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9 febrero, 2023

Category: Viaje

El eterno peregrinaje

viernes, 18 septiembre 2020 por juaritosliterario

Miguel M. Méndez nació en Bisbee, Arizona, el 15 de junio de 1930. Pasó sus primeros años en su lugar de origen para luego trasladarse con el resto de su familia a una ranchería llamada El Claro, en Sonora. Debido a las penurias económicas en el hogar, su padre le enseña el oficio de albañil, una labor realizada bajo el inclemente sol del norte de México, que luego tomaría un papel fundamental en su obra narrativa. Muchos años después se traslada de nuevo a Arizona, a Tucson, donde continuará desempeñándose como albañil y leyendo literatura de manera autodidacta; gracias a lo cual decidió tomar la pluma, sin ostentar una formación académica que, con su ejemplo y trayectoria, en ocasiones sobra. Por otra parte (y sin metáforas), literalmente, levantó la Universidad de Arizona, con sus propias manos.

Llegué a su obra como no podría ser de otra manera: revisando los saldos de Fondo de Cultura Económica en la ya lejana Feria Internacional de la Lectura Yucatán (FILEY) de 2016 o 2017. Un librillo capturó mi atención por la portada y el título: El circo que se perdió en el desierto de Sonora, una novela divertidísima que muestra las vicisitudes de una compañía cirquera en el inclemente desierto de dicha entidad. Desde entonces, el autor se convirtió en uno de mis favoritos, mucho antes de mi llegada a Ciudad Juárez, así como en el mayor acercamiento hacia la literatura chicana. Pero mi intención en estas líneas no es comentar El circo,si no otra de sus novelas, la más famosa: Peregrinos de Aztlán, la cual, por momentos, tiene destellos de auténtica comedia, pero a diferencia de su otra obra, predomina aquí la desesperanza y la tragedia de los personajes que fluctúan en la línea que divide a dos países, un infame muro que uno tiene que ver para creer.

Lee aquí el texto

La novela fue publicada en 1974 bajo el sello editorial Peregrinos. Es importante señalar que fue el único libro editado por ellos, ya que el mismo autor (prácticamente) se publicó solo. La introducción, realizada también por Miguel Méndez, funciona como una declaración de intenciones. Cargada de imágenes poéticas, en ella, el novelista justifica su cometido: dar voz a los desgraciados que no tienen lugar ni en la literatura ni en las instituciones, y que son escupidos por una nación que les explota y los desprecia, pero que no puede prescindir de ellos. El mismo Méndez se asume como uno, un desafortunado heredero de los antiguos pobladores que habitaban el interminable desierto, antes de ser empujados a reservas para así poder llenar ese inmenso espacio con carritos de chilli dogs y patrullas de la migra. “Lee este libro, lector, si te place la prosa que me dicta el hablar común de los oprimidos; de lo contrario, si te ofende, no lo leas, que yo me siento por bien pagado con haberlo escrito desde mi condición de mexicano indio, espalda mojada y chicano”. También afirma que de nada le sirvió hacer un esquema sobre su novela, que ella misma se fue revelando y apareciendo ante sus ojos, ya que su material, el lenguaje, no sigue reglas académicas ni de ningún otro tipo y que, al igual que sus usuarios, toma el control del discurso y exclama las voces de los jodidos sin nombre, ni rostro, nada más un número de registro.

Hablar de una sola trama de Peregrinos de Aztlán no resulta conveniente, más acertado sería hablar de un conglomerado. Loreto Maldonado es el personaje que sirve de hilo conductor para las intervenciones de muchos otros, muy distintos entre sí, pero que comparten la característica ineludible de vivir entre la precariedad y el sufrimiento. Maldonado es un yaqui que luchó en la Revolución, cualidad que lo emparenta con otros personajes de la literatura mexicana como Artemio Cruz, magnate y potentado que logró su fortuna gracias al nuevo orden que la lucha armada trajo, y Filiberto García, de El complot mongol,coronel revolucionario devenido en sicario y enemigo mortal del comunismo. Pero a diferencia de estos personajes, no hay en la vida de Loreto honor ni gloria por participar en la Revolución, sino una cubeta con agua y un pedazo de tela para limpiar los coches a cambio de unos cuantos centavos. Aquí existe una crítica al fracaso que la Revolución representó, solo que desde el punto de vista de un pueblo indígena obligado a luchar en un acontecimiento que no buscaba su beneficio, que no le representaba. El resultado de ello es una generación de tullidos, dementes y miserables que no tienen otra opción más que dedicarse a labores minúsculas para ganarse el sustento. La tragedia de Loreto Maldonado también es la de un país que solo vio surgir otros problemas de lo que supuestamente sería su salvación.

El crisol de personajes que deambulan por las páginas de la novela es amplio. Me parecen notables las intervenciones del matrimonio Dávalos de Cocuch y de Jesús de Belén. La pareja representa a una clase social que pretende ser la salvadora de la gente, magnánimos que se regodean de su asistencia a misa y su generosidad con los menos favorecidos, pero que lograron su fortuna explotando al prójimo. Siempre vistiendo con ropa fina y acudiendo a los mejores eventos de la crema y nata, están demasiado ocupados pretendiendo ser buenas personas como para serlo en realidad. En su primer encuentro con Loreto, intentan regalarle un poco de dinero, que este no acepta por tratarse de caridad. No quería contribuir a que se sintieran buenas personas a costa suya. De Jesús de Belén, cabe señalar que lo único que tiene en común con el mesías es el nombre, ya que sus milagros, a diferencia del primero, son más falsos que los espejismos producidos por el sol. Hábil embaucador, este personaje representa las creencias populares, los muchos cultos que surgen a raíz de supuestos milagros ejecutados por personas ungidas por una divinidad que por su misma naturaleza incompatible con el yermo donde viven no podría ser falsa. Además de estos personajes, existen aquellos que muestran la vida desde el punto de vista de distintos grupos: los empleados ilegales en Estados Unidos que trabajan durante horas por una miserable paga que aun así es mucho más de lo que ganarían en sus lugares de origen, pero de la cual no pueden disfrutar porque les es retenida el tiempo suficiente para que sean deportados; niños que enferman y mueren de la manera más atroz y ridícula posible, de una gripa, por ejemplo; un hombre que ata cintas de colores en su cintura para caminar por las calles, mientras un grupo de niños se dedica a arrancárselas por diversión, generando en él la molestia natural de alguien rodeado de rapaces. Resulta tan numerosa la cantidad de personajes que conviene una lectura sosegada, con pausas y notas, ya que podríamos perdernos en el laberinto de nombres.

Lo chicano está presente en la obra de Miguel Méndez. La búsqueda de una tierra cargada de promesas y oportunidades que, desde épocas virreinales, sedujo a militares, frailes y aventureros. La posibilidad de encontrar ciudades llenas de riquezas imprevistas. Este peregrinar, al igual que el que realizaron los mexicas al fundar la Gran Tenochtitlan, está motivado por ilusiones y esperanzas de una vida mejor.

El lenguaje, cargado de albures y términos en espanglish, también configura la oralidad de este grupo de personas, capaces de moldear la lengua como plastilina para dejarla salir de sus bocas con colores y formas desconocidas. Fue el mismo autor, desafiando convenciones editoriales, quien decidió publicar la novela en español, con plena conciencia del suicidio editorial que ello implicaría: la obra de un hombre adulto, descendiente de mexicanos, sin estudios, ni apoyo institucional, con su ópera prima. Nada podría salir bien de eso y, sin embargo, lo logró, y se abrió camino en un tradición literaria en donde su narrativa resulta señera, indispensable.

Miguel Méndez falleció en Tucson, Arizona, en 2013. Dejó tras de sí una obra compleja, el reflejo de una época, de extraordinaria vigencia aún en nuestros días. Logró ser nombrado profesor emérito de la Universidad de Arizona y ganó el premio José Fuentes Mares, en 1995, por Los muertos también cuentan. En sus textos, escuchamos el hablar del chicano y también se siente el calor del inclemente sol del desierto de Sonora. Uno de sus personajes menciona en un momento: “es muy grande el sol, pesado y caliente, como para llevarlo a cuestas”. Nunca se había dicho verdad más grande.

Ulises Guzmán

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Dos conejos blancos: la inocencia de la migración

viernes, 27 marzo 2020 por juaritosliterario

“Cuando viajamos yo cuento lo que veo. Cinco vacas, cuatro gallinas y otro animal que no conozco. Un burrito aburrido y cincuenta pájaros en el cielo.” Así comienza Dos conejos blancos (2015), un libo-álbum escrito por el colombiano Jairo Buitrago e ilustrado por el peruano Rafael Yockteng. A través de una serie de bellos cuadros y una narración envuelta en la imaginación de una niña migrante, esta obra nos muestra una mirada inocente, muchas veces ignorada o minimizada por la comunidad, respecto a un problema social que ha afectado a miles de personas.

Buitrago - Dos conejos blancos.png

Lee aquí el libro-álbum 

El tema de la migración nos concierne a todos y todas. Durante los últimos años, la realidad nos ha demostrado que muchas veces quienes más sufren al tener que huir de sus casas, por cualquier razón (violencia, pobreza), son los pequeños. Cada día cientos de familias de todo el mundo, un padre y su hija o una madre con su bebé en brazos, se ven obligados a abandonar sus hogares y enfrentarse a un peligroso viaje sin ningún tipo de seguridad: dos conejos enfrentándose a un terrible coyote, a los peligros del desierto, a La Bestia o la soledad y al miedo de perder lo único que les queda, sus seres queridos.

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Por ello, debemos reflexionar también sobre este problema en torno y desde las miradas infantiles. ¿Qué tantas preguntas dejamos sin contestar a nuestros niños y niñas por miedo a que no lo comprendan o se asusten? El papá del cuento de Buitrago deja muchas veces sin respuestas a la pequeña, por lo que ella crea sus propias historias y explicaciones. En situaciones de crisis, la imaginación ayuda a sobrellevarlas; no obstante, como adultos debemos cuestionarnos si le damos la importancia necesaria a los comentarios, opiniones y temores de nuestros hijos.

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Dos conejos blancos, sin duda es una lectura en la cual las ilustraciones resultan fundamentales para la comprensión de la historia. El conteo de las cosas que la niña ve durante el viaje ayuda a mantener a los pequeños lectores atentos y entretenidos; además las imágenes sin texto invitan a la reflexión y a echar a volar la imaginación. Por esto proponemos una actividad en donde construirán e ilustrarán un final para la aventura de la pequeña y su papá, ¿qué paso con los dos conejos blancos?

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Cinthya Rodríguez
Amalia Rodríguez Isais

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Vereda hacia el camino boreal. Juárez con Jota (1 de 10)

martes, 18 febrero 2020 por juaritosliterario

Resulta de particular interés explorar el contrapeso de una tradición literaria local escrita por hombres que celebran el gusto de ser machos, beodos e inspirarse en “senos altos, sitios de recreo”. ¿Hasta qué punto la poesía refleja la ideología dominante de una sociedad, o será que la misoginia e indolencia hallaron cauce en el verso libre? Frente a una escritura que gana premios, publica en editoriales de renombre, coedita con universidades públicas, dictamina becas y brinda por “la división aleve de [las] nalgas” femeninas, existen otras voces más allá del fulgor heterosexual.[1] En esta serie de breves ensayos –diez en total– hago un recuento de la creación literaria en Ciudad Juárez con temática queer.

Si México se escribe con J, como anuncia la famosa antología de Michael K. Schuessler y Miguel Capistrán (2010), Juaritos no precisa de la falta ortográfica y Juanga, hijo predilecto de la ciudad, da fe de ello; sin embargo, la historia de la cultura queer en la frontera norte –incluida la gay y todo tipo de orientación sexual– espera paciente para ser escrita. Los actos de homofobia y los crímenes de odio cometidos contra lesbianas, gays, bis y trans nos recuerdan que las innegables contribuciones de la comunidad LGBT a la cultura universal han sido siempre acalladas y relegadas por motivos religiosos, sociales o raciales. El objetivo primordial de esta decena de reseñas es, desde el campo de los estudios literarios, aportar un sustento simbólico a la lucha contra la inequidad, discriminación y estigmatización motivadas por visiones autoritarias, homófobas. Las obras literarias que iré presentando, una a una en orden cronológico según su fecha de composición o publicación, recogen estilos de vida, elecciones y decisiones personales ejercidas en el disfrute de la intimidad, del amor y, sobre todo, del ser.

A inicios de este año, asistí a una charla de café, organizada por jóvenes estudiantes de literatura, en donde se discutieron ideas en torno a Narrativas queer. Me interesaba, por supuesto, escuchar la incidencia en el ámbito fronterizo. Al evento, acudió el escritor José Jasso, autor de Torceduras (2016), una colección de cinco relatos cortos plagados de sanas puterías y de sobrado humor (me refiero a cada uno de los líquidos de un organismo vivo). En la contraportada, se lee que el plaquette “inicia la Literatura Queer en Ciudad Juárez”. Acostumbro dudar de este tipo de afirmaciones tan categóricas –tan peligrosas a la hora de urdir una historia literaria–, ya que suelen ser falsas. Además de omitir (o desacreditar, que sería peor) la obra de autores contemporáneos, la sentencia desconoce los antecedentes del siglo pasado.

Fue una grata sorpresa, durante la investigación, hallar una novela con la que inicio el recuento y que transcurre en parajes ajenos a El Vampiro de la Colonia Roma: “Noble y fraternal tierra del norte. Hecha de contraste y de sorpresa, de esperanza y austeridad. Plana y recia en la llanura. Sinuosa y erecta en la montaña. Quemada y muerta en el desierto. Húmeda y rumorosa en la serranía”. Vereda del norte, compuesta en 1937 por José Urbano Escobar, se mantuvo inédita hasta que el historiador Darío Oscar Sánchez proporcionó el mecanuscrito a José Manuel García, quien –por aquel entonces a inicios de la centuria– dirigía el apartado cultural de la revista Semanario. ¿Que cómo se titulaba aquel suplemento? Armario, sí… de ahí salió, por entregas, Vereda del norte. En el verano de 2005, junto con otra de sus obras, El evangelio de Judas Keryoth, el consejo del Fondo Municipal Editorial Revolvente tuvo la oportunidad de sacar a la luz ambas novelas en un solo volumen. La editora del texto, Adriana Candia, advierte el valor de lo que traía entre manos: “Probablemente la primera novela mexicana con tema homosexual, y la primera novela juarense de la revolución”.

Me detengo primero en unas cuantas líneas sobre el autor y después sobre Vereda del norte. Darío Oscar Sánchez, en la reedición de Siete viajeros y unas apostillas de Paso del Norte, publicado originalmente en 1943, destaca la “inquietud errante”, que sin duda expresa el carácter multifacético del escritor nacido el día de San Urbano en Ciudad Juárez hacia 1889, unos meses después de que la antigua villa de Paso del Norte cambió de nombre. “Atleta, orador, poeta, pintor, revolucionario, pugilista, explorador, profesor, cantante, actor, novelista, historiador, periodista, político; todo esto fue José U. Escobar”, primo hermano de Numa y Rómulo, chihuahuenses ilustres que fundaron la Escuela Particular de Agricultura en la frontera. Al estallar la Revolución mexicana, nuestro novelista participó al lado de Pascual Orozco. Tras el asesinato del General en 1915 en Van Horn, acusado de haber robado ganado, Escobar pronunció la oración fúnebre en el sepelio del caudillo en El Paso. El movimiento armado, la pérdida de su amigo y el exilio calaron hondo en la sensibilidad del escritor.

Vereda del norte sitúa sus acciones a principios del siglo XX en el pueblo de San Francisco del Oro, “mineral norteño repechado de sol en un anfiteatro de montañas escalonadas de pinos”. La vida alrededor de la extracción del beneficio queda bien retratada, por un narrador en tercera persona, a través de las faenas diarias en las vetas de La Fábula. “¿No era éste un nombre verdaderamente singular para una mina?” Para “El chamaco Ricardito García”, acompañar a su padre a las entrañas de la tierra era “una aventura de perfiles juliovernescos”. Copio un párrafo del primer capítulo para delinear el perfil del protagonista, un muchacho que “sentía la presencia, casi sexual, del secreto de la montaña”, y el tono de una prosa preocupada más por agitaciones corporales que por cuadros costumbristas o históricos:

“Lo llenaba de euforia acercarse a los hombres, darse cuenta de que todavía estaba junto a la humanidad. Parecía que los mineros flotaban, ingrávidos, en una ola de negrura, en donde bailaban, formando extrañas constelaciones, las llamitas de las linternas. Debajo de cada punto luminoso brillaban dos ojos; el sudor de las frentes relumbraba con resplandores anaranjados; los dientes blancos relampagueaban detrás de las bocas fatigadas. Los hombres, desnudos de medio cuerpo arriba, ya no parecían hombres, el sudor les formaba caminitos sobre los torsos hercúleos cubiertos de polvo. Las piquetas despedían chispas al chocar sobre la piedra. Los mineros cavaban en el sendero nocturno. Ya no eran seres de carne, sino de tierra”.

176 Escobar - Vereda norte

Lee aquí la novela

 

Muy pronto, el adolescente encuentra a su contrapunto, “otro caballero de carne y hueso, y de extraña catadura: sombrero tejano, botas mineras y zarape”. La relación entre Ricardo y Teófilo, además de sostener la tensión de la novela, encarna lo que ahora conocemos como bromance. Juegos de palabras, insinuaciones, símiles y paisajes a punto de desbordarse corresponden con el despertar sexual del más joven, quien mitiga sus ansias ante la sorpresa de su amigo: “–Qué has venido a quedarte conmigo, a dormir, aquí en el bosque. Tú no sabes lo que estás haciendo”.

Justo a la mitad de la pieza, en el capítulo 10, nos damos cuenta que el pueblo minero no era ajeno al acontecer regional. A San Francisco del Oro llega ni más ni menos que el periódico Regeneración. “Lo escribían en el extranjero unos hombres que deben haber sido nobles y valerosos”. La lectura de las ideas de los hermanos Flores Magón, así como La sucesión presidencial, de Francisco I. Madero, los conduce a las armas. Los mineros toman la vereda del norte para unirse a la bola. “-Ahora van para Casas Grandes. Los manda Pascual Orozco”; pero, más diestros con la pala que con el fusil, mueren pronto, “derrotados en el rancho de Las Escobas y en Cerro Prieto, donde los federales fusilaron a los prisioneros”. Esa suerte corrió don Julio García, padre de Ricardo, por lo que su familia, sin el diario sustento, se ve forzada a emigrar a la frontera, con una parada intermedia en la capital del Estado.

El paisaje coopera en la caracterización de figuras y detona emociones en quienes lo experimentan. La entrada a Juárez por ferrocarril es ejemplar. “Imagina Ricardo que desde las ventanillas del tren podrá encontrar lo que busca en el camino del norte. Lo examina todo, pero nada. Arenales estériles. Médanos fulvos. Sedientos. Sinuosidades azules de montañas lejanas. Ya están cerca de Ciudad Juárez”. ¿Qué le depara la frontera, esa “la línea verde de los álamos que crecen a la orilla del río Bravo”, al muchacho? Vuelve a ver a su entrañable camarada, pero a Teófilo se le acusa de haber matado a un gringo que pretendía recuperar el ganado que supuestamente le habían robado del otro lado. La trágica escena en el cementerio pone fin a las aventuras.

La búsqueda de la identidad sexual de Ricardo y el despertar que halla en la compañía de Teófilo merecen atención y deben ser leídos a casi un siglo de haber salido de la pluma de José U. Escobar, quien ofrece interesantes guiños ante una rígida, y ojalá ya caduca, moral. Pensemos que Teófilo apoda a su compañero como Sacristán “porque te ves muy mustio, muy moscamuerta y a la mejor eres una mulita”. Ricardo no se ofende y lo nombra “-Monaguillo. Así los dos tendremos nombres de gente de iglesia”. Por último, llama la atención que el vínculo homoerótico en Vereda del norte tuviera que esperar casi 80 años para concretarse en otra novela, Northern lights de Ángel Valenzuela (2016), de la que me ocuparé en su momento.

Carlos Urani Montiel

Texto publicado originalmente en Sinembargo.mx

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[1] Los versos entrecomillados pertenecen a La otra cara del vidrio, poemario publicado en 1984 por Premiá en coedición con la Universidad Autónoma de Puebla y la Universidad Autónoma de Zacatecas, escrito por Jorge Humberto Chávez, quien dirigiera el Taller Literario del Museo de Arte del INBA en Ciudad Juárez durante la década de los 90; al día de hoy coordina el área de literatura del Instituto Potosino de Bellas Artes, es curador del Festival Internacional Letras en San Luis y miembro, desde el 2014, del Sistema Nacional de Creadores de Arte.

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De Ciudad Juárez a Canadá, de James Dean a Breaking Bad

miércoles, 08 enero 2020 por juaritosliterario

La novela Northern lights, del escritor juarense Ángel Valenzuela, fue publicada en octubre de 2016 bajo el sello de Casa Editorial Abismos, con un corto prólogo (como deberían ser todos), de Alberto Fuguet y un epígrafe de la canción “Half A Person”, de The Smiths. Dos amigos inician un viaje para ver las auroras boreales en Canadá, partiendo desde la zona fronteriza de Ciudad Juárez-El Paso, atravesando Estados Unidos. Los motivos en ambos son diferentes: Demetrio quiere vivir su última gran aventura antes de casarse; Andrés lo acompaña solo para estar cerca de su amigo; a él no le interesa tanto el fenómeno atmosférico, ya que se siente atraído por otra luminiscencia: “Veo el brillo en sus ojos [los de Demetrio] y es como estarlas viendo ahora mismo, las luces del norte”. Como en cualquier road movie, el playlist no puede faltar: M83, Arcade Fire, The Lumineers. Andrés, protagonista y narrador, es un joven homosexual, caviloso, inteligente e incluso romántico, que se ve a sí mismo como al Little Bastard, enfilado hacia la catástrofe, y a Demetrio como a James Dean. Su amigo, por otro lado, es alto, atlético, atractivo para la mayoría, con un carácter más relajado, que guarda la mariguana entre un libro de Lorca y otro de Baudelaire. Mientras Andrés desea visitar Marfa, debido a sus “calles viejas y polvorientas, luces extrañas en medio de la noche oscura, artistas exiliados” y por ser el lugar donde se filmó Giant, donde aparece el ya mencionado actor James Dean; “A Demetrio sólo le interesaba hacer fotos en los sitios de Breaking Bad […]. Parece que el espíritu de Jesse Pinkman se hubiera apoderado de él”.

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Lee aquí la novela

Durante el viaje van descubriendo, más que lugares inusitados, aspectos desconocidos de ellos mismos, para después reconocerse, milla a milla, de una nueva manera, llevando su amistad a cruzar fronteras en más de un sentido. Así que la frontera juega un papel muy importante en el ensamblaje de la novela; a través de ella, la voz narrativa deambula entre los recuerdos de la niñez y adolescencia con los que vamos conociendo más acerca de los protagonistas. La mayoría de estas evocaciones toman lugar en Ciudad Juárez: “Ocasionalmente nos saltábamos alguna clase y nos íbamos a tomar tecates al Chamizal”; o bien, sobre la vista del cielo en el desierto: “Salimos justo cuando comienza la puesta de sol. Delante de nosotros, la carretera y una vista incomparable: las montañas se recortan contra el cielo que de a poco va adquiriendo tonos magenta y naranja. No hay atardeceres más bonitos que los de este desierto de Chihuahua, me cae”.

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Crédito fotográfico: Oksana Portillo

El mismo paisaje también provoca reflexiones más hondas: “porque esta frontera tan puteada por los gringos, por la maquila, el narco y por el mismo gobierno todavía saca fuerzas de no sé dónde para regalarnos este espectáculo majestuoso”. Sobre los médanos, Andrés dialoga (solo en su consciencia) con su amigo: “Luego, habíamos quedado de ir a las dunas de Samalayuca un fin de semana, ¿recuerdas?”. Y sobre la afluente que divide a las ciudades, también rememora: “Cuando era niño y había día de campo, solía quedarme horas sentado frente al Río Bravo […]. Ahora el río está muy seco”. Antes, lleno de agua y ahora de cemento: “En su lugar hay un triste canal de concreto que sirve de trinchera a los mojados que huyen de la migra”, aunque algunas familias todavía acuden al río los fines de semana como antaño era tan común. Dado que Andrés nos habla de sus recuerdos en Juárez, tan cercanos a nuestro tiempo, y que, con la mención de Facebook y Google, nos damos cuenta de que la historia se ubica, aproximadamente, en la primera década de este siglo.

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Crédito fotográfico: Julio César Aguilar

Los lugares mencionados, por su parte, también corresponden acertadamente con los que nosotros vemos y/o vimos: “La Carretera Panamericana. Así se le conoce también en Juárez, aunque los afanes urbanizadores la hayan transformado en la Avenida Tecnológico”; y el Chamizal, uno de los lugares más visitados para acampar y realizar actividades de ocio. Lo mismo sucede en las dunas de Samalayuca y con el imperecedero cielo de la frontera que nos regala una preciosa vista. Andrés tiene una opinión clara sobre las fronteras: “Qué antinaturales son […]. Las físicas y las metafóricas. Me parecen obscenas. Un atentado contra la humanidad. […]. Pienso que uno mismo construye su patria.” Hacia el final, nuestro narrador se reconoce como una hormiga en un mundo gigantesco, pero a salvo, viendo lasnorthern lights: “Todo parece insignificante ante la magnitud de este espectáculo. Las fronteras, lo prejuicios. El lenguaje, incluso, me parece insignificante y absurdo”. En menos de 120 páginas, el escritor Ángel Valenzuela da espacio a la ternura, la pasión homoerótica, la vitalidad de una historia de carretera, pero, sobre todo, a la amistad de dos jóvenes que están a punto de iniciarse en la vida adulta y encuentran en este viaje la mejor ruta de escape.

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Crédito fotográfico: Oksana Portillo

Gibrán Lucero

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Puestos en las tablas, colgados en los puentes

miércoles, 11 diciembre 2019 por juaritosliterario

Originaria de Villa Ocampo, Durango, Nellie Campobello fue una escritora y bailarina, mayormente conocida por su narración testimonial de la Revolución Mexicana en Cartucho: relatos de la lucha en el Norte de México. Además de esta obra seminal en la literatura del norte, escribió Las manos de mamá y Apuntes sobre la vida militar de Francisco Villa. Sin duda, la estancia en Hidalgo del Parral en su niñez marcó su vida y carrera literaria. La escritura de Campobello es relevante en diversos sentidos: figura como la única mujer en el corpus de la novela de Revolución; retrató el conflicto bélico desde lo vivencial y lo plasmó con innovadoras formas narrativas. La crítica literaria ha hablado de Cartucho como un precedente de Pedro Páramo. Hay incluso quienes dicen que la novela de Juan Rulfo no hubiera existido sin las viñetas de Nellie, así como tampoco Cien años de soledad, heredera directa de Pedro Páramo.

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Cartucho se conforma por una serie de relatos breves, rápidos, poéticos y crueles; se divide en tres partes: “Hombres del norte”, con siete textos, “Fusilados”, con 28, y “En el fuego”, con 21 cuadros. Existen diferentes ediciones del libro que varían en el número de viñetas (solo 33 en la primera de 1931, frente a 56 de la de 1940) y un prólogo que aparece en la prínceps. Además, también se incluye en Mis libros, de 1960, donde la autora compila su obra en prosa y verso. Las historias de Cartucho se entrelazan por diversas situaciones y personajes. La unidad está dada por la temática recurrente de la guerra, la muerte y por ciertos personajes, como Francisco Villa, la madre de la narradora y la misma protagonista. Sin embargo, no hay figuras protagónicas, sino una serie de personas que padecen un destino bélico. Este trance caótico se complementa por una visión infantil del conflicto; Cartucho es violenta e inocente al mismo tiempo.

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Nellie Campobello recorre gran parte de Chihuahua a lo largo de los relatos: la capital, Parral, Villa Ahumada y, por supuesto, Ciudad Juárez. Describe perfectamente el movimiento revolucionario a raíz de la cotidianidad. No hay engrandecimiento, mistificación o dramatismo en los cuadros narrados. Villa aparece como el jefe revolucionario que va de aquí para allá con su gente, fusilando a sus enemigos a cada paso. La ciudad fronteriza figura en diferentes episodios. En “La muerte de Felipe Ángeles”, hay un diálogo entre el general y sus captores: “¿Y llama usted labor pacifica andar saqueando casas y quemando pueblos como lo hicieron en Ciudad Juárez?, dijo el hombre de las polainas, creo que era Escobar. Ángeles negó; el de las polainas, con voz gruesa, gritó: Yo mismo los combatí”.

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Lee aquí el cuentario

También se menciona en “La camisa gris”: “Tomás Ornelas iba de Juárez a Chihuahua, y cerca de Villa Ahumada, en la Estación Laguna, el tren fue asaltado por el general Villa y su gente”. Luego, en “La sonrisa de José”: “Después lo mandaron a Ciudad Juárez, allá lo iban a curar, pero no llegó vivo, en el camino unos rancheros americanos lo remataron”. Juárez aparece, pues, como punto de llegada. Dentro de la obra se configura como destino de un viaje al que no todos sobreviven. Junto con las menciones de otras poblaciones, ilustra la realidad territorial de la Revolución. En Chihuahua se libró una gran parte de la agitación civil; en la lejanía, Juárez se destaca como otra ciudad devastada por la guerra, pero, al mismo tiempo, simboliza el paso hacia otra dimensión. Quizá sea posible asociar la revuelta revolucionaria con otro movimiento armado: la llamada guerra contra el narco. Matanzas, sediciones y corridos guardan ecos centenarios, excepto que los villistas, carrancistas, orozquistas luchaban por un propósito colectivo con la intención de ser totalitarios e incluyentes (bien que mal) y no solo en favor de un bando o un capo. En “La sonrisa de José”, se describe una imagen citadina aún vigente. Son diferentes tiempos, distintos escenarios y, sin embargo, el sentimiento de los agresores y del pueblo son los mismos: “En unas tablas los expusieron para que todo el pueblo de Ciudad Juárez los viera”.

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El 7 de noviembre de 2008, el cuerpo decapitado de un individuo “apareció colgado del puente Rotario, mientras su cabeza fue abandonada en la Plaza del Periodista” (La Jornada). Si los paralelismos entre la Revolución y el narcotráfico no son ideológicos, por lo menos sí circunstanciales. Los juarenses no sólo presenciábamos la toma de nuestras calles, sino que revivimos el trauma del cuerpo expuesto. Con la misma intención de incentivar el miedo y bajo el mismo riesgo de existir en medio de una guerra de plazas, asumimos el papel pasivo al acecho de una bala perdida. En Cartucho también se configura en el texto la violencia cotidiana, inscrita a unos pasos del hogar, de la mirada pueril e inocente sostenida en el marco de la ventana.

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Aldair Meza

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Una ciudad que devora

martes, 28 mayo 2019 por juaritosliterario

La prosa de El monstruo mundo se constituye a partir de breves secuencias, cuyo propósito recae en un antiguo dilema metalingüístico: “Las palabras, todas, comprendían una falsa propuesta, un indicio no logrado; su escollo a veces parecía no decir nada.” ¿Nombrar soluciona algo frente al caos que predomina en nuestra realidad? Azucena Hernández se sumerge en esta pregunta a través de una narración fragmentada por “artificiales estados opiáceos” y el devenir citadino de una mujer.  Su historia encarna una errática violencia interna que proviene de la monotonía y el hastío de sobrevivir en un mundo por momentos completamente deshumanizante. De la nouvelle –así se subtitula– publicada en el 2016 bajo el sello editorial Ars Communis, me interesa abordar dos aspectos, los cuales, finalmente, ayudan a resolver la duda planteada: el cuerpo femenino y el espacio habitado.

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Lee aquí la novela

La protagonista no presume de un nombre. Dentro de la narración, únicamente Bill, dueño de un decadente bar, lo posee. Otro personaje importante es D., pero conocer solo su inicial indica que, por ser una especie de extensión de ella, su identidad se difumina, se va desvaneciendo. En su deambular por la ciudad durante una noche llena de drogas, prostitución y muerte, poco antes de encontrar “el desprecio total en un guiñapo de una mujer”, afirma que “los nombres no son importantes, pudo haber sido cualquiera”. No obstante, las múltiples violencias que cotidianamente recaen en los cuerpos femeninos comienzan con la insistencia por invisibilizar su presencia. Por ello, más allá de centrarse en el despojo corporal (aunque sí aparezca la descripción de la causa y el resultado de un feminicidio), la novelista muestra la deshumanización de nuestro mundo a través de los estragos que padece la mente de alguien que se enfrenta a esta situación. Por tanto, si bien es cierto que cualquier habitante de esta u otra ciudad pude sucumbir ante el apremiante caos, la pregunta inicial, ¿el nombrar soluciona algo?, se convierte en un problema de género. Pues, aunque la premisa que ronda en todo el texto consiste en la vacuidad del lenguaje, el mismo hecho de escribir la novela, su final y el desdoblamiento de la autora en la “prostituta Nena” demuestran lo contrario: necesitamos, como mujeres, nombrarnos para comenzar a ocupar un lugar desde el que se pueda combatir la fiereza de la realidad.

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Ahora bien, el espacio en el que sucede el enfrentamiento entre la mujer y su entorno signa su misma existencia. Es decir, la estructura de una ciudad como Juárez nos constriñe dentro de su propia lógica; pues, si bien es cierto que como habitantes la vamos construyendo diario, las relaciones –sociales, políticas, económicas, urbanas– que se crean en y a partir de ella, en su mayoría múltiples, caóticas o mal diseñadas, impactan abiertamente la identidad individual: “Frente a mi casa jugaban los niños pobres, y yo más pobre aún, carecía de palabras para invitarme a sus juegos. Frente a mi casa se drogaban los jóvenes que comenzaban a tronchar las flores de la muerte joven. Y pasaban los borrachos a altas horas de la noche salpicados de estrellas en los ojos. Y la prostituta Nena (se llamaba Azucena), gorda y vieja fichaba en los burdeles azules de Barrio Azul. Y muchos terminábamos siendo criminales, drogadictos o putas, porque había que ir tirando, desprenderle gajos jugosos a la vida pero la vida sólo nos daba miasmas”.

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Crédito de fotografía: Ana Iram

La espacialidad, por tanto, tiene una fuerte presencia en la narración, aunque la misma protagonista (y autora) intente negarlos o trascenderlos. Todo comienza en su habitación; luego, su devenir se extiende a otras áreas de la ciudad, sus calles, el viejo centro, un bar, un cementerio. Así, a pesar de que el espacio se expande conforme avanza el texto, la protagonista no puede desprenderse de la asfixia que implica existir en un sitio donde el único viaje supuestamente libre se da a través de las drogas; sin embargo, al final todo termina en vacío: “Un golpe de euforia que en un segundo gastó su potencial dinámico; después nada, el mundo era una pared descascarada”. Los nombres son lo único que nos queda, sobre todo en una ciudad en donde la falta de memoria y la normalización de una violencia encarecida, nos devora día a día, como lo hizo con Ana, Pamela, Marisela, Verónica, Laura, Beatriz, Claudia, Alma, Patricia…

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Amalia Rodríguez

 

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Otro Moloch norteño

miércoles, 15 mayo 2019 por juaritosliterario

La primera novela del escritor chihuahuense, Daniel Espartaco Sánchez, nos habla de una generación que creció, ansió y experimentó durante los años 90 para fracasar con estrépito en la siguiente década. Autos usados apareció a finales del 2012, al cuidado de Random House Mondadori, cuando el autor ya gozaba de cierta fama a nivel nacional. El texto se estructura en cuatro capítulos de diferente extensión, así como de desigual interés e incluso calidad, siendo las dos primeras partes las que guardan el meollo del asunto. Elías, un joven de 16 años, anhela adquirir un auto de segunda mano, símbolo de bienestar, insignia móvil de prestigio frente a amigos y señoritas. Ante preguntas trascendentales –“¿Qué quería hacer con mi vida?”– en una época en donde todo luce tan visceral, la respuesta no se presta a cavilación: “Para comenzar, nunca más caminar de noche a lo largo de la avenida Tecnológico”; él se refiere a Chihuahua capital, pero la aspiración también aplica para la metrópoli juarense: “comprar uno de aquellos automóviles norteamericanos que pasaban la frontera de manera ilegal y se vendían en el bazar debajo del puente de la avenida Vallarta”, como se hace en la Curva de los Aztecas, ahí por el Hoyo. “Autos de lujo, algunos fabricados antes de la crisis de los combustibles, fruto de una civilización que había conquistado el mundo gracias al tamaño de sus vehículos; autos que llegaron a vendernos un sueño americano reciclado y más barato”.

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Rescato el estilo fluido de la prosa de Espartaco, ya que aporta un tono íntimo, familiar, casi confesional. A pesar de que el espacio central de la novela no es Juárez, por lo que quedaba fuera de los objetivos de este blog, seguí leyendo. Comparto con el autor referentes y visiones de aquellos quienes disfrutaron su adolescencia en los 90’s. A través del protagonismo de Elías, recordé el idealismo de las primeras citas, la conflictiva interacción con los padres y las tragedias efímeras compartidas con los amigos. Aunque en lo particular, jamás me interesó conducir un auto, como sí lo hace el protagonista con su Ford Fairmont 1980, las voces que habitan las páginas de la novela nos hablan de una juventud con aspiraciones inmediatas –un viaje a Amarillo, Texas, por ejemplo–, de una generación que se ve amedrentada por un contexto social cambiante. Con todo, Elías se abstrae y se vuelve uno con el paisaje: “Camiones, procesión interminable que llegaba desde el norte, de lugares como Nebraska, Dakota del Norte, Colorado. Extendida sobre el valle, la ciudad era un embalse de luces heladas al pie de las minas de cal en la serranía del oriente, donde se trabajaba a todas horas y cuyas sirenas me gustaba escuchar por las noches, cuando no tenía sueño, junto con el tren que pasaba a la una y media de la madrugada en un lamento prolongado, como el de un bisonte, un animal fantástico”.

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El contraste entre décadas aludido al inicio, 1990 vs 2000, se refuerza con las coordenadas espaciales principales: norte y centro del país, polos de acción y de contraste para un personaje que abandona el terruño para probar fortuna como narrador en la capital del país, “gracias a una beca del Centro Mexicano de Escritores. Cada miércoles seis jóvenes promesas de la literatura mexicana nos sentábamos a la mesa donde estuvieron Rulfo, Arreola, Fuentes, todos los héroes de la literatura que nos dieron patria”. En este punto, la novela de crecimiento amplía su horizonte; lo que gana en geografía, lo pierde en cercanía respecto al lector. Las vivencias dejan de ser particulares; el mismo título del tercer capítulo, “Hombre que cae”, alude a la tragedia de las Torres Gemelas que el mundo vio por televisión. Un matrimonio fallido y las anécdotas de un comunista en una lejana tercera persona son el signo de la adultez de Elías, que sirve en la narración como el preámbulo de la vuelta a Chihuahua.

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«Moloch”, la última parte del libro, la de menor extensión y la más desconectada de la historia debido al registro tangencial que aporta la visión del protagonista, cede la premisa original de la novela ante la tendencia a ubicar a la bestia, signada con el 666, en territorios septentrionales. No cuestiono el poder avasallador de la violencia. La intimidad de la historia de Elías –convertido ahora en testigo–, se extiende hacia un panorama colectivo donde el país entero sufre la escalada del narcotráfico. Los daños colaterales calan en varios niveles: desde el miedo que provoca atravesar el norte por carretera, hasta el relato sobre los levantones perpetrados por el crimen organizado. La alusión a Ciudad Juárez, aunque intrascendente en la narración, no podía faltar. Rosalinda, antigua novia de Elías, reaparece en la central de autobuses de Chihuahua para ponerlo al día respecto a su tragedia familiar, enfatizando el encuentro que sostuvo cara a cara con un sicario profesional, encarnación del mal que sugiere el sentido bíblico con el que cierra la novela de Daniel Espartaco. “Las armas podían hablar en el lenguaje de la violencia y el poder, pero en la actitud del hombre había algo más escalofriante”.

Urani Montiel

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José en el Mictlán

miércoles, 13 marzo 2019 por juaritosliterario

¿Existe alguna relación entre la mitología azteca y la devastadora guerra del narcotráfico de nuestro país? ¿Acaso Xólotl camina entre nosotros? Estas son dos cuestiones, entre algunas otras, que nos surgirán al leer Los perros del fin del mundo de Homero Aridjis, publicado por Alfaguara en el 2012. La novela cuenta cómo José Navaja (quien va de los 66 a los 75 años), escritor de obituarios, después de leer sobre la supuesta muerte de su hermano sale en su búsqueda a pesar de tener que viajar a Ciudad Juárez, ciudad del terror, del narcotráfico y de la muerte. Antes de aventurarse, decide rondar por la Ciudad de México, igualmente llena de malvivientes, corruptos, asesinos y una plaga de perros; camina por las calles infestadas de personas y soldados, visita el Centro histórico y barrios de mala muerte. Se encuentra e interactúa con buchonas, sicarios, emos, punketos, narcopunketos y prostitutas (presencia la rifa de una virgen); sin embargo, en todas partes vislumbra a Alis, su esposa muerta.

171 Portada Aridjis

Lee aquí la novela

Su estancia en Ciudad Juárez es una travesía por la corrupción, asesinatos, secuestros, violaciones y narcotraficantes; muestra el desastre y lugar de mala muerte que fue. La búsqueda de su hermano, Lucas, le permite entrar al mundo del Señor de la frontera o de la Narcorrealidad. La ciudad donde la muerte camina por las calles e inclusive salta de carro en carro por cada balacera resulta una representación del óbito, ese camino hacia el inframundo donde, acompañado de un perro tanto en vida como en el deceso, José Navaja ve atrocidades comparables a su camino al Mictlán: se encuentra con víctimas de los crímenes y conoce ese mundo bajo que cohabita en Ciudad Juárez. Hace una relación asombrosa sobre el camino al inframundo y lo vivido en México (centrado en nuestra ciudad) y logra unificarlos en una sola realidad: “Si un perro ladra a un fantasma y cien perros repiten el ladrido, el fantasma se convierte en una realidad”.

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Ciudad Juárez es el espacio clave para una ficción de narcotráfico. Vivimos un ambiente que desoló a la ciudad: violencia en las calles, toques de queda, inseguridad y falta de confianza en las autoridades (en ocasiones eran parte del problema que nos invadió y que aún seguimos viviendo). José teme buscar a su hermano en el norte, por tanto que ha escuchado, por las noticias que ha leído y por las muertes que ha trabajado, al ser un escritor de obituarios. La primera locación es el aeropuerto, ya que realiza su viaje en avión, con sólo dos pasajeros. Se aloja en un hotel, Edén, ubicado cerca del aeropuerto, con un precio accesible. El siguiente lugar reconocible es el cementerio de San Rafael, donde busca a su hermano entre las tumbas. También se describe la situación de los cuerpos al ser enterrados con prisa, la intervención de sicarios que en el intento de matar a la familia impiden su entierro o su destino en la fosa común. El desierto de Samalayuca es el lugar donde se localiza la mansión del Señor de la frontera. Un recorrido ofrecido por dos policías en las calles del centro, la Mariscal, Mina, Globo, Grijalva y Noche Triste, da la oportunidad de mostrar lugares representativos de la ciudad: el hotel (al ser un lugar de paso), los bares (huella de su esplendor pasado), fábricas y terrenos baldíos. Otros lugares que aparecen son el antiguo cine Paso del Norte y una variedad de bares y calles que describen el ambiente de la ciudad.

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Como víctima de la violencia en Juárez, al igual que muchos otros, veo en Los perros del fin del mundo una realidad que, aunque queramos negar, forma parte de nuestras vidas. El gran salvajismo y realismo con que se relatan las escenas perpetuadas, aunque ficticias pero tomadas de hechos verdaderos, me traen esos recuerdos y situaciones vividas. Cuando era niño, alrededor de los once años, abandoné Juárez con la ilusión continua de volver, pero no sin llevarme mis experiencias. Al tener mis padres un comercio sufrieron de la dichosa “cuotaˮ y amenazas de muerte; viví balaceras cerca de mi escuela mientras estaba en clases, vi negocios llenos de agujeros por las balas y un día los soldados fueron por mí a la escuela, estaba en peligro de muerte porque mi padre activó la alarma en una visita de los recaudadores de la “cuotaˮ. Así como a mí me rememoró esos momentos a muchos más les pasará; seguimos en una ciudad violenta, aunque no igual que antes. Ahora es Cuauhtémoc, lugar al que me mudé, un campo de batalla del narcotráfico. La obra es en ocasiones repetitiva y se centra más en dejar una imagen de lo que fue (y es) Juárez que la historia en sí; sin embargo, al final combina muy bien esta descripción con la anécdota. Es recomendable leerla por el misticismo, la comedia y cierto morbo de entrar en ese mundo bajo; sin olvidar la visión de una cosmovisión azteca que perdura hasta nuestros días más cercanos.

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Luis Alonso Gómez García

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Introspección en manada

jueves, 28 febrero 2019 por juaritosliterario

“¡Hay novelas que impactan hondo!”, grité a mitad del callejón. No obtuve respuesta y a nadie convencí, pero insisto y lo confirmo ahora que escribo la misma sentencia en silencio. Quizá el impacto sea incuestionable para el autor, sobre todo cuando explora el género autobiográfico, lugar idóneo para modelar, componer y ensayar versiones de un “yo” que coincide y se desdobla en el narrador protagonista, portavoz de la materia prima de su propio ser ficticio. La novela del estrafalario y polémico abogado chicano Óscar Zeta Acosta viene a cuento y sirve de ejemplo. Sobra decir que La autobiografía de un búfalo prieto, publicada originalmente en inglés en 1972, me gustó sobremanera; podría extenderme en palabras y horas para que todos la lean. Así que en estas líneas me ciño a la agenda de nuestro proyecto y de paso ofrezco unas notas en torno de la obra. ¿Cómo se construye la espacialidad juarense y qué funciones cumple en el entramado narrativo?

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Lo primero a contextualizar es que estamos frente a una novela de viaje que ocurre específicamente a lo largo de la carretera (road novel). Inicio: San Francisco. Punto de llegada: El Paso/Ciudad Juárez. Motivo: hallar las raíces de la “pinche identidad”. Durante el trayecto, e incluso antes de que comience la travesía sobre el Plymouth verde modelo 65, Óscar va dejando al descubierto su personalidad, al grado de desnudarla por completo. Por medio de interlocuciones que sostiene consigo mismo, con un par de exóticas figuras que lo acompañan como sombras o con otros personajes, el Búfalo prieto da cuenta de su condición presente bajo el filtro de las circunstancias pretéritas. Pareciera que todo impulso a sus 33 años –tiempo de revelaciones y catarsis– fuera una reacción en cadena de sus primeros pasos en el Segundo Barrio, en El Paso, o de la transición de niño a adolescente vivida en Riverbank, California. “Con la cabeza llena de drogas estimulantes, el pene marchito y una lata en la mano, mis nudillos enrojecen a causa de la firmeza con la cual sostengo el volante mientras conduzco a toda prisa a través de las montañas y el desierto en busca de mi pasado…”.169 Plymouth 65 belvedere.jpg

Aún falta algo más para entender a este “indio salvaje que corre destruyendo frenéticamente todo lo que encuentra a su paso”. Los años 60’s, la década de la droga (dope decade) y sus ávidos consumidores: beatniks, hippies y snobs, a quienes nuestro bisonte remeda y desprecia. No así a los estupefacientes, o a cualquier tipo de sustancia que lo incite a continuar con el viaje, tanto el que se mide en millas como el que experimenta con anfetaminas y budweiser. De hecho, La autobiografía de un búfalo prieto vio la luz solo unos meses después que Miedo y asco en Las Vegas, del escritor Hunter S. Thompson, quien aparece como el personaje de King en la novela del chicano; mientras que la desaliñada figura de Óscar Zeta Acosta, con el alias del abogado Dr. Gonzo, recorre Las Vegas junto con el periodista Raoul Duke. Cuando la palabra escrita transmite el efecto o alcance de un psicotrópico debe afinar el punto de vista de quien cuenta, así como ajustar a detalle los referentes, ya que la correlación entre el significado y su imagen se desestabiliza y zarandea a merced del alucín. Todos los personajes secundarios en La autobiografía de un búfalo prieto sirven de retén y perspectiva para asimilar un mundo que se construye sobre sus propias referencias a medida que uno avanza en la lectura.

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La versión al español, a cargo de Argelia Castillo Cano, apareció 22 años después del original, en la colección Paso del Norte, del sello editorial Grijalvo, la cual publicaba “libros representativos de una minoría étnica que busca una expresión propia… un lenguaje inédito, una forma de resistencia cultural a través de la literatura”. Existen otras traducciones al castellano que ahora cuentan con buena distribución en línea, pero con escaso tino al momento de las equivalencias de sentido. La editorial Traficante de sueños, por ejemplo, titula al libro como Autobiografía de un búfalo pardo. Esta selección sobre la paleta de color marrón deja fuera la etiqueta racial del brownie y, por tanto, el sentido crucial de la obra, el cual se evidencia cuando el protagonista cruza la frontera y entra a Ciudad Juárez. En cambio, ser prieto en México aún conserva el desprecio socarrón, cuando no la designación ofensiva.

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Al final del camino, en el capítulo 16, Óscar llega en autobús a El Paso, “el lugar donde nací, para ver si podía encontrar ahí lo que estaba buscando. Aún quería saber quién era realmente yo”. Sale de la céntrica estación y deambula por una topografía emocional que apenas alcanza a distinguir. El viejo cine de barrio había cedido el predio para varios establecimientos de baratijas. Las calles Durango y San Francisco cambiaron su fisonomía. Tras contener el llanto frente a la casa donde alguna vez vivió, decide abordar el tranvía con destino a Ciudad Juárez. La experiencia del cruce es fenomenal, no sólo porque todos los sentidos del narrador se aguzan, sino por los nervios que experimenta al no traer papeles para entrar al país. Cuando el agente aduanal entra al vagón, supone lo peor: “me arrestaría… por el hecho de fingir ser mexicano. ¿Existía acaso ese cargo?” El uniformado pasa de largo. Ese 9 de enero de 1968, la populosa avenida Juárez recibió al Búfalo con los brazos abiertos. “Todas las caras eran oscuras. La gama iba desde la tez morena clara hasta la piel prieta”. Música, bellas mujeres en la zona roja, bares, proxenetas y hoteles. Sin embargo, el idilio del reencuentro concluye cuando se acaban las monedas, “justo cuando creía que me había vuelto mexicano en la cama de unas rameras”. Juaritos entonces, le da un duro revés. “La ciudad del pecado y de las luces multicolores” muestra otra faceta: cárcel, escarmiento y corrupción.

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Tras la faena para regresar a su país de origen, Óscar, bajo una letal pesadumbre, recurre a su hermano y le confiesa su fracaso: “un hijo de puta afirmó que yo no era mexicano, mientras que otro dijo que tampoco era norteamericano… por tanto, no tengo raíces en ninguna parte”. Durante esa llamada telefónica, en el vestíbulo el Grand Hotel del centro de El Paso, escuchó hablar del Brown Power, del poder mestizo de La Raza en East L.A., su próximo destino. “La bomba explota en mi cabeza”. Epifanía. Óscar Acosta está a punto de convertirse en Zeta, “el abogado chicano más famoso del mundo que había contribuido a dar inicio a la última revolución”, de la cual, por cierto, hay novela: La revuelta del pueblo cucaracha. El búfalo “es el animal que todo el mundo ha masacrado. Tanto los vaqueros como los indios”. El examen dentro del foro interno de la conciencia ha arrojado resultados: “me doy cuenta de que no soy mexicano ni norteamericano. Ni católico ni protestante. Soy chicano por estirpe y Búfalo Prieto por elección”. El narrador entonces, hace un llamado: “Esto es, damas y caballeros, lo que quería plantearles. A menos que permanezcamos unidos, los búfalos prietos nos extinguiremos”. Y ahora sí, a temer a las manadas.

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Carlos Urani Montiel

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El corazón de los árboles

jueves, 08 marzo 2018 por juaritosliterario

Ítaca te brindó tan hermoso viaje.
Sin ella no habrías emprendido el camino.
Pero no tiene ya nada que darte.
Konstantinos Kavafis, “Ítaca”.

I. Eve Gil cuenta en su blog que, según cierto amigo, hay gente que viaja a Ciudad Juárez para preguntar si Rosario Sanmiguel existe. Algunas veces me he planteado la misma cuestión, a pesar de vivir en la misma ciudad y con la misma gente. Quizá habría que imaginar a dos Rosarios: la escritora y el personaje mítico, de ficción. La verdad, una vez escarbada, descubre a una mujer importante, aunque discreta, en el ambiente cultural juarense: direcciones editoriales, revistas literarias (Levrel), talleres (“Rosario Castellanos”, una respuesta al machismo imperante en la escena literaria local de principios de los noventa) y crítica literaria (La representación histórica en Noticias del imperio de Fernando del Paso). Aunque su existencia queda confirmada con este inventario, aún siento que escribo de alguien a quien nunca he visto, a quien imagino como a uno de sus personajes: Andrea, de su impresionante novela Árboles o Apuntes de viaje (2007).

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Rosario Sanmiguel es la protagonista de Juaritos literario. Esta entrada será otra más en la colección de reflexiones en torno a su obra, aunque la primera sobre su novela. Lo anterior debido a una tramposa premisa: Juárez no aparece en ella. Si en Callejón Sucre y otros relatos nuestra ciudad era el escenario protagónico e hilo estructural del cuentario, en Árboles el retrato de la urbe me resulta inquietante debido a su ausencia. Sin embargo, la idea misma del viaje contornea una geografía (imaginaria y real) que vale la pena explorar: del Big Bend, Texas, hasta el pueblo desolado de Malavid (que remite a Manuel Benavides, Chihuahua, de donde es oriunda Sanmiguel) y, finalmente, El Paso-Ciudad Juárez. Asimismo, existe otro viaje de carácter intertextual: la construcción ficcional de Malavid y la dialéctica que ejerce con el emblemático Comala de Juan Rulfo.

137 Sanmiguel - Arboles

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II. El viaje desemboca en apropiación del espacio y también de memoria. Como en el poema de Kavafis, Ítaca fue solo el destino, el punto de llegada, el hogar. Todo lo demás, lo que en verdad importa, son las situaciones y peripecias para realizar ese viaje: las experiencias y los conflictos, la memoria y el olvido que se desprenden de la vivencia. En el caso de Árboles, Andrea, por medio de la realización del trayecto y el acto de nombrar (y no hacerlo, como ocurre con Juárez) los lugares visitados, busca apropiarse no solo de los espacios sino de su identidad. Al final de la novela esto concluye en escritura, apuntes de viaje, “retazos de una historia a la que trataba de dar sentido a fuerza de memoria e imaginación”.

137 Chirico Retorno Ulises

Página aparte, pero con relación a la escritura, Gérard Genette en Palimpsestos señala los niveles representativos del intertexto. Uno de ellos, el paratexto, entendido como lo que está fuera del texto (como epígrafes o la fecha y lugar de composición) cumple una función tanto estructural como simbólica. “Alpine – Ciudad Juárez, 2001”, por ejemplo, es la fecha de composición de Árboles. El epígrafe de Gastón Bachelard en la novela, perteneciente a La tierra y los ensueños de la voluntad, resulta significativo porque se une a las palabras finales de Amanda, la madre de Andrea, y que asimismo desarrollan el inicio del viaje intertextual (en dos sentidos, Bachelard y Rulfo). Amanda se dirige así a su hija: “Tú también recuerda esto. Que una tarde de San Juan, o una tarde de viento, o una tarde cualquiera amarré el corazón al corazón de un árbol”. En efecto, la alusión a Bachelard y Rulfo comprenden un nivel interpretativo complejo donde puedo indicar semas que conectan tanto al intertexto como al carácter simbólico de la obra, ya que las palabras finales de Amanda desembocan en el final de la novela y, por lo tanto, del viaje de la lectura.

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La cita remite de cierta forma a Pedro Páramo a través de dos líneas interpretativas: 1) La referencia a San Juan alude, además de la evidente lectura religiosa, al amor de Pedro Páramo por Susana San Juan, quien, como Amanda, representa la memoria de Comala (y por lo tanto su olvido), así como su concluyente desaparición; 2) La primera indicación de Dolores Preciado a su hijo que desencadena el viaje y su perdición en el trayecto de la vida a la muerte. La última referencia aparece más clara cuando, antes de morir, la madre de Preciado le dice: “El olvido en que nos tuvo, mi hijo, cóbraselo caro”. Ambos personajes (Amanda y Juan) viajan para reclamar justicia a sus recuerdos.

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Otro intertexto aludido se refiere a la composición del destino, es decir, los espacios imaginarios: Malavid y Comala. La atmósfera de desolación se contrasta, en ambas espacialidades, con la presencia del árbol que, si bien remite a los mismos personajes en Sanmiguel, también representa la idealización de la memoria: el pasado como asentamiento de una identidad por recuperarse. En Pedro Páramo Dolores Preciado compara a los árboles de Comala con la disposición de sus recuerdos: “Mi pueblo, levantado sobre la llanura. Lleno de árboles y de hojas como una alcancía donde hemos guardado nuestros recuerdos”. De una forma similar, en la novela de Sanmiguel, cuando Galindo muere, Andrea piensa en los árboles de Malavid: “Recordé la arboleda perdida en la memoria de Amanda, que yo guardaba en mi memoria”. La idea del árbol atañe tanto a la espacialidad como a la memoria. A fin de cuentas, el texto literario recibe este nombre.

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Quizá por ello, y a manera de contraste, la única mención a la geografía juarense atañe al agua y al cruce fronterizo. Al inicio de Árboles leo: “Del Big Bend a tierras ejidales, en una barca agujereada al mando de un niño, por un cuarto de dólar crucé el río Bravo”. A través de esta primera referencia espacial, se puede trazar imaginariamente el viaje de Andrea:  Inicia desde el parque nacional Big Bend, en Texas; después viaja a través del río Bravo hasta llegar a Lajitas; emprende luego el camino en dirección al sur y llega a Malavid (Manuel Benavides). El regreso a casa lo realiza en camión con Galindo y Jacinta. Arriban a Ojinaga, donde Galindo fallece. Quedan solas Andrea y Jacinta. En este momento, Andrea revela que lo mejor hubiese sido jamás emprender el viaje: haber dejado las cosas como estaba, “ustedes en Malavid y yo en El Paso”. Aquí concluye, en el texto, su viaje. Sin embargo, a través de un proceso de imaginación, quiero reconstruir el trayecto de Andrea hasta El Paso. Aquí no solo se reencontrará con la soledad de su árbol genealógico, sino también con la frontera que divide, gracias a las aguas ausentes del río Bravo, a Estados Unidos de México. Tendrá que cruzar por Ciudad Juárez si quiere entrar a El Paso. Regresar, al fin, a su casa y enterrarle un cuchillo en el corazón al árbol.

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Antonio Rubio

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