Rutera a Tierra Santa
Le debemos a los Border studies la culposa manía de buscar patrones en todo sitio donde haya muros ideológicos o límites territoriales. La distancia física o de pensamiento que separa a comunidades asentadas en zonas fronterizas es sorteada al encontrar un elemento en común, una dinámica similar o un problema compartido que si causa estragos en un sitio, bien puede aportar las claves para solucionarlo en otro parecido. Si, por ejemplo, cuando siglos atrás el Nuevo Mundo surgió como toda una frontera continental, jamás aludida en fuente escrita y solo prefigurada en la imaginación de curiosos viajeros (o sea lectores infatigables), se pensó que las Indias Occidentales tenían que ser el Paraíso perdido, un nuevo reino de Cristo que anunciaba su inminente regreso. Para la primera camada de franciscanos, llegados en el mismo número que los apóstoles, era totalmente lógico que los indígenas debían descender en línea recta (como la del arcoíris) de alguna de las diez tribus perdidas de Israel. Los espectaculares montajes de La conquista y La destrucción de Jerusalén, en la década de 1530, construyeron su espacio dramático –la Tierra Santa– no como una metáfora o un juego escénico sino con un marcado objetivo de identificación y filiación hebraica de la población mesoamericana. El teatro de evangelización propuso sin empacho que descendemos no de los judíos del Antiguo Testamento sino de los que escaparon al sitio de Jerusalén, en tiempos de un tal Vespasiano. Así que nadie se sorprenda por el título de la “Obra en dos cuadros con un desenlace” del dramaturgo Antonio Zúñiga estrenada a inicios del 2013.
El montaje de Juárez Jerusalem requiere de solo dos actores. Ellos son responsables de todas las acciones, las distintas voces y sus historias que se cuentan uno al otro, “para evitar hablar al público”. Así que nosotros asistimos como oyentes, como testigos ocultos, de su encuentro. Los protagonistas, María y Jorge, “son adolescentes de entre 13 y 16 años que habitan zonas de conflicto social”. Esta estructura binaria afecta a toda la obra y, por tanto, también a la construcción espacial. Las etiquetas de “Juárez” para el “Cuadro uno” y “Jerusalem” para el segundo confirman lo antes dicho.
Sin embargo, toda la acción dramática ocurre en una sola ciudad; el punto de encuentro específico es una rutera en movimiento a lo largo de la “Calle 16” de Septiembre (supongo). María aclara que “la ‘ruta’ es como le decimos en Juárez a los camiones urbanos”. Ella se dirige, junto con su madre, a la secundaria; mientras que él a la biblioteca, de donde se ha estado robando los números de una revista que “cuenta la vida de un chavo palestino en dibujos animados y en fotos reales”. Es así como Jorge le relata a su atenta escucha las aventuras de Mahmoud Abu Teior y su halcón persa (llamado Luna) en la Franja de Gaza. En el “Desenlace” ya ha anochecido y el espacio ha cambiado. La pareja se encuentra apartada en un sitio en donde concluye, de forma trágica al tiempo que esperanzadora, el cuento del joven palestino: “Tal vez murió. O tal vez le salieron alas para volar muy lejos”. El oscuro cubre la escena al tiempo que los dos “Se van caminando por la orilla del río. Encima de ellos vuela un halcón”.
Para concluir, me detengo en el acto de acoso que sufre María en el transporte público. Ella y su madre ven pasar los camiones destartalados que llenan de humo la ciudad, pero no se detienen. “Es que ya van tarde a llevar los últimos viajes de la mañana. Van a las maquilas”. Cuando la adolescente logra subir a la ruta, “el chofer me mira las piernas. Es una mirada rápida pero llena de ganas de hombre… ganas de esas que quieren encuerar y tocar. De esas que se meten hasta debajo de las pantaletas”. Su madre se percata y se vuelca sobre el conductor. Lo acusa de pervertido y violador mientras lo tunde a bolsazos. María solo ríe. Él no se deja: “le plantó chico chingazo a mi madre”. Los demás pasajeros se sobresaltan y se preparan para lincharlo: “quiere correr, pero no lo dejan”. La joven regresa a las carcajadas y en una pausa de tipo cómic todo se detiene. “-¡Ella me provocó!, ¡ella tiene la culpa!”, grita el rutero. La situación da un giro inesperado: la acusan con la mirada, rebuscan entre su falda, “«Esta mosquita muerta trae el diablo entre las piernas»”, e incluso su madre la agarra de las greñas y la cachetea. Todos en contra de ella. El chofer sonríe y de nuevo la examina a sus anchas: “«Ella tiene la culpa con esa manera de vestir… miren cómo se notan sus piernas lisas… Su piel blanca y tierna y caliente… Miren su cintura. Esa pequeña cintura de niña y sus labios… Me gustaría besarla lentamente y luego más rápido. Morderle los labios hasta casi sacarle la sangre»”. María tiembla, un nudo se aprieta en su garganta, se traga la rabia mientras se apodera de ella un solapado silencio.
“La ruta llega hasta al centro y de ahí se sigue hasta donde dice que «La Biblia es la verdad». Aquí, de este lado de la tierra, muchas personas que no son católicas precisamente, leen La Biblia.”
Urani Montiel
- Publicado en 16 de Septiembre, Frontera, ruta, transporte
Memoria ferroviaria
Fernando Del Paso publicó en 1966 José Trigo, primera novela que le ocasionó muchos problemas en sus inicios como escritor. Por razones más que académicas, la obra se tomó en cuenta años más tarde en nuestro país, pero con cambios significativos. El primero de ellos, y el que nos importa en este momento, es la breve aparición de nuestra ciudad fronteriza en los años de la Guerra Cristera. En ese tiempo olvidado, el escritor agregó una sección, El puente, y modificó la estructura del texto, por lo que le abrió paso a una lectura más atenta a la crítica nacional, incluso la primera edición –a cargo de Siglo XXI– presenta grandes cambios, ya no en el lenguaje sino en las historias del texto original.
¿Qué importancia tiene Ciudad Juárez en la novela? En la obra puede verse la influencia, aunque ya nos sea familiar la noticia, de Juan Rulfo, pues además de la amistad, Del Paso quedó impresionado por los textos de El llano en llamas y Pedro Páramo. Todo lector atento recordará el texto de Rulfo, “Paso del Norte”, donde se cuenta el peregrinaje fantasmal a Ciudad Juárez de un emigrante, pero poco se habla sobre las modificaciones que Rulfo realizó al texto, en donde el autor elimina una breve sección en la que habla sobre los campos ferrocarrileros de Nonoalco-Tlatelolco; espacio de suma importancia en la obra de Fernando Del Paso. Por lo que esto le da mayor importancia, ya no sólo intertextual a las obras de ambos escritores, sino a nuestra mítica ciudad fronteriza, pues brinda un mayor peso al lenguaje invisible en esta urbe de arena y de desierto, desierto desolado. En el capítulo ocho de la primera parte de la novela, (Una oda) (Oda o corrido, valona, tonada, inventario, romanza, aria), uno de los personajes es un tren que viaja de Revolución en Revolución de Capotas Azules y carabinas treinta-treinta. Son tres características fundamentales las que componen a esta vieja locomotora: 1) Es alta como carrotanque, como desde lo alto de una gavia y atalaya el horizonte; 2) Navega por sierras azules y grises que semejan a los mares de la tempestad; 3) Ella conoció Jauja, al Quijote, Sacramento, vivió en Tortugas y Dublin Spur. Y es a través de estas tres figuras por las que llega a conocer la frontera. La locomotora es un viejo lobo de tierra que navega por la vida y las leyendas, por el amor a la Revolución: Cuentan los fronterizos que el tren va y viene, de año en año, de historia en historia, como hombre que busca a una mujer, pues vuela de batalla en batalla. Aunque a veces se viste de cura en la Rinconada del Arroyo de la Luna.
Los hombres que viajan en el tren, como noche de baile, son como los individuos de los que habla Luis Sebastián Rosado (personaje de Los detectives salvajes), en la cafetería La Rama Dorada. Son hombres que vienen de Aztlán, que no son de fiar. “Ahorrare la descripción de la mencionada discoteca. Juro por Dios que pensé que de allí no saldríamos con vida. Solo diré que el mobiliario y los especímenes humanos que adornaban su interior parecían extraídos arbitrariamente […] de José Trigo, de Del Paso, de las peores novelas de la Onda y del peor cine prostibulario de los años cincuenta”.
Los habitantes de Ciudad Juárez siempre van de voz en voz divulgando los silencios del profeta, diciéndole a todo hombre extranjero: Si oyes pitar al tren, acuérdate y escucha las viejas historias que tienen los vientos y nuestra ciudad sobre las vías de la locomotora. La ciudad en la novela se desvanece junto al trayecto del tren, pues en ella se escucha la sangre que corre por las venas como pólvora, bebiendo agua con sotol, en las cantinas de la vieja Mariscal, bebiendo como potros de tiovivo y durmiendo en las vías abandonadas como balas de canana. El tren es memoria e historia que, al oír el sonido del silbato, los habitantes recuerdan, como si lo vivieran. Ahora ya no cargamos con cascos niquelados y caponas gualdadas de los guardias presidenciales, cuyos cadáveres fueron quemados en los basureros. No, ahora cargamos con nuestras almas hacía una sucia maquiladora, con gafetes temerosos y zapatos charolados de personas que no lucharon en la Revolución, pero combaten un tiempo extra los fines de semana.
Mientras que esa memoria fue llevada por el tren, aquí en los caminos de Hierro (como en la misma novela), los hombres del norte seguimos usando blusones caqui, pero con un nombre de empresa a la orilla del ante-brazo. Somos los deudos que velan un cadáver embalsamado con formol. Ahora, ya sin el rojo en el pecho –del que habla Fernando Del Paso– sin carabinas, lo hemos cambiado por transporte de personal que añora “sombreros tejanos de toquillas de cerda de los dorados que tomaron Ciudad Juárez. Porque todos ellos fueron, vinieron, vivieron, murieron en el tren”. Y nosotros ahora en caminos fantasmales, por los llanos de Rulfo, vamos preguntando: ¿En dónde está el Río Bravo y las montañas que los vieron pasar? ¿Dónde está el extranjero que ha de repatriarse?
Joel P. Bañuelos
- Publicado en Frontera, transporte, tren