Dos conejos blancos: la inocencia de la migración
“Cuando viajamos yo cuento lo que veo. Cinco vacas, cuatro gallinas y otro animal que no conozco. Un burrito aburrido y cincuenta pájaros en el cielo.” Así comienza Dos conejos blancos (2015), un libo-álbum escrito por el colombiano Jairo Buitrago e ilustrado por el peruano Rafael Yockteng. A través de una serie de bellos cuadros y una narración envuelta en la imaginación de una niña migrante, esta obra nos muestra una mirada inocente, muchas veces ignorada o minimizada por la comunidad, respecto a un problema social que ha afectado a miles de personas.
El tema de la migración nos concierne a todos y todas. Durante los últimos años, la realidad nos ha demostrado que muchas veces quienes más sufren al tener que huir de sus casas, por cualquier razón (violencia, pobreza), son los pequeños. Cada día cientos de familias de todo el mundo, un padre y su hija o una madre con su bebé en brazos, se ven obligados a abandonar sus hogares y enfrentarse a un peligroso viaje sin ningún tipo de seguridad: dos conejos enfrentándose a un terrible coyote, a los peligros del desierto, a La Bestia o la soledad y al miedo de perder lo único que les queda, sus seres queridos.
Por ello, debemos reflexionar también sobre este problema en torno y desde las miradas infantiles. ¿Qué tantas preguntas dejamos sin contestar a nuestros niños y niñas por miedo a que no lo comprendan o se asusten? El papá del cuento de Buitrago deja muchas veces sin respuestas a la pequeña, por lo que ella crea sus propias historias y explicaciones. En situaciones de crisis, la imaginación ayuda a sobrellevarlas; no obstante, como adultos debemos cuestionarnos si le damos la importancia necesaria a los comentarios, opiniones y temores de nuestros hijos.
Dos conejos blancos, sin duda es una lectura en la cual las ilustraciones resultan fundamentales para la comprensión de la historia. El conteo de las cosas que la niña ve durante el viaje ayuda a mantener a los pequeños lectores atentos y entretenidos; además las imágenes sin texto invitan a la reflexión y a echar a volar la imaginación. Por esto proponemos una actividad en donde construirán e ilustrarán un final para la aventura de la pequeña y su papá, ¿qué paso con los dos conejos blancos?
Cinthya Rodríguez
Amalia Rodríguez Isais
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En las vértebras de tus roquedales
José Urbano Escobar (1889-1958) fue un escritor nacido en Ciudad Juárez, que estudió en la primer década del siglo XX en el colegio de Palmore y en el Instituto Científico y Literario, ambos en Chihuahua. Cuando estalló la Revolución participó del lado de Orozco. Décadas después impartió clases de educación física en varias escuelas del país, hasta que llegó su última hora debido a una embolia. Entre 1936 y el año siguiente, redactó un par de novelas: El evangelio de Judas de Keryoth y Vereda del norte, ambas inéditas hasta que el Municipio de Juárez apoyó el proyecto editorial de Adriana Candia, quien las editó y realizó la introducción de los dos textos en un solo volumen, el segundo de la Colección Precursores. En esta entrada, solo me voy a enfocar en Vereda del norte, dividida en 20 capítulos que tratan sobre la situación y circunstancias de San Francisco del Oro a principio del siglo XX. Un narrador omnisciente se encarga de describir espacios y desarrollar la trama a través del protagonista Ricardo García, quien, en plena pubertad, se encuentra en una encrucijada por encontrar su identidad, ya sea en lo más oscuro de una mina, o en los más cálidos bosques, siempre acompañado de su curiosidad y un naciente amigo. La búsqueda de la identidad sexual de los jóvenes se ve interrumpida por el movimiento armado que arriba al pueblo a través de la prensa.
Ciudad Juárez aparece en Vereda del norte como símbolo de esperanza y de oportunidades, pero también de realidad y de tristeza. Hacia el final de la novela, Ricardo ha perdido mucho, desde su padre que se unió a la lucha con más agallas que pericia, hasta su entrañable amigo, Teófilo Domínguez. El pueblo minero ha quedado desolado, por lo que la menguada familia de Ricardo tiene que viajar a Chihuahua, para luego seguir la travesía por tren hacia la frontera, en búsqueda de una mejor situación. En la antesala de su llegada, aparece un retrato de “Arenales estériles. Médanos fulvos. Sedientos. Sinuosidades azules de montañas lejanas”, imágenes que contrastan con el ambiente serrano del inicio, así como la situación del protagonista en su pueblo natal. Los espacios en esta novela tienen fines utilitarios establecidos a favor de la trama. Chihuahua y Ciudad Juárez representan la vida urbana en tiempos álgidos, un transcurrir donde la justicia se malinterpreta con los ajusticiamientos.
La frontera que existe actualmente entre Ciudad Juárez y el Paso es utilizada como filtro para miles y miles de personas que van de un país a otro, de manera legal, con varios propósitos (trabajo, diversión o compras); todos los juarenses transfronterizos tienen presente que hay que volver, que la casa no se abandona si no hay necesidad. Gracias a Vereda del norte vemos a la misma ciudad desde la perspectiva de un joven rodeado por diferentes crisis –tanto la social como la existencial–, entendiendo así su mentalidad, como también el carácter político. Mediante su narrativa, Escobar nos presenta una situación en la que su protagonista abandonará el terruño, junto con su familia, una vez que la armonía se ha quebrado. El lazo que parece más fuerte en la novela, el que tiene con Teófilo, también se rompe de forma abrupta y dramática cerca de la Misión de Guadalupe. Espero haber despertado la curiosidad acerca de estos personajes y sobre la variedad de historias que tuvieron que abordar el tranvía y cruzar los arenales antes de adentrarse a Juárez, para detenerse en el cauce del Río Bravo. Tal pareciera que conforme se seca el río, resurgen historias del pasado, como si la esencia de cada ficción marcada en cada gota desvanecida nunca se perdiera, todo gracias a la literatura de hombres capaces de poner en perspectiva nuestra ciudad, escenario propicio para todo tipo de revolucionarios, incluyendo jóvenes listos para encontrarse a sí mismos justo en la frontera.
Oscar Daniel Hernández Acosta
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Del tránsito el ruido
La década de 1880 fue por demás convulsa para nuestros suelos, tanto así que la villa se convirtió en ciudad. El elemento detonante, que en estos tiempos también funciona como un símbolo, pesaba toneladas y reducía jornadas. Un enorme armatoste hizo su entrada al Paso del Norte con algarabía y estruendo sobre el crujir de las vías. La antigua aduana, establecida en 1835 a un costado de la catedral y en donde ahora solo se conserva un busto de Benito Juárez, vio superada su capacidad administrativa con la llegada del ferrocarril. En septiembre de 1882 un convoy partió de aquí a la Ciudad de México, al tiempo que la compañía Santa Fe Railroad anunciaba su nueva ruta: de Chicago a Río Grande. Juaritos en medio y don Porfirio con tantas ansias. Bajo el mandato de Díaz se mandó construir un edificio que materializara la posición nuclear de la frontera y ejerciera la labor de registro y cómputo fiscal de mercancías y materia prima. De nuevo en septiembre (mes propicio para encomiar instituciones), pero de 1889, el coronel Miguel Ahumada, alter ego de don Porfirio, inauguró la nueva Aduana. Hubo planes para conectar los poblados fronterizas del lado mexicano, emulando la ruta de la Southern Pacific que corría de las costas de California a El Paso; sin embargo, Ciudad Juárez conservó su cualidad de mero puerto, mientras veía enriquecerse a sus primos paseños. La zona libre fue la reacción para que los capitales se invirtieran en el antiguo Paso del Norte.
En un panorama de prosperidad y competencia, la entrevista entre Porfirio Díaz y su homólogo gabacho, William Taft, en octubre de 1909, resultaba trascendente. El asunto no podía tener mejor escenario que la aduana, que fue remodelada muy al gusto afrancesado del oaxaqueño. El banquete se celebró con éxito, aunque los acuerdos lucen inciertos. Dos años después, en la banqueta del mismo inmueble (que serviría como presidencia provisional y luego como cuartel), Francisco I. Madero firmó los Tratados de Paz que cesaba la dictadura porfirista y hacía extensiva la lucha a lo largo del país. ¡Vaya paradoja arquitectónica! A la Ex Aduana le llamamos así porque dejó de operar en 1965. Como todo ladrillo encimado sobre otro en esta urbe, la construcción fue abandonada hasta que en 1983 se firmó un convenio para restaurarla y convertirla en centro cultural. Solo siete años pasaron para que el Museo Histórico de Ciudad Juárez abriera sus puertas. El actual MUREF fue reinaugurado en noviembre del 2010, con motivo del centenario de la Revolución. Hoy en día, la Ex Aduana es emblema del movimiento armado que vio caer a quien la mando construir.
Frente a los días festivos, los aniversarios y los prohombres de estampa y monografía, hay quien rescata la experiencia de la calle en torno a esos mismos monumentos que sirven de fondo al acontecer urbano. Tal es el caso del poema, de mediados del siglo pasado, que presento a continuación: “Bondad infinita”, de Lupercio Garza Ramos. El rescate de estos textos juarenses de inicios de la modernidad se lo debemos a la labor filológica del mejor crítico de la literatura local, José Manuel García García, quien apenas hace unos meses presentó una antología de la “primera época de producción literaria que abarca de finales del siglo XIX a principios del siglo XX”. Bajo una línea cronológica, el libro reúne a 18 escritores con obra publicada, distribuidos en dos grupos: oriundos y residentes (los que hicieron de Juárez su hogar), y visitantes de la frontera junto con los avencindados en El Paso. Lupercio Garza Ramos (1897-19??) pertenece al primer conjunto y, al igual que los literatos de aquella época, ejercía otra profesión distinta a la de las letras; “fue abogado y dio su tiempo libre a la creación de prosa y de poesía donde se exalta lo juarense”.
Dentro de los versos ocurre una alteración en el aparato perceptivo que vive todo transeúnte (en este caso la anciana) en el tráfico de la metrópoli. Ante el estremecimiento, la voz poética otorga una repercusión manifiesta: si el cruce concreto en una esquina aprisiona, entonces un primer plano, en el centro de Juárez, ensancha el espacio y retarda el movimiento al incluir a otra presencia, no solo la del invidente que auxilia sino la de cualquier lector o caminante que, en batalla y lid, haya sufrido para atravesar una avenida. El diseño urbano, al condenar a sus habitantes a la prisa, al anonimato y aislamiento, no deja otra salida que la imaginación poética. De ahí que no pueda entenderse a Juárez sin sus historias, como si esta ciudad fuera más palabra y símbolo que edificios, bares, semáforos y maquilas. Ante el gris visual y anímico con que se identifica a la urbe fronteriza, sus escritores responden con una fascinación que paradójicamente se traduce en amargura y fuga hacia tiempos mejores, siempre los de antaño. Sin embargo, el Juárez que retrata Garza Ramos no es un afuera, repleto de ruido y muchedumbre, sino el adentro que regula el tránsito vehicular con los latidos del peatón y una rima consonante. La reinvención de la ciudad en la escritura permite que la última estrofa ensaye un ejercicio de ciudadanía y convivencia, que bien valdría poner en práctica.
Carlos Urani Montiel
- Publicado en 16 de Septiembre, Aduana, Cruce, tren, Vida cotidiana
El purgatorio del norte
Hugo Salcedo escribió en 1989 El viaje de los cantores. El mismo año ganó el Premio Internacional de Teatro de Tirso de Molina otorgado por el Instituto de Cooperación Iberoamericana. La obra se basa en una tragedia real: el viernes 3 de julio de 1987 el periódico La Jornada publicó la nota “18 mexicanos muertos al intentar pasar a EU”, en donde describía el hallazgo en Sierra Blanca, Texas, de dieciocho cadáveres en un vagón de tren. Los hombres murieron por asfixia, ya que el vagón estaba sellado y la temperatura ambiental rondaba los cuarenta grados centígrados. Sólo se encontró a un sobreviviente. Los migrantes pretendían llegar a Dallas tras atravesar la frontera y abordar el tren en El Paso. El drama inicia con el recuerdo de esta noticia y posteriormente presenta los apartados “Nota para la puesta en escena”, “Escenografía” e “Itinerario del viaje”. El desarrollo de la acción se divide en diez escenas, las cuales, de acuerdo al autor, se pueden representar en orden o al azar.
El argumento se enfoca desde tres visiones: las mujeres que se quedan en Zacatecas, los migrantes fallecidos y quienes no han podido cruzar al otro lado y por tanto se encuentran varados en la frontera, donde se enteran tiempo después de la tragedia ocurrida. Paralelamente a estas perspectivas de las que parte Salcedo para estructurar su obra, resaltan tres espacios principales: el pueblo zacatecano, el vagón del tren y una plaza en Ciudad Juárez. Precisamente de estos últimos dos elementos quiero hablar aquí. Acotaciones como “En un terreno despoblado en Ciudad Juárez” y “En Ciudad Juárez, una esquina con muy poca iluminación” hacen que la urbe se transforme en un lugar oscuro, tenebroso y profético de la desgracia; en un espacio casi indeterminado y general, aunque más que eso, en un lugar mítico.
En la primera escena, Rigo, Martín y Lauro discuten sus experiencias pasadas al tratar de cruzar la frontera y la noticia de dieciocho migrantes muertos en un vagón. Durante la plática Rigo pone en la mesa una idea que será la que configure el espacio de la ciudad en el resto de la pieza: “¿Y si ya estamos tronados? […] Si ya, desde el otro día, al querer pasar la línea nos balacearon, y aquí estamos como pagando las culpas”. Juárez no sólo representa el límite con Estados Unidos sino también con la muerte; se ha convertido en un purgatorio, por ello, en la obra aparece como una especie de Comala en la que los muertos desconocen su condición y siguen empeñados en cruzar el Río Bravo. El cual, por cierto, se empareja al Aqueronte, ya que se describe a manera de un caudal inmundo del que muy seguido salen cadáveres flotando. Siguiendo esta analogía, los migrantes, entonces, son acarreados por el pollero/Caronte hacia su muerte definitiva.
Por otro lado, el tren en Juárez es una figura que lejos de facilitar la comunicación y el transporte, divide. Basta recordar esos días en lo que en plena tarde la enorme bestia de acero se detiene a la entrada del vecino país partiendo el centro de la ciudad en dos partes. Por minutos, que a veces parecen horas, la gente queda atrapada de un lado del tren y pondera si es mejor esperar o arriesgar la vida saltando entre el espacio de los vagones.
En El viaje de los cantores la llegada de la luz del sol provee a la ciudad de algo de realidad. Por ejemplo, es de día cuando unos policías federales interrogan a Jesús y José. En las escenas que representan esto se encuentran mayores referencias espaciales como una plaza, vendimia de fayuca y un vendedor de paletas. Si tuviera que apostar por un lugar específico, iría por la Plaza de Armas; ya que ahí se pueden encontrar a los migrantes recién deportados y a los que apenas emprenden su camino, siempre armados de tres cosas: una mochila, una cachucha y su dios.
Si bien la obra da para mucho más, esta reseña sólo pretende dar cuenta de la construcción de la urbe en la que la realidad, hablando en este caso sobre migración, siempre puede superar a la ficción. No extraña, por tanto, que incluso el Papa Francisco haya orado a la orilla del Río Bravo por aquellos que cruzan a diario esta frontera arriesgando su vida. En la imagen que se muestra a continuación, el padre Javier Calvillo, encargado de la Casa del Migrante, coloca zapatos usados por migrantes en el sitio de la oración.
Claudia Fernández Hernández
- Publicado en Cruce, Frontera, La línea, Migración / llegada, Plaza de Armas, tren
Memoria ferroviaria
Fernando Del Paso publicó en 1966 José Trigo, primera novela que le ocasionó muchos problemas en sus inicios como escritor. Por razones más que académicas, la obra se tomó en cuenta años más tarde en nuestro país, pero con cambios significativos. El primero de ellos, y el que nos importa en este momento, es la breve aparición de nuestra ciudad fronteriza en los años de la Guerra Cristera. En ese tiempo olvidado, el escritor agregó una sección, El puente, y modificó la estructura del texto, por lo que le abrió paso a una lectura más atenta a la crítica nacional, incluso la primera edición –a cargo de Siglo XXI– presenta grandes cambios, ya no en el lenguaje sino en las historias del texto original.
¿Qué importancia tiene Ciudad Juárez en la novela? En la obra puede verse la influencia, aunque ya nos sea familiar la noticia, de Juan Rulfo, pues además de la amistad, Del Paso quedó impresionado por los textos de El llano en llamas y Pedro Páramo. Todo lector atento recordará el texto de Rulfo, “Paso del Norte”, donde se cuenta el peregrinaje fantasmal a Ciudad Juárez de un emigrante, pero poco se habla sobre las modificaciones que Rulfo realizó al texto, en donde el autor elimina una breve sección en la que habla sobre los campos ferrocarrileros de Nonoalco-Tlatelolco; espacio de suma importancia en la obra de Fernando Del Paso. Por lo que esto le da mayor importancia, ya no sólo intertextual a las obras de ambos escritores, sino a nuestra mítica ciudad fronteriza, pues brinda un mayor peso al lenguaje invisible en esta urbe de arena y de desierto, desierto desolado. En el capítulo ocho de la primera parte de la novela, (Una oda) (Oda o corrido, valona, tonada, inventario, romanza, aria), uno de los personajes es un tren que viaja de Revolución en Revolución de Capotas Azules y carabinas treinta-treinta. Son tres características fundamentales las que componen a esta vieja locomotora: 1) Es alta como carrotanque, como desde lo alto de una gavia y atalaya el horizonte; 2) Navega por sierras azules y grises que semejan a los mares de la tempestad; 3) Ella conoció Jauja, al Quijote, Sacramento, vivió en Tortugas y Dublin Spur. Y es a través de estas tres figuras por las que llega a conocer la frontera. La locomotora es un viejo lobo de tierra que navega por la vida y las leyendas, por el amor a la Revolución: Cuentan los fronterizos que el tren va y viene, de año en año, de historia en historia, como hombre que busca a una mujer, pues vuela de batalla en batalla. Aunque a veces se viste de cura en la Rinconada del Arroyo de la Luna.
Los hombres que viajan en el tren, como noche de baile, son como los individuos de los que habla Luis Sebastián Rosado (personaje de Los detectives salvajes), en la cafetería La Rama Dorada. Son hombres que vienen de Aztlán, que no son de fiar. “Ahorrare la descripción de la mencionada discoteca. Juro por Dios que pensé que de allí no saldríamos con vida. Solo diré que el mobiliario y los especímenes humanos que adornaban su interior parecían extraídos arbitrariamente […] de José Trigo, de Del Paso, de las peores novelas de la Onda y del peor cine prostibulario de los años cincuenta”.
Los habitantes de Ciudad Juárez siempre van de voz en voz divulgando los silencios del profeta, diciéndole a todo hombre extranjero: Si oyes pitar al tren, acuérdate y escucha las viejas historias que tienen los vientos y nuestra ciudad sobre las vías de la locomotora. La ciudad en la novela se desvanece junto al trayecto del tren, pues en ella se escucha la sangre que corre por las venas como pólvora, bebiendo agua con sotol, en las cantinas de la vieja Mariscal, bebiendo como potros de tiovivo y durmiendo en las vías abandonadas como balas de canana. El tren es memoria e historia que, al oír el sonido del silbato, los habitantes recuerdan, como si lo vivieran. Ahora ya no cargamos con cascos niquelados y caponas gualdadas de los guardias presidenciales, cuyos cadáveres fueron quemados en los basureros. No, ahora cargamos con nuestras almas hacía una sucia maquiladora, con gafetes temerosos y zapatos charolados de personas que no lucharon en la Revolución, pero combaten un tiempo extra los fines de semana.
Mientras que esa memoria fue llevada por el tren, aquí en los caminos de Hierro (como en la misma novela), los hombres del norte seguimos usando blusones caqui, pero con un nombre de empresa a la orilla del ante-brazo. Somos los deudos que velan un cadáver embalsamado con formol. Ahora, ya sin el rojo en el pecho –del que habla Fernando Del Paso– sin carabinas, lo hemos cambiado por transporte de personal que añora “sombreros tejanos de toquillas de cerda de los dorados que tomaron Ciudad Juárez. Porque todos ellos fueron, vinieron, vivieron, murieron en el tren”. Y nosotros ahora en caminos fantasmales, por los llanos de Rulfo, vamos preguntando: ¿En dónde está el Río Bravo y las montañas que los vieron pasar? ¿Dónde está el extranjero que ha de repatriarse?
Joel P. Bañuelos
- Publicado en Frontera, transporte, tren