahora acerca de un pasado que vivió a destiempo: “yo tenía 25 años / pero la ciudad era más joven”.
La segunda parte del poemario posee una naturaleza más heterogénea. Mientras que “abuela en cama de hospital” retrata la convivencia a la que se ven obligados los parientes cuando un integrante de la familia muere: “niños que sigo sin reconocer / me nombraron tío por ser hijos de mis primos”; en “poema de las últimas cosas” hay una numeración de nombres de mujeres como entes ficcionales: “beatriz se hizo polvo a media página / leticia en 35 líneas mientras me esperaba desnuda y ebria”. También aparecen algunas preguntas respecto a su paradero textual, “¿hacia qué palabra se mudaron? / ¿qué libro habitan?”, y a su conformación ficcional: “entre dientes de adjetivos, verbos y sujetos / círculos de canciones a medias / páginas como tranvías a nueva jersey o más allá”. Por su parte, “zhora muere en blade runner” es un ejercicio de écfrasis referencial que, sin embargo, no logra ofrecer una propuesta estética equiparable a la vibrante escena de la película de Ridley Scott.
El último apartado comienza con “naturaleza muerta con cerveza”, poema en el cual aparece efectivamente el tópico que define esta parte: la bebida embriagante. El texto refiere a una lista que describe, en su trasfondo lírico (casi publicitario), los beneficios de este líquido: “la cerveza es un buen desinfectante de verduras / no causa enfisema, cura ganglios y arregla gargantas”. En “mercado juárez” aparece “la cerveza como carnada”, convirtiendo al espacio que rodea a la voz lírica en uno que podría habitar cualquiera: “algo en el traspatio / donde la fiesta significa / un bar a media acera”; es decir, el emblemático mercado de la frontera representa un lugar iluminado por la cotidianidad, donde “cada trago incendia / la madera del saludo”.
En el poema que pertenece a la sección “Misiva” el ambiente se antoja de nuevo bohemio, aunque ahora con tintes más decadentes, además de una manifiesta línea entre los dos grupos protagónicos, quienes se acercan a la burla.: “hombres vestidos de mujer”, dentro de los cuales se cuenta el yo lírico pues “mis amigos abrazan / a la delgadísima / y ella los besa y se muerde las uñas”; y “mujeres que fingen serlo y se tropiezan cuando buscan el baño”.
Por último, en “10 años después”, se encuentra “hombre en oficina”, una pequeña odisea de escape del tedio a través de la imagen. Dividido en cuatro partes, el texto comienza con la estela de un pájaro y el recuerdo de una multitud de mariposas que detonan una serie de cuadros: un travelling cinematográfico que halla los momentos precisos en los que el tedio y la cotidianidad se tornan poéticos: “desde esta ventana / que por las mañanas el sol / aja la piel de mi brazo derecho / he visto al mundo ser muchos” […] “se escuchan el reloj y el zumbido de las máquinas calentando el aire / el claxon como clavo en medio de una madera de quietud”. En la segunda parte se ilumina un cerrar de ojos en un ambiente onírico costero que tiene “el barco más grande del mundo / que se aleja con la velocidad del caracol / [y] es un tambor apenas tocado por los dedos de un niño”. La tercera fracción, por su parte, radica en el abrir de ojos: “atrás quedaron las mariposas y la ciudad por la que daría un brazo”. Por último, llega el fin de la espera, la hora más deseada y “la lluvia entonces marca la hora de salida”.
Esta composición es, a mi parecer, la que más se destaca en el libro en cuanto a su calidad lírica. En él aparece un hombre “normal”, un oficinista que compone poesía a partir de ciertos momentos cotidianos, como la espera para salir del trabajo; mientras que en los demás textos resulta evidente el oficio de escritor del yo lírico, es decir, alguien que acostumbra moverse en espacios poéticos habituales o bohemios (“frente a los jardines de luxemburgo”), y por ello escribe sobre el alcohol (“naturaleza con cerveza”) o sobre su propio oficio (“poema de las últimas cosas”). En este sentido, confiese que me hubiera gustado leer un poemario con los atributos que caracterizaron solo al último texto.
Gibrán Lucero
- Publicado en Bar, bebida / cerveza, Ciudad, Mercado Juárez, Sinembargo, Vida cotidiana
¡Fiesta en la 16 y Madero!
“Mauricio Rodríguez, un autor coahuilense nacido en 1975, ha publicado en varias revistas compilaciones y antologías poéticas alrededor del norte del país”. Estos son parte de los datos que uno puede conseguir en la solapa del libro De Obregón… El Recreo, obra que trata sobre uno de los lugares más representativos de todo Juárez, uno que ha sabido sobrevivir al tiempo y a las circunstancias en la ciudad: El Recreo. Cercano al género lírico (por mostrar el mundo subjetivo del autor), el texto funciona como memoria y como testimonio de lo que se vivía en ese entonces en el centro, en un establecimiento a donde cualquier individuo va para ahogar las penas, así que el tema central que maneja Mauricio Rodríguez es el bar como un lugar de recreación. La obra trata de la vida del mismo autor, desarrollando su día a día en la frontera. Para fortuna de los lectores de este blog, ahora presentamos el libro digitalizado completo. Es una hazaña conseguirlo y, a pesar de no ser un hit editorial, lo cierto es que se aprecia la calidez del norte en cada página. Tras la lectura, comprendo ahora toda la carga histórica que tiene uno de los bares más antiguos y apreciados del primer cuadro de la ciudad, que supo resistir el auge de la violencia del 2008, y que sigue recibiendo los afanes (o afanados) del alcohol.
La función de este sitio como espacio literario dentro de la obra tiene un papel predominante. Por desgracia, tuve la infeliz fortuna de nacer millennial, así que lo que sé sobre él resulta mínimo y lejano a la realidad. Digo esto sin la intención de atacar a quienes desconocen –como yo– las raíces del lugar en que nacieron. ¿Por qué es tan famosa una barra en el centro de Juárez? ¿Por qué he escuchado hablar de El Recreo como un lugar de reemplazo de antros para aquellos que no podían costearse bebidas en otro lugar? Este tipo de preguntas y comentarios que rondan por mi generación me demuestran lo poco que conocemos sobre nuestra ciudad y que en los juicios solemos irnos a los extremos. Por ello, textos como el de Mauricio Rodríguez resultan imprescindibles para comprender, por ejemplo, que este mítico bar representa más que el “cinco minutos Milky Way”; es un hogar en momentos de debilidad, un centro de reunión y desasosiego para cientos de juarenses.
Después de la lectura tuve que ir a conocer en persona la emblemática barra, y claro que volveré a ir, pues a diferencia de lo que muchos buscan un sábado por la noche, El Recreo se caracteriza por su poco “desmadre”, sin caer en un ambiente soñoliento, al cual los jóvenes suelen rehusarse. De hecho, la música abarca distintos gustos, ya que, aparte de una excelente mesa de billar, el bar tiene una rockola con los más grandes éxitos de Los Beatles, U2, The Who, etc. A partir de esta experiencia, ahora sé que quienes lo visitan son personas que buscan un descanso antes de llegar a casa, dispuestas a contarte sus historias y compartir una cerveza. Sin duda, vale la pena buscar estacionamiento cerca del Mercado Juárez, caminar hasta la esquina de la 16 de Septiembre y Francisco I. Madero, cruzar las grandes puertas y sentarte a disfrutar una bebida en medio del ajetreado centro. Similar a lo que ocurre en los relatos de Mauricio Rodríguez, cada uno debe crear su propia imagen y significado de El Recreo. Por tanto, la invitación para formar parte de esta fiesta en la 16 y Madero es doble: ve y genera tu propia experiencia, sin olvidar a quienes ya la han contado en líneas tan amenas como De Obregón… El Recreo.
Pablo David Ortiz Ruíz
- Publicado en 16 de Septiembre, Bar, bebida / cerveza, El Recreo
Pena de verse ausente
Juárez Whiskey, tercera novela del escritor juarense César Silva Márquez, avecindado en Veracruz, es, en mi opinión, su producto más logrado, el que más he disfrutado, quizá también el más intimista y estático, incluso aún más que ciertos poemas narrativos en donde existe mayor acción. Tiene su encanto seguir la pista de un autor activo que explora diferentes registros, como el género policial o el cuento de zombis, y que se atreve a publicar un poemario homónimo al póstumo de Neruda: Jardín de invierno (2018), que espero llegue pronto a mis manos. Juárez Whiskey, con dedicatoria a la escritora y académica Magali Velasco, apareció en abril de 2013 bajo el sello editorial Almadía de la ciudad de Oaxaca. Su protagonista, un ingeniero de mediana edad llamado Carlos, recorre Ciudad Juárez a través de una nostalgia recurrente que lo lleva a deambular en un espacio emocional cargado de recuerdos y anécdotas personales, pero también entre caminos y cruces cotidianos fáciles de reconocer: el puente libre de Córdoba-Las Américas (en donde inicia la narración), la avenida Reforma con edificios enrejados que dan mala espina, la nevería-librería Acapulco o la avenida Valentín Fuentes, antes llamada Juan Ruiz de Alarcón, que se inunda con las lluvias de julio (o las de la semana pasada). Así recuerda Carlos la zona en donde vivió durante sus primeros once años, ahí por el “Seguro nuevo”, que ya lleva en funciones casi medio siglo. Y el narrador indaga más en las introspecciones del personaje: “se preguntaba si los árboles seguirían ahí. En esta ciudad lo que crecía más rápido era el cemento”.
-Lee aquí la novela.
Ya sea por un dolor de muelas, equiparable al que experimenta una ciudad con la escalada de violencia, o por un reciente desamor, Carlos encuentra asideros en pequeños placeres, como el pollo rostizado o un interminable whiskey que presta el título a la novela. Justamente José Juan Aboytia, quien ha vivido “hasta ahora, en tres ciudades fronterizas: Tijuana, Mexicali y Ciudad Juárez”, –y da clases en la vida real en la UACJ–, le explica a Carlos una minucia sobre la escritura de la bebida. “En una letra de más, la e, va el proceso de los destilados”; uno es el whisky escocés; y otro, el bourbon, el whiskey, “no importa que sea de centeno, maíz o una mezcla de granos”. En “una vieja cantina sobre la 16 de septiembre, atendida por el señor Antonio Rojas, mejor conocido como don Tony” (El Recreo, ¿dónde más?), José Juan le da a probar a Carlos “un bourbon fuerte, rasposo y dulce. Es Juárez Whiskey, dijo”. ¿Alguien recuerda esas botellas? No hace mucho vi una en el Bazar de El Monu. El licor, junto con el Waterfill Whiskey “comenzaron a ser producidos en esta frontera allá por 1920. Luego, la prohibición de alcohol fue levantada en Estados Unidos y, con ella, la demanda de los dos bourbons decayó”. Incluso la leyenda negra de la ciudad guarda un amargo sabor a nostalgia.
El mismo Silva Márquez ha reconocido esta cualidad melancólica que recurre a la memoria para reconstruir una ciudad en constante cambio. Así lo expresa su personaje: “Los lugares se van modificando y uno se da cuenta de que te vas haciendo viejo cuando dices: Antes se llamaba así o antes en esta calle había tal restaurante. Y es posible ver el fantasma del edificio, aunque sólo sea uno quien lo ve y los otros te miren como si estuvieran contemplando una pared blanca y lisa. Así pasa con los verdaderos fantasmas”. En lo personal, llevo poco tiempo viendo en Juárez como para notar la mudanza en su fisonomía, aunque sé que cambia. Lo que es cierto, y lo confieso, es que evito a cualquier precio (incluso el de tener una parte de mi biblioteca extraviada) visitar el antiguo departamento de mis padres, en el Estado de México… ¡ahí espantan! Concluyo reafirmando el peso de la nostalgia como eje de la composición y lectura de Juárez Whiskey. En un viejo diccionario de hace dos siglos hallé una definición muy a cuento: “Dolencia ocasionada por la pena de verse ausente de la patria, o de los deudos y amigos. En algunas provincias [quizá en Xalapa] la llaman mal de la tierra”.
Carlos Urani Montiel
Magia al neón de la medianoche
I. Imagino que todos tenemos una anécdota de magos relacionada con los bares. Yo tengo una que sucedió hace unos cinco años aquí en El Open. Mi mejor amigo tocaba la batería en Tetas Lazzer y nos invitó a un toquín. Era la primera vez que errábamos por el centro. Tardamos cerca de una hora en encontrar el bar. Primer acto de magia: A veces los espacios se mueven o desaparecen y se ocultan también. Una vez ahí, sin dinero, pero con muchas ganas de escuchar a las bandas, nos abandonamos a la noche. Segundo acto de magia: Hace aparición un hombre borracho a más no poder. Alegre, se encargaba de aplaudir y elogiar a los guitarristas de cada una de las bandas que tocaban aquella vez y cuyo nombre no puedo recordar. Tercer acto de magia: Seducido por su éxtasis alcohólico, el hombre empieza a pichar las caguamas. Aquella noche en El Open solo dos personas terminaron sobrios: el baterista amigo y tal vez el cantinero, quien fue cómplice del último acto de magia. Nadie supo quién rayos era ese feliz borracho, ni cuándo se fue ni hacia dónde en esa velada por la Juárez. Tampoco supimos si pagó la cuenta.
II. El escritor Enrique Cortazar participa en Road to Ciudad Juárez, un libro de crónicas del que en Juaritos Literario ya se ha escrito. Destacan en este conjunto los temas vinculados al recuerdo y, pese a que uno de los objetivos era ofrecer crónicas en las que la violencia no se tratara, lo cierto es que en varios de los textos esta protagoniza o se entromete en las palabras del escritor. Hecho que sucede en la primera parte de “Sucedió en un baldío” donde un cholito “filerea” a un sujeto que le hacía bullying años atrás para luego enterrarlo en un lote abandonado.
Quisiera, sin embargo, enfocar este texto en “Nada por aquí, nada por allá (Bar Virginia’s, por la Mariscal)” segunda historia de la crónica. Cortazar describe aquí la figura de un cantinero, don Lalo, experto en desaparecer y aparecer cosas. La destreza con la que ejecutaba sus actos de magia hizo del cantinero una de las principales atracciones de la cantina para ebrios nihilistas. Porque don Lalo, además, conocía desde el silencio más sabio las historias personales de la gente que acudía al bar a embriagarse. Ahí el vato vaguillo que nada más daba el rol por la ciudad, el hombre que se casó sin saber ni cómo, pobrecito, el otro casado que nomás no se aliviana, otro que da el rol pero no rola el chivo, chinga’o, aquel cabrón que golpea a su mujer por puros celos y sigue pistiando, imaginando fantasmas, el que se pone bien locote y ya anda viendo a los elefantes rosas de la película de Dumbo, cuánto trauma de la niñez. Finalmente, el que llega y grita: “¡Don Lalo! Aparézcame a mi vieja que hace tres días que me dejó”.
Hoy don Lalo y el bar han desaparecido. Desafortunadamente no por medio de un acto de magia. El Virginia’s estaba en la calle Santos Degollado, esquina con El Begonias, sobre la legendaria Mariscal. Ya conocemos esa historia. El gobierno decidió demoler la zona en un intento desesperado por contrarrestar la prostitución y el narcomenudeo. El Open, quien acogió por un tiempo los restos de El Virginia’s, durante la época de violencia, se cambió de lugar a la avenida Juárez, donde hoy sigue recibiendo a dioses del alcohol y guerreros shaolín. Don Lalo realizó su acto último de magia y se fue con la muerte: quién sabe cuántos tragos le habrá servido. Hoy no nos queda sino asumir que en un futuro los bares y espacios que visitamos de forma cotidiana tal vez desaparezcan y conformen este cementerio de cáscaras.
Antonio Rubio
- Publicado en Avenida Juárez, Bar, bebida / cerveza, La Mariscal
De Juaritos… El Recreo
Para quienes nacimos en Ciudad Juárez se ha normalizado el escuchar que alguien nos cuente que viene de Durango, Veracruz, Puebla o algún otro estado del país. Resulta sencillo suponer las razones de su mudanza a la frontera: hay más oportunidades de trabajo y facilidad para obtener una casa propia después de algunos años de laborar, claro; además es probable que en algún momento nuestros padres o abuelos lleguen buscando esas mismas disposiciones. De esta manera arriba a la ciudad Mauricio Rodríguez en 1990, a quien le costó adaptarse “No pocas lágrimas y no menos chingadazos”, en sus propias palabras. Oriundo de Torreón, Coahuila, ejerce de periodista aquí, donde sabemos que dar testimonio de lo ocurrido implica un riesgo a morir. El cuentario De Obregón… El Recreo se publicó bajo el sello editorial Sediento Ediciones dentro de la colección “Lengua de gato” en diciembre de 2012. En él nos topamos con breves anécdotas, relatos o testimonios, en los cuales el conflicto parece estar dentro del yo-narrador habitante de la ciudad. Por ello, es este último quien tiene el mayor protagonismo pues aun cuando deja que otros personajes hablen, su voz siempre resalta: “estoy aquí y así –sobre– vivo en esta frontera”. El Recreo surge como un lugar seguro (¿qué lugar con cerveza no lo es?) para observar todo con el ojo “de hormiga, con que me mantengo alerta del acontecer del bar”.
La nocturnidad de Juárez se caracteriza por hombres dormidos en las bancas del centro y mujeres que salen a la calle a trabajar con el mismo fin que todos tenemos: buscar el sustento diario. Imágenes normales para quienes han caminado por el centro de noche, las cuales, sin embargo, no dejan de ser vistas con desconfianza. Mauricio Rodríguez lanza con pasividad estas polaroids cotidianas: “Vuelvo la vista a la calle y me encuentro a uno de ellos que se aferra a limpiar un vidrio y sólo recibe como pago un claxonazo y el arrancón del automovilista. Percibo en su rostro de ojos vacíos, la mirada desesperanzada, ellos son la puerta del hambre y la violencia, a un callejón por donde Dios ya no quiso volver a pasar”. En el cuento “The homeless blues” Harold, un hombre que como muchos otros viene de fuera, nos deja algunos epígrafes dedicados a la ciudad: “Al menos voy a morir feliz, así quise mi vida, cuando tienes un cigarro, tienes que ponerlo en tu boca y con tus manos activas tienes que cuidar con los dedos que el viento no apague tu cerillo, porque el diablo a veces puede ser el viento”. Para él y para la mayoría de los personajes que deambulan por la zona céntrica –incluyendo al autor– El Recreo funciona no solo como su checkpoint sino también como su hogar, por ello “al entrar al bar me reconforto al encontrarme con rostros conocidos”, rostros que pueden representar a sus hermanos o primos de otra parte del país. Incluso, a veces llegan desconocidos que se convierten en tus verdaderos amigos por un par de horas.
“Eso ya pasó a la historia” fue lo que le dijeron a Paco hace un mes en El Recreo, cuando indagamos si tenían Juárez Whiskey. La pregunta la hicimos llevados por la curiosidad de probar aquel licor producido y añejado en tierra juarense que durante años sació la sed provocada por el prohibicionismo estadounidense. La gente cuenta que cuando la D.M. Distillery cerró definitivamente sus puertas el propietario de El Recreo compró botellas, pero no para venderlas como tal, sino para ofrecerlas como tragos dentro del establecmiento. Nos quedamos con las ganas pero tranquilos, bebiendo cerveza y satisfechos de poder escuchar las historias que, como «detectives salvajes», nos llevaron a este conocido lugar. De igual manera, Mauricio Rodríguez en De Obregón… El Recreo, alcoholizado y oliendo a cigarro, nos cuenta sus vivencias y las de otros, la cuales, como la mayoría, fluyen mejor si hay cerveza de por medio. Afortunadamente, este bar sigue guardando historias entre sus paredes, aquí, donde parece que derribar edificios históricos es deporte local.
Gibrán Alejandro Lucero Loera
- Publicado en 16 de Septiembre, Bar, bebida / cerveza, El Recreo, Migración / llegada
Demoliendo la Juárez
Hace tiempo asistí a la iglesia y uno de los coordinadores comentaba: “Vayan a la Juárez, chavos, ya se está poniendo bien padre. De perdida por curiosidad, para que conozcan”. Pertenezco a esa generación de jóvenes a la que le tocó la resaca, a la que inculcaron la nostalgia de tiempos chingones: esa curiosidad no es sino el vestigio de visitar un fragmento de nuestra historia. La gran angustia por fijarnos en los ayeres de la ciudad. Lo que yo sabía de la Juárez era aquello que me contaba mi padre sobre los años en que se comparaba a esta avenida con una extensión metafísica de Las Vegas. Vivo, además, en una zona de la ciudad que casi no tiene historia: el sur —todo depende del cristal con que se mire— donde la gente se emociona cuando, por un capricho del azar, sale en las noticias algo de por aquí, como Las Torres incendiadas. Por otro lado, es más cómodo para nosotros ir a los bares de la Gómez Morín antes que acudir a la bohemia central: la Juárez es lo exótico e incluso lo lejano. Su riqueza yace, entonces, en su camaleónica concepción de su significado inasible y complejo, repleto de la delicia de lo legendario y lo mítico en contraposición con la decadencia de la realidad.
Cuando leo sobre la Juárez casi siempre se trata de lo mismo, tanto en la ficción como en el ensayo: esa época acabó, la Juárez is dead. Se busca revivir experiencias (muchas veces alcohólicas): son textos personales, únicos, vinculados a la contemplación de imágenes duras. Tal es el caso de las dos partes de “Avenida Juárez” de Edgar Rincón Luna que de alguna manera sintetizan la riqueza de dos de sus poemarios Puño de whiskey (2005) y Trenes para demoler un río (2015). Semejantes a una moneda, esta composición demediada resume la temática tan diferente de ambos poemarios, lo cual describe las inquietudes temáticas de la voz lírica en el transcurso de los años: un aprendizaje y un crecimiento.
La primera parte, violenta y directa, versa sobre la reconstrucción de una imagen, quizá —toda interpretación está sostenida en el “quizá”— metaforizando la identidad de la avenida: una mujer recostada en el paisaje, “ebria sobre el metal de la noche”. La atmósfera es la de la resaca, que siempre cuestiona lo temporal: qué hora es, se pregunta la voz lírica mientras la mujer está ahí, suspendida en la ausencia total del espacio y el tiempo. Es hora de largarse, adiós a la avenida, a la fiesta y a toda violencia corporal. La segunda parte, más efectiva, retrata la sustancia de aquello que he resumido en las primeras líneas de este texto. Se trata, en esencia, de la demolición del pasado. Existe pues un reconocimiento de la identidad, subordinada por el tiempo que ambos, la calle y la voz lírica, han compartido. De ahí la personificación ya explorada en el primer poema: “La vieja calle me sonríe con los dientes apagados”. Pero si en la primera parte se trata de la descripción de la avenida solamente, aquí la voz se asume confidente-reflejo de la misma: ambos han cambiado para mal.
El tono de los versos adquiere cierta fuerza porque resume la experiencia no sólo de la voz, sino de toda una generación que “abrazaba a las pasajeras / de este largo tren de polvo y hierba” y que ahora reconocen la decadencia del tiempo presente, del desdoblamiento trágico de lo que ya no son, de lo que se ha ido de ellos mismos y lo que permanece: “Mi joven ayer ahora vomita en una esquina / y me saluda con la negra luz de sus ojeras”. Y no obstante los versos finales perfilan ese ritual, puesto que toda nostalgia es asimismo un ritual de los sentimientos y la memoria, donde la imagen protagonista bebe y le regresa la sonrisa al pasado, brindando por el progreso y la decadencia. Están jodidos pero juntos. La Juárez sigue ahí, aunque algunos intenten matarla con el argumento de “ya no es lo que era”. Mantiene aún su significado primordial, cómplice de un futuro distinto, de los cruces cotidianos y la memoria perdida, cómplice que moldea asimismo su nueva definición, el renacimiento de su rostro y disfraz. Quizá sea hora de largarse de la Gómez.
Antonio Rubio
- Publicado en Avenida Juárez, Bar, bebida / cerveza
Escanciar el verso: écfrasis musical
Entre el acoplamiento de dos formas artísticas que se expresan en diferentes sistemas de signos (verbal, pictórico, sonoro, fílmico o cinético), la relación entre las palabras y las imágenes es la más explorada. La écfrasis ha sido el concepto tradicional para designar a la representación verbal de un objeto visual o plástico. ¿Pero puede ser útil si la representación es producida por medio de otros sentidos? ¿Qué ocurre cuando un poemario se apropia de la estructura de un fonograma musical? La lectura de Si fueras en mi sangre un baile de botellas (doble disco) suena como el audio de un vinilo, de esos elepés viejitos (“miro la música de schumann como escucho un libro”). La composición lírica de César Silva Márquez se acomoda en un par de discos –el primero con lado A y B– más un bonus-track. El dilema inherente del medio verbal es que el lenguaje, a pesar de ser necesario para acceder y compartir una experiencia significativa –como una borrachera en los tantos bares de Juárez–, conlleva al mismo tiempo el riesgo de reducir ese evento subjetivo y catártico, fijándolo en estructuras racionales u objetivas y haciendo de la experiencia vital, a veces corrosiva, algo mucho menos complejo (o más manejable tanto para la evocación privada como para compartirlo en la siguiente juerga) de lo que en la realidad fue: “toda la noche la palabra se concentra en las manos del músico”.
Cualquier reducción de la riqueza multidimensional y de la sutileza espiritual de una experiencia de cantina a un medio confinado a la expresión lineal –y primario en nuestras formas de interacción–, presenta un problema metafísico fundamental. ¿Cómo transmitir la sensibilidad de la embriaguez a partir de un medio inteligible? Si fueras en mi sangre, poemario publicado en la editorial potosina Sin Nombre en 2005, establece y pauta soluciones. Un escritor puede responder no solo a una manifestación artística visual con un acto poético en su medio nativo: el escrito. Un impulso musical, por ejemplo, causaría un acto similar a través de la misma técnica –la écfrasis– con la cual se transpondría la estructura, el mensaje y las metáforas desde lo sonoro hasta lo verbal. Es por eso que en el bar, “recinto de perdidos / inexorablemente juntos / y ebrios”, “el músico nos doblega con su veloz cuchillo”.
La écfrasis musical (estudiada por Siglind Bruhn) tiene como fundamento el enlace entre lenguajes que coexisten en un solo objeto comunicativo y es útil para lidiar con composiciones musicales que se refieren o se inspiran en textos literarios, así como con obras líricas o narrativas que guardan una estrecha relación con la esfera musical. Cuando la literatura traza alguna analogía con la música, por lo general lo hace en una de tres formas posibles. ¿Alguien ha oído sobre el triángulo semiótico de Pierce? Pues bien, el elemento musical en términos literarios puede ser entendido según su función como significado (manifestación verbal como música), significante (manifestación verbal que imita estructuras musicales o técnicas de composición) o como referente (manifestación verbal acerca de la música). Silva Márquez estaría en las últimas dos categorías, ya que emula un tipo de estructura organizativa –la del disco-álbum– que parecería exclusiva para la rocola. Los escuchas del poeta juarense somos conducidos hacia los intersticios donde una ciudad nos es revelada mediante una voz interior de inusitadas precisiones (algo así se lee en la solapa y concuerdo). Este “libro explosivo que pace en la mano” le tararea al oído a “otros más [que] tenemos el gusto de quedarnos con el trago / que revive como un fénix en la frialdad del vidrio”. Pero, dónde. ¿En qué punto urbano se bebe “para escanciar el beso continuo / para dar fe al pensamiento armado y cantar / los fracasos de quien escucha la palabra”? El título de un poema cifra las coordenadas exactas: Francisco I. Madero y 16 de septiembre. En esa esquina, suenan “las canciones que todos podemos murmurar”.
Urani Montiel
- Publicado en 16 de Septiembre, Bar, bebida / cerveza, música
Mariposas tras la barra
Los poemas “Bar Papillón 1” y Bar Papillón 2” se publicaron por primera vez en la antología Cíbola: cinco poetas del norte (1999). Dos años después apareció el poemario con título homónimo, el cual contiene 34 poemas donde el alcohol es el centro gravitacional de ese mundo –masculino por excelencia– que significa la cantina.
En el primer poema se muestra la forma de creación del yo poético: bebe y contempla. Los versos surgen “aquí”, en ese lugar de resguardo, de aislamiento que significa el bar para el hombre.
Bar Papillón 1
Aquí
donde uno es la risa celebrante
y el abismo sin linde
aquí
a tu vera el sonido de los vasos
bebiéndose
fuera ya de las torres altísimas del libro
de la justa palabra que convoca
al solitario pez
aquí
donde el vuelo es el aire abandonado
aquí
en el bar
la puta poesía junto a ti toma sitio
te descubre borracho y silencioso en tu mesa
aquí aparece.
Dentro de este lugar el cliente se olvida del mundo exterior: “Está solo en la barra; / no tiene voz, no busca a nadie, / pero oye concentrado la música / que, allá lejos, / jamás escucharán su esposa y sus hijos / y eso que los demás llaman el mundo” (“Retrato”). Su único propósito en ese momento es la contemplación: “No estuve: cuántas horas perdidas en la contemplación / de nada. Cuánta noche, / cuántos vasos sin ver” (“El vaso”). El yo lírico aprovecha este momento de oquedad –título de otro de sus poemas– para que surjan las palabras, aunque él mismo acepte que no tienen sentido pues “el rostro que nombraba / enmudecía perplejo ante el sencillo / modo del ser del mundo en este vaso” (“Iluminación”).
El mundo, dentro de este espacio, queda reducido a la contemplación del vaso, de la botella de cerveza y de la chica encargada de servir y mantener al cliente ahí mismo, pero del otro lado. La barra circular en el centro del recinto marca un claro límite entre el espacio femenino y masculino. El hombre solo puede observar y escuchar, pero eso le basta para escapar del mundo de afuera.
Bar Papillón 2
Si esta buena mujer osara solamente levantar su blusa,
si desatase el corpiño ante estos ojos
viéranse los ambos senos y cárdenas las marcas del amor o del coraje;
calladuras, nombres de matronas románticas como Sandra o Jennifer
habitan el espacio de este bar; botellas y vasos en su danza
y todo para que esta muchacha de altos hombros se decida
a izar los puños que sostienen la blusa y destrabarla,
y regalar a este bebedor, a aquél y a ése
el milagro doble de su pecho a las 12:25 de este día
blanco de tan reciente.
Otra cerveza por favor, buena mujer.
Allí, lejos de su esposa e hijos, es el hombre que vuelve a conquistar a una mujer joven y bella. Ese es el juego que se desarrolla entre ambos lados de la barra. Solo un juego, un simulacro porque ambos saben que saliendo del espacio que representa el bar volverán a sus vidas cotidianas. Allí las chicas permiten este coqueteo –en realidad ese es su trabajo–, aceptan los regalos, que les compren sus ajustados vestidos para trabajar; y al mismo tiempo son capaces de hacer que los hombres gasten hasta su último centavo. Una vez concluida la jornada de trabajo, de 1 de la tarde a 2 de la madrugada, finalizan también estos roles. Las trabajadoras vuelven a su hogar para cuidar a sus dos niñas o quizá decidan irse con uno de los clientes, pero esto ya corre por su propia cuenta. Por eso el poeta asegura, mientras observa el baile de una de estas chicas, que “La verdad / jamás hará felices a los hombres” (“Ella ya me olvidó, yo la recuerdo ahora”).
Alcohol y contemplación: dos aspectos que caracterizan la dinámica de este bar y que también estructuran todo el poemario de Chávez.
El bar Papillón, ubicado en la esquina de la avenida Vicente Guerrero y la calle Gregorio M. Solís, abrió sus puertas desde 1954.
Amalia Rodríguez
- Publicado en Bar, Bar Papillon, Barra / mujer, bebida / cerveza