Un fascinante mundo que se cae a pedazos
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Miguel De la Cruz escribió que el libro Permutaciones para el estertor del mundo (2017) de Diego Ordaz se basa en una estética de la fealdad. De acuerdo. Podría ser también que Permutaciones es un tour de force de un neo-decadentismo, una fascinación por la ultra-violencia y la exhibición de lo grotesco como alegoría de un eco sistema (naturaleza / ciudad) en proceso de inversión evolutiva. Todo esto en un estilo que oscila entre el poema en prosa y el microrrelato posmoderno. Un hibridismo que a pesar de la pequeñez de libro (10×14 centímetros) y el laconismo de estilo, es de una lectura difícil por el uso frecuente de descripciones poético-neobarrocas.
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Son 19 microrrelatos que cabrían cada uno de ellos en una página de un libro de bolsillo. Diego Ordaz los dividió en cuatro secciones, división un tanto artificial, pues todos podrían pertenecer (a escala diversa) de un decadentismo generalizado: la gallinita ciega del fin del mundo, la perrita sacrificada a golpes, la envenenadora de visitantes de un prostíbulo, la muñeca existencialista, etcétera. Además, las abigarradas ilustraciones de Erick Nungaray reafirman y amplían (o amplifican) esa atmósfera de devastación, de violencia que enmarca los diversos registros victimológicos. Escribiré en este micromentario sobre algunos de los relatos más interesantes y que representan el decadentismo señalado.
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“La luz, la luz, la luz”, el mejor de los cuentos en mi opinión, es la reflexión existencial (a la manera de un Roquentin de Sartre) de un personaje autoaislado, drogadicto, que abandonó la carrera de filosofía y que ahora trabaja de afanador en un hospital. En sus reflexiones es conciente de su condición: no puede sentir empatía hacia los enfermos del hospital. Es un ser marginal que odia el ritual del saludo cotidiano, la cortesía, la conversación, el trato social. Se sabe rechazado y sólo le importa su rutinaria dosis de heroína: “Recorro día tras día pisos del hospital en busca de ropa sucia; no sonrío ni a los ancianos ni a los niños enfermos. Así llevo, sin mostrar empatía alguna tampoco a los doctores ni enfermeras, dos, casi tres meses”. Sí, el personaje reflexiona y lo hace de manera lacónica, precisa (palabra que se repite una y otra vez en los cuentos de Ordaz), yo diría, aforística, como al final del cuento, cuando se regodea de su soledad: “Si pronto no muero, si no logro la sobredosis de heroína en las tapias junto a las vías del ferrocarril, estaré aislado de cualquier manera, astuto y expectante, muy solo, tanto como una estrella muerta ya hace siglos”. Estas reflexiones se pueden aplicar al desfile de personajes decadentes del libro. Todos parecieran actuar motivados por un sentimiento del mal, ser la Maldad Misma (latente o manifiesta). La atracción del acto criminal o el inicio causal de futuros actos criminales.
“La gallina”. Imaginemos que la única sobreviviente de la total destrucción del mundo, es una gallina encerrada en un cuarto sin techo. Es una gallina hambrienta y ciega. Alegoría exacta de una victimología extrema. Y la descripción de Ordaz de ese mundo devastado nos lo deja en su justa dimensión dramática: “Había que tantear las paredes, sentirlas con el eco de sus pasos, con el sonido refractado de los incipientes jadeos: las agujas de los primitos […] habían sido inclementes y precisas.” Sobra decir que la gallinita representa la desesperación humana. El narrador parece indicarnos que el ave doméstica conoce su suerte y entorno. La conciencia de su condición (para eso están el narrador y el lector) nos obliga a empatizar con el ser más inerme de nuestra cultura (culinaria) infestada de tragedias: unos “primitos” le picaron los ojos, aislada en un pequeño cuarto, separado de ese mundo post-apocalíptico para vivir su propia agonía interior.
“La quiebra”. Ahora imaginemos un momento antes de la destrucción total del mundo, imaginemos a unos niños dedicados a la tarea de sacrificar a una perrita: “los niños son inclementes, precisos, obedientes: la han sujetado bien […] Tiran la bolsa, la rodean, toman la tabla y le dan duro, en turnos, la niña con más fuerza”. El cuadrúpedo es otro animal víctima de la maldad humana. Al igual que en “La gallina”, en este microrrelato hay unos niños dedicados a la tortura de animales (el ser humano ‘deshumanizado’, dedicado a la ‘precisión’ destructiva de la naturaleza).
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Permutaciones para el estertor del mundo nos ilustra sobre un final anunciado por la suma de maldades humanas, las micro canalladas-criminales, las agonías de las víctimas, todo en un ambiente de muladares, baldíos, prostíbulos, cantinas de mala-muerte, callejones donde todo es una amenaza, la vida nocturna habitada por masturbadores, borrachos, prostitutas, seres de un país que (como dice un poeta de Monterrey parodiando a W. M. Branham) se está cayendo a pedazos.

Crédito de fotografía: Diego Ordaz
Agregaré que Diego Ordaz intercala en sus relatos frases aforísticas dignas de retomar, son verdaderos minifestos de la decadencia, doy 3 ejemplos: ‖ Reflexiones post-apocalípticas de una muñeca sin piernas. “Los grandes edificios y los pensamientos, más abstrusos serán nada; tampoco quedarán esa poesía trascendente, el escritor genio, la gran obra del dictador, la magnífica democracia ni el amor eterno que se juraron los amantes en la más venturosa de las noches”. ‖ Frases de un antisocial: “La sonrisa, esa manifestación aberrante del ideal romántico es un himno genuino a la estupidez compartida, humana”. ‖ “Se me ocurre que mis silencios son el estado poético de mi ética: no saludo pero obedezco, hago de manera precisa mi trabajo”. Amén.
JM GARCÍA, NMSU
Micromentario # 2 – 6∙20∙18
- Publicado en Ciudad, Vida cotidiana
La ciudad como una rosa
No tiene página legal, editorial, o cualquiera de esos datos que quienes consultamos una obra y con la finalidad de hacer la ficha, buscamos de inmediato. Por lo impreso en la última hoja sabemos que se produjo en la imprenta Lux (en la Hermanos Escobar), en 1989. La portada contiene una composición geométrica en amarillo, azul y rojo con algunos claros; muestra en tinta negra el título de la obra, el autor y una imagen del mismo. La contraportada está vacía. Así es Cd. Juárez: la rosa de los vientos de Armando Borjón Parga. Luego de pasar el primer folio en blanco, otra imagen, ahora una fotografía de Borjón Parga, serio, de frente y en escala de grises nos da la bienvenida a interiores. Tampoco hay índice. De la página cinco a la siete leemos dos textos introductorios: “Epígrafe” firmado por Ignacio Esparza Marín y “A mis lectores…”. Las diez siguientes páginas en prosa brincan sin previo aviso de un tema a otro: datos biográficos y descriptivos del autor, historia de Ciudad Juárez, disertaciones sobre el hombre, la mujer, la poesía. Avanzados pocos renglones del folio 44, vemos el primero de los poemas líricos seleccionados: “Salutación”. A partir de este punto encontramos casi sin interrupción los versos al estilo tradicional con que el también llamado poeta chaveñero ejercitó la rima, el ritmo y diversas medidas. De vuelta a la prosa, un agradecimiento de Borjón y el “Colofón…” de Jorge Patlán Ruiz finalizan el recorrido, el cual queda impreso sobre hojas de notable calidad.
La ciudad, cual protagonista, llena una gran cantidad de espacio. La narración autobiográfica de Borjón Parga se desarrolla principalmente en esta urbe. Los episodios históricos, también. Los poemas confirman la tendencia, con encabezados como “Mural de Ciudad Juárez”, “Contrastes de mi ciudad”, “Como las lomas de mi ciudad”, “Canto a mi ciudad”, “Trazo de mi ciudad”, “Aleluya de ser juarense”, “El Valle de Juárez”, “Soneto a Ciudad Juárez”, “La cárcel de mi ciudad” o “La Rosa de los Vientos”, que era como el autor llamaba a su tierra natal. La lente por momentos se aleja o se acerca. Hace lo primero al hablar del estado o del país (“Primero soy mexicano” y “Mi suelo chihuahuense”). En cambio, la perspectiva se interioriza cuando sus versos inflamados de orgullo ―mas no por ello exentos de un sentido crítico― hablan de su barrio, de la colonia más popular en este territorio fronterizo. “El Parque de la Chaveña”, “La Chaveña y sus puñales”, “Soy de la Chaveña”, “Así es mi barrio” y “La Pila de la Chaveña” dejan ver el amor, el orgullo y la nostalgia de Armando Borjón Parga. Poemas que fueron inspirados por la figura de Morelos, Villa, Agustín Lara y el lanzador José “Peluche” Peña.
A diferencia de otros autores que han escrito sobre Ciudad Juárez, Armando Borjón Parga nació y vivió en esta mismísima frontera. Por ello, conocía avenidas, calles y callejones, el devenir cotidiano, la gente con sus usos y costumbres. Vio la luz en 1927 y creció junto con la mancha urbana que se extendía. Observó los cambios y dejó constancia de ello, a través de sus versos, desde los nueve años. No hay duda de que escribió de primera mano y reflejó fielmente lo que vio, con pinceladas de subjetividad identificables con facilidad. Falleció en 2010 y su obra quedó solo en el recuerdo de unos cuantos, pues el número de poetas o reporteros juarenses que lo rememoran es reducido. Incluso los habitantes de la Chaveña, quienes habitan sus domicilios y transitan a diario las vías del barrio bravo, ignoran la existencia del hombre que tanto cariño sintió por su terruño.
Joel Abraham Amparán Acosta
- Publicado en Ciudad, La Chaveña, Vida cotidiana
Rarámuris en la ciudad
¿Qué tanto conocemos y respetamos la cultura de nuestras hermanas tarahumaras? Forman parte de nuestra cotidianidad citadina –caminando despacio entre cientos de carros, esperando la luz roja de los semáforos – y, sin embargo, desconocemos sus tradiciones, sus ideas, creencias, lenguaje y, sobre todo, los problemas que enfrentan. Para solventar esta situación, en el 2012 Lorena Parra Parra (ralámuri) y Luz Belém Martínez Aguilera (chabochi) comenzaron un proyecto que inculca la protección, el rescate y la difusión de sus valores y tradiciones, y que busca minimizar esa mirada estigmatizada para lograr una inclusión y solidaridad a partir del contacto humano. ¿Cómo lograrlo? A través de la memoria y la escritura, pues “hay que recordar lo que platicaban los antepasados, así es como seremos más tarahumaras” (“El consejo de los nietos”, Batista). El resultado fue Cuentos del Álamo, una serie de 13 relatos que abordan la relación de los indígenas con lo urbano y los efectos que produce la modernidad. Por ello, no extraña que el título remita al origen y centro de su etnia, la naturaleza: “El árbol, en el resguardo de su sombra, se da como el punto de encuentro de vida, de la alegría, del compartir, del sufrir y del vivir del ralámuri.”
El proyecto, apoyado por el Programa para el Desarrollo Integral de las Culturas de los Pueblos y las Comunidades Indígenas, se concentra en la comunidad rarámuri de la capital del estado, donde Parra Parra funge como gobernadora. No obstante, el cuento “Mujer de pantalones” –que aborda, precisamente, la vida de esta mujer– se extiende hasta la frontera y, además, la situación de los indígenas en ambas metrópolis resulta bastante similar. La colonia tarahumara en Juárez se localiza, desde hace 20 años, al poniente. La habitan alrededor de 80 familias procedentes de la sierra de Chihuahua, quienes luchan por conservar sus propias formas de participación comunitaria y política, en las cuales sobresale la intervención femenina. Por otro lado, es necesario resaltar que esta comunidad pervive y se desarrolla en medio de la discriminación, la violencia, la pobreza y, de un tiempo para acá, la drogadicción, tal como se narra en “Ramón”: “Nuestra siriame nos dijo que eso de drogarse era una mala costumbre que por desgracia nuestra gente había adoptado de las costumbres del chabochi cuando llegamos a sus ciudades.”
Estos problemas y particularidades resaltan en “Mujer de pantalones”, relato que visibiliza una serie de discriminaciones en cuanto a género, raza y posición económica. Cuando María –o Lorena– llegó a la ciudad, con menos de 6 años, su madre se dedicaba a lavar y planchar ropa ajena. En cierta ocasión, la acompañó a entregar un lote bastante grande a una casa de la calle Ponce de León en La Chaveña; como pago, la señora le dio solo un plato de papas. Fue la primera vez que la niña tuvo conciencia de las injusticias que sufriría por ser mujer e indígena. Reclamó, pero solo consiguió que la tacharan de malcriada. Más adelante, la protagonista menciona que el primer asentamiento tarahumara se estableció cerca de la calle Urquidi; sin embargo, un día, al volver de un viaje, ya no encontró a su familia porque el gobierno los movió al lugar que ahora ocupan, donde continúan padeciendo pobreza y hacinamiento. Ahora bien, al hablar de distintos tipos de discriminación hacia una persona entra en juego el concepto de interseccionalidad, el cual se entiende como una herramienta o una perspectiva teórica que nos ayuda a entender la manera en que diferentes conjuntos de identidades influyen sobre el acceso que se pueda tener o no a derechos y oportunidades. En el caso de María entre esas identidades que le posibilitan o le limitan ciertos derechos resaltan la raza, el género y su posición intelectual, social y económica. En la ciudad se le discrimina por ser indígena, en su familia sufrió violencia de género, su misma gente la rechazó por no hablar su lengua materna, y el gobierno la excluyó, junto con todo su grupo, de la participación social. No obstante, a pesar de todo esto, ella alcanzó una posición superior al convertirse en representante de su comunidad y romper paradigmas. Es decir, como consecuencia de sus múltiples identidades, algunas mujeres se ven empujadas a los márgenes, mientras que otras se benefician de posiciones más privilegiadas. La interseccionalidad, más allá de identificar cada forma de opresión, pretende que cada persona sea respetada. Cuentos del Álamo es un paso para lograrlo.
A manera de posdata, pero en estrecha relación con lo anterior, me detendré en lo que sucedió hace varios meses, cuando el gerente del Kentucky Club le prohibió la entrada a la gobernadora tarahumara Rosalinda Guadalajara, quien había sido invitada a comer por personal del Sedesol. Las críticas resonaron, sobre todo, en las redes sociales; Profeco puso bajo investigación al famoso bar; algunos lo defendieron (el dueño del Asenzo) y otros decidieron no volver a entrar. La discriminación fue clara; las protestas y y la reprimenda completamente justificadas. Sin embargo, como la misma Rosalinda señaló en una entrevista posterior, hay que tener claro que el revuelo creado se debió a que ella es la gobernadora y que iba acompañada por funcionarios del municipio, pues situaciones como esta le suceden a diario a decenas de sus compañeras y ahí nadie dice algo: “Imagínese si le hubiera pasado a un miembro de la comunidad. No creo que ahorita estaría la gente interesada de lo que fuera a pasar.” Es decir, la representante rarámuri evidenció, gracias a su posición, una realidad que viven cientos de mujeres en la ciudad, quienes pocas veces tienen la posibilidad de reclamar o de que alguien interceda a su favor.
En Juaritos Literario evidentemente estamos en contra de todo sesgo discriminatorio. El caso de Rosalinda Guadalajara ocurrió justo dos semanas antes de nuestra primera ruta literaria en torno a la Mariscal y la Juárez. La decisión de ingresar al Kentucky, tal como se tenía planeado desde antes, fue bastante criticada. No obstante, como proyecto creemos que más allá de entrar o no a un lugar que se reserva el derecho de admisión, nuestra forma de inclusión parte de nuestro propio quehacer profesional, y se dirige hacia el rescate, la difusión y el análisis de los textos que recuperan la memoria, las tradiciones, la identidad, el lenguaje y las disyuntivas de los pueblos indígenas, con quienes compartimos a diario nuestra ciudad.
Amalia Rodríguez
- Publicado en Ciudad, La Chaveña, Vida cotidiana
La Chaveña: una vía pendiente
Tan lejos del centro, Juárez se ha caracterizado por su multifuncionalidad: misión, villa, presidio, paso del norte, refugio, capital del país, plaza en disputa (y por tanto heroica), sitio idóneo para iniciar campañas. Esta historia de fortaleza que por siglos ha guardado sueños, exilios y esperanzas no puede desprenderse del proceso de reparto y concentración de heredades. La división –y venta– territorial en partidos, luego en ejidos, barrios y colonias, origen de la actual configuración urbana, deviene de elementos estructurales, económicos, políticos y sociales que responden a las particularidades de la región. La distancia respecto a la capital, el carácter fronterizo, la llegada del tren (hacia finales de 1882), la apertura y cierre de la zona libre, la proliferación de cantinas y restaurantes, los movimientos armados, la maquiladora y la expansión de la mancha urbana son las pulsaciones que participaron en la formación de ciudad. Sin duda, la memoria de la propiedad de la tierra y sus vaivenes debe ser contada. Las investigaciones de Guadalupe Santiago Quijada, profesora de la UACJ, esclarecen la evolución, en términos de particiones y posesión, de estos lares. Ella confirma que “El establecimiento de ferrocarril contribuyó, aunque de manera selectiva, por su diseño centralista, a la integración de la economía nacional con la ampliación de los mercados y la rearticulación de los espacios territoriales” (Propiedad de la tierra en Ciudad Juárez, 1888 a 1935).
¿Qué ofrece la literatura frente al acontecer y ajetreo citadinos? La crónica urbana. Definida como una narración lineal de sucesos, pretende convencer a través de una escritura sencilla y de una experiencia verificable. Recién Antonio nos contaba algo respecto, y agrego que la “literatura ciudadana” cuenta noticias y traza escenarios que se confunden con el espacio, de tal suerte que su lectura nos invita a recorrer la metrópoli real y participar dentro de ella. La pluma del cronista retrata a cada paso costumbres, figuras y anécdotas perceptibles en las mismas arterias y vías. No obstante, fijar por escrito el vértigo de las calles siempre será subjetivo. Juárez cuenta con dignos representantes de este género mutable y movedizo: Ricardo Aguilar Melantzón, Adriana Candia, Emilio Gutiérrez de Alba, Raúl Flores Simental, entre otros. Mención aparte merece la antología Road to Ciudad Juárez: crónicas y relatos de la frontera, de la que hemos tratado en abundancia. En esta ocasión me quiero centrar en la escritura de David Pérez López, periodista zacatecano radicado en la frontera desde 1980, en donde se desempeñó como columnista y caricaturista (bajo el seudónimo de Sax) en El diario. El libro en cuestión se titula Ciudad Juárez: crónicas pendientes, y es toda una joya. Así debe leerse: con cuidado y cierta fascinación ante el destello de lo cotidiano. Fue publicado por el Municipio en el otoño de 2005, pocos meses antes de su muerte.
Los doce capítulos que componen estas crónicas se dedican en exclusivo a la ciudad (calles, puentes, edificios, diversiones, etc.) y funcionan como una segunda parte de un libro anterior: Historias cercanas (relatos ignorados de la frontera). La Chaveña aparece varias veces mencionada, ya sea por las viejas glorias de sus gimnasios de barriada o por alguna que otra rebelión frustrada; sin embargo, en el capítulo sobre “Barrios” tiene un apartado para ella sola. Como ya se mencionó, la llegada del ferrocarril –a finales del XIX– implementó los primeros sesgos urbanos, pues con él arribaron cientos de trabajadores que se instalaron en las nacientes colonias. Así surgió La Chaveña, asentada alrededor de la Casa Redonda (taller ferroviario) y cuyo nombre proviene, según el cronista (65), de la importancia de un par de Chávez durante aquella época. Yo prefiero la versión de la propietaria del rancho, Blasa Almeida de Chávez. Atravesada por las calles Libertad, 5 de febrero y la Velarde (“el mall del pueblo”), con su legendaria Pila (erigida entre 1895 y 1908 por el escultor Julio Corredor de la Torre), la Escuela Revolución (1939, desde entonces en remodelación), el panteón municipal y los famosos Cerrajeros (1950), esta zona guarda memoria del viejo Juárez. Pese a la mala fama adquirida después del fallido traslado de la zona roja, en la década de los 40, sus vecinos se caracterizan por su apego al barrio, hospitalidad y productividad económica.
David Pérez López también recoge testimonios de viva voz, como el de Carmen Flores de Galaviz (véase la firma del mural del arriba), quien a sus 72 años de residir en la colonia frente a la emblemática fuente recuerda que: “Ya no son las cosas tan bonitas como antes, pero yo de aquí no salgo; es mi barrio, mi colonia. Mis hijos viven en otro lado y me quieren llevar. Pero yo aquí me quiero quedar; todo era más bonito, más tranquilo. Cuando estaba la antigua Pila, mucha gente venía y se sentaba en unas bancas que había; incluso algunos vecinos sacaban sus sillas para descansar y tomar el fresco. Arriba estaban unos leones de cantera que echaban agua. Mi papá llegaba de su trabajo y ponía unos aparatos para que las personas escucharan música de 5 de la tarde a 10 de la noche. Eso ya no se estila”. Si bien es cierto que el Municipio debe reactivar los espacios públicos y solventar pleitos sobre propiedades privadas en ruinas, también queda pendiente la organización vecinal para mantener la armonía y limpieza de sus calles. Cuando pasaba el camión de la basura en el barrio de donde vengo, Valle de Aragón (en Nezahualcóyotl, Estado de México), no había escusa suficiente ni tamaña apatía para que después de bajar las bolsas de mi departamento, no cargara con todas las que me encontrara a mi paso. ¿De qué sirve limpiar de puertas para adentro?
Urani Montiel
- Publicado en Escuela Revolución, La Chaveña, Los herrajeros, Vida cotidiana
Del latín re-cordis
Empiezo esta entrada hablando de palabras para definir la nostalgia. Para los griegos, nostos significa regreso. Algos es dolor, sufrimiento. La nostalgia: el sufrimiento causado por el deseo incumplido de regresar. En su novela La ignorancia, Kundera explora este concepto para describir esa sensación de estar lejos de casa debido al exilio. Pero se puede sentir homesick aun aquí, porque los espacios, los lugares y las ciudades cambian como nosotros. Y otros, como yo, nos sentimos incapaces de regresar debido a que nacimos en el “tiempo equivocado”. A los de mi generación (y a los foráneos) nos atacan de forma recurrente con ese monstruo de la nostalgia: textos, reflexiones, estados en Facebook, fotografías. Siempre igual y llegando a la misma conclusión: en otros tiempos, Ciudad Juárez fue mejor. Cuáles tiempos, nunca lo sabré con precisión, pero todos parecen almacenar un tesoro sobre el pasado de esta ciudad, como si guardaran piedras valiosas solo para ellos y unos cuantos curiosos. Antes de la violencia y las desapariciones. Antes de este Juárez convaleciente, deprimido, superviviente, heroico. Así, no hay lectura local en la que no me invadan unas ganas por construir, con mis impresionantes dotes de Licenciado en literatura, una máquina del tiempo para conocer ese Juaritos pasado y hermoso. Lo haría con cierta desconfianza. Quizá ocurra lo mismo que en aquella película de Woody Allen donde en ese trayecto hacia el pasado, los mismos habitantes de aquella ciudad idealizada añoraban tiempos anteriores. Así es esto, un viaje interminable. Menos mal que, sin afanes cientificistas, tenemos la imaginación para recorrer, desde esa suerte de “memoria” que es la literatura, aquella no-ciudad.
Quizá el género literario que se vincula directamente con el pasado real, tal vez debido a su impacto en el presente, sea la crónica urbana. No busca, entonces, la veracidad de los sucesos descritos, sino su impacto en el lector. Hay algo verosímil y convincente. También reproduce una tendencia por andar, explorar una espacialidad real, la ciudad, en este caso. El cronista urbano desea representar en su escritura la geografía y arquitectura de la urbe, así como sus historias particulares y generales: sus personajes y lugares insignia, sus leyendas y anécdotas curiosas. Pero ante todo el compromiso del cronista está con el pasado. Su propósito es fijar un testimonio, finalmente, aunque sea inmediato y, por lo tanto, efímero. Tal sería el caso de las columnas que se publican en los periódicos que, si se cuenta con algo de suerte y talento para narrar, luego se reunirán en libros. Esto último ocurre con Crónicas del siglo pasado. Ciudad Juárez, su vida y su gente (2013), de Raúl Flores Simental, una colección bastante amplia de textos (y años) cuyo hilo temático esencialmente es Ciudad Juárez.
Desde el subtítulo, se demuestra a Juaritos como una presencia viva y cambiante, contenedora de historias, espacios y personajes dignos de mención. El libro golpea con la nostalgia. Muchas crónicas inician con un “Hace años”, “Muchos años atrás” o “Los días anteriores”. El cronista escribe y recuerda. El pasado impregna cada uno de los textos, en un afán del autor por regresar a aquellos tiempos, aunque sea desde la imaginación. Otra técnica visible en las crónicas reunidas es la forma de destacar, entre un paisaje general, algo particular, literario incluso, que remite al poema en prosa de Baudelaire, propiamente urbano y moderno. El cronista observa un escenario donde los elementos conviven en una paz general hasta que uno de ellos realiza algo maravilloso o es en sí mismo extraordinario.
Por ejemplo, en la crónica “Sin corazón” se describe primero un panorama donde destacan las “viejas escuelas” de Ciudad Juárez, construidas de adobe y con altos muros. Sabemos que ya no se hacen así. Desde el inicio, Flores Simental nos introduce en un ambiente de antaño, de escenarios irrepetibles. Una vez inmersos, se destaca algo particular de aquellos edificios: un lugar amplio donde se reunían los maestros y alumnos para eventos especiales. No tenían un nombre general. Según el cronista, la sabiduría popular los denominó “salones de actos” y en ellos se realizaban también eventos públicos. Llegaron incluso a fungir como teatros, cines y sitio para graduaciones, entre otros sucesos espectaculares. Estaban situados en el centro de las escuelas, como corazón de piedra. El más espectacular de todos era el de la escuela Revolución Mexicana, ubicada en la legendaria colonia Chaveña. Fundada por Gustavo Talamantes e inaugurada el 17 de mayo de 1939 por Lázaro Cárdenas, cuyo busto destaca en el centro del lugar, de dicha primaria se cuenta que en su inauguración estuvieron grandes figuras chihuahuenses que participaron en el movimiento armado (y de ahí el nombre). También la gente rumora que por sus pasillos se escuchan los rechinidos de zapatos que corren y las risas de los niños de un Juárez espectral que ya no existe. Hoy los patios de las escuelas han prescindido y eliminado de los salones de actos. Se han quedado, afirma el escritor, sin corazón. En el caso de la escuela Revolución, su corazón se llenó de fantasmas.
Antonio Rubio
- Publicado en Escuela Revolución, La Chaveña, Vida cotidiana
Del tránsito el ruido
La década de 1880 fue por demás convulsa para nuestros suelos, tanto así que la villa se convirtió en ciudad. El elemento detonante, que en estos tiempos también funciona como un símbolo, pesaba toneladas y reducía jornadas. Un enorme armatoste hizo su entrada al Paso del Norte con algarabía y estruendo sobre el crujir de las vías. La antigua aduana, establecida en 1835 a un costado de la catedral y en donde ahora solo se conserva un busto de Benito Juárez, vio superada su capacidad administrativa con la llegada del ferrocarril. En septiembre de 1882 un convoy partió de aquí a la Ciudad de México, al tiempo que la compañía Santa Fe Railroad anunciaba su nueva ruta: de Chicago a Río Grande. Juaritos en medio y don Porfirio con tantas ansias. Bajo el mandato de Díaz se mandó construir un edificio que materializara la posición nuclear de la frontera y ejerciera la labor de registro y cómputo fiscal de mercancías y materia prima. De nuevo en septiembre (mes propicio para encomiar instituciones), pero de 1889, el coronel Miguel Ahumada, alter ego de don Porfirio, inauguró la nueva Aduana. Hubo planes para conectar los poblados fronterizas del lado mexicano, emulando la ruta de la Southern Pacific que corría de las costas de California a El Paso; sin embargo, Ciudad Juárez conservó su cualidad de mero puerto, mientras veía enriquecerse a sus primos paseños. La zona libre fue la reacción para que los capitales se invirtieran en el antiguo Paso del Norte.
En un panorama de prosperidad y competencia, la entrevista entre Porfirio Díaz y su homólogo gabacho, William Taft, en octubre de 1909, resultaba trascendente. El asunto no podía tener mejor escenario que la aduana, que fue remodelada muy al gusto afrancesado del oaxaqueño. El banquete se celebró con éxito, aunque los acuerdos lucen inciertos. Dos años después, en la banqueta del mismo inmueble (que serviría como presidencia provisional y luego como cuartel), Francisco I. Madero firmó los Tratados de Paz que cesaba la dictadura porfirista y hacía extensiva la lucha a lo largo del país. ¡Vaya paradoja arquitectónica! A la Ex Aduana le llamamos así porque dejó de operar en 1965. Como todo ladrillo encimado sobre otro en esta urbe, la construcción fue abandonada hasta que en 1983 se firmó un convenio para restaurarla y convertirla en centro cultural. Solo siete años pasaron para que el Museo Histórico de Ciudad Juárez abriera sus puertas. El actual MUREF fue reinaugurado en noviembre del 2010, con motivo del centenario de la Revolución. Hoy en día, la Ex Aduana es emblema del movimiento armado que vio caer a quien la mando construir.
Frente a los días festivos, los aniversarios y los prohombres de estampa y monografía, hay quien rescata la experiencia de la calle en torno a esos mismos monumentos que sirven de fondo al acontecer urbano. Tal es el caso del poema, de mediados del siglo pasado, que presento a continuación: “Bondad infinita”, de Lupercio Garza Ramos. El rescate de estos textos juarenses de inicios de la modernidad se lo debemos a la labor filológica del mejor crítico de la literatura local, José Manuel García García, quien apenas hace unos meses presentó una antología de la “primera época de producción literaria que abarca de finales del siglo XIX a principios del siglo XX”. Bajo una línea cronológica, el libro reúne a 18 escritores con obra publicada, distribuidos en dos grupos: oriundos y residentes (los que hicieron de Juárez su hogar), y visitantes de la frontera junto con los avencindados en El Paso. Lupercio Garza Ramos (1897-19??) pertenece al primer conjunto y, al igual que los literatos de aquella época, ejercía otra profesión distinta a la de las letras; “fue abogado y dio su tiempo libre a la creación de prosa y de poesía donde se exalta lo juarense”.
Dentro de los versos ocurre una alteración en el aparato perceptivo que vive todo transeúnte (en este caso la anciana) en el tráfico de la metrópoli. Ante el estremecimiento, la voz poética otorga una repercusión manifiesta: si el cruce concreto en una esquina aprisiona, entonces un primer plano, en el centro de Juárez, ensancha el espacio y retarda el movimiento al incluir a otra presencia, no solo la del invidente que auxilia sino la de cualquier lector o caminante que, en batalla y lid, haya sufrido para atravesar una avenida. El diseño urbano, al condenar a sus habitantes a la prisa, al anonimato y aislamiento, no deja otra salida que la imaginación poética. De ahí que no pueda entenderse a Juárez sin sus historias, como si esta ciudad fuera más palabra y símbolo que edificios, bares, semáforos y maquilas. Ante el gris visual y anímico con que se identifica a la urbe fronteriza, sus escritores responden con una fascinación que paradójicamente se traduce en amargura y fuga hacia tiempos mejores, siempre los de antaño. Sin embargo, el Juárez que retrata Garza Ramos no es un afuera, repleto de ruido y muchedumbre, sino el adentro que regula el tránsito vehicular con los latidos del peatón y una rima consonante. La reinvención de la ciudad en la escritura permite que la última estrofa ensaye un ejercicio de ciudadanía y convivencia, que bien valdría poner en práctica.
Carlos Urani Montiel
- Publicado en 16 de Septiembre, Aduana, Cruce, tren, Vida cotidiana
Pena de verse ausente
Juárez Whiskey, tercera novela del escritor juarense César Silva Márquez, avecindado en Veracruz, es, en mi opinión, su producto más logrado, el que más he disfrutado, quizá también el más intimista y estático, incluso aún más que ciertos poemas narrativos en donde existe mayor acción. Tiene su encanto seguir la pista de un autor activo que explora diferentes registros, como el género policial o el cuento de zombis, y que se atreve a publicar un poemario homónimo al póstumo de Neruda: Jardín de invierno (2018), que espero llegue pronto a mis manos. Juárez Whiskey, con dedicatoria a la escritora y académica Magali Velasco, apareció en abril de 2013 bajo el sello editorial Almadía de la ciudad de Oaxaca. Su protagonista, un ingeniero de mediana edad llamado Carlos, recorre Ciudad Juárez a través de una nostalgia recurrente que lo lleva a deambular en un espacio emocional cargado de recuerdos y anécdotas personales, pero también entre caminos y cruces cotidianos fáciles de reconocer: el puente libre de Córdoba-Las Américas (en donde inicia la narración), la avenida Reforma con edificios enrejados que dan mala espina, la nevería-librería Acapulco o la avenida Valentín Fuentes, antes llamada Juan Ruiz de Alarcón, que se inunda con las lluvias de julio (o las de la semana pasada). Así recuerda Carlos la zona en donde vivió durante sus primeros once años, ahí por el “Seguro nuevo”, que ya lleva en funciones casi medio siglo. Y el narrador indaga más en las introspecciones del personaje: “se preguntaba si los árboles seguirían ahí. En esta ciudad lo que crecía más rápido era el cemento”.
-Lee aquí la novela.
Ya sea por un dolor de muelas, equiparable al que experimenta una ciudad con la escalada de violencia, o por un reciente desamor, Carlos encuentra asideros en pequeños placeres, como el pollo rostizado o un interminable whiskey que presta el título a la novela. Justamente José Juan Aboytia, quien ha vivido “hasta ahora, en tres ciudades fronterizas: Tijuana, Mexicali y Ciudad Juárez”, –y da clases en la vida real en la UACJ–, le explica a Carlos una minucia sobre la escritura de la bebida. “En una letra de más, la e, va el proceso de los destilados”; uno es el whisky escocés; y otro, el bourbon, el whiskey, “no importa que sea de centeno, maíz o una mezcla de granos”. En “una vieja cantina sobre la 16 de septiembre, atendida por el señor Antonio Rojas, mejor conocido como don Tony” (El Recreo, ¿dónde más?), José Juan le da a probar a Carlos “un bourbon fuerte, rasposo y dulce. Es Juárez Whiskey, dijo”. ¿Alguien recuerda esas botellas? No hace mucho vi una en el Bazar de El Monu. El licor, junto con el Waterfill Whiskey “comenzaron a ser producidos en esta frontera allá por 1920. Luego, la prohibición de alcohol fue levantada en Estados Unidos y, con ella, la demanda de los dos bourbons decayó”. Incluso la leyenda negra de la ciudad guarda un amargo sabor a nostalgia.
El mismo Silva Márquez ha reconocido esta cualidad melancólica que recurre a la memoria para reconstruir una ciudad en constante cambio. Así lo expresa su personaje: “Los lugares se van modificando y uno se da cuenta de que te vas haciendo viejo cuando dices: Antes se llamaba así o antes en esta calle había tal restaurante. Y es posible ver el fantasma del edificio, aunque sólo sea uno quien lo ve y los otros te miren como si estuvieran contemplando una pared blanca y lisa. Así pasa con los verdaderos fantasmas”. En lo personal, llevo poco tiempo viendo en Juárez como para notar la mudanza en su fisonomía, aunque sé que cambia. Lo que es cierto, y lo confieso, es que evito a cualquier precio (incluso el de tener una parte de mi biblioteca extraviada) visitar el antiguo departamento de mis padres, en el Estado de México… ¡ahí espantan! Concluyo reafirmando el peso de la nostalgia como eje de la composición y lectura de Juárez Whiskey. En un viejo diccionario de hace dos siglos hallé una definición muy a cuento: “Dolencia ocasionada por la pena de verse ausente de la patria, o de los deudos y amigos. En algunas provincias [quizá en Xalapa] la llaman mal de la tierra”.
Carlos Urani Montiel
Ciudad Juárez desde el búnker
En el pabellón de las dieciséis cuerdas es el primer libro de Josué Sánchez, escritor de Córdoba, Veracruz, publicado por el Fondo Editorial Tierra Adentro, y ganador del premio Nacional de Cuento Joven Comala 2014. El boxeo, Street Fighter II, Metal Slug, David Bowie, sin mencionar muchas más referencias de la cultura pop, sirven de trasfondo a los cuentos y nos remiten al contacto y convivio entre lo extranjero y lo nacional. En el caso de “No se trata del hambre II”, la historia trata de un personaje cuyo nombre no sabemos y que parece estar infectado por una extraña enfermedad. Él menciona los antecedentes de un virus que surgió en Ciudad Juárez; también habla de su esposa y su primo, y de todas las historias que salieron a flote solo cuando el virus lo afectó (su hijo, su boda, los videojuegos, las peleas, etcétera). La figura literaria del zombi se aborda de una manera en la que ser infectado no significa necesariamente la muerte cerebral, así que mientras nuestro protagonista espera ver qué van a hacer con él, recuerda todo lo que pasó en su vida. Al filo de la muerte tiene visiones, como memorias que se coagulan hasta que el virus se aferra a sus neuronas… espera un certero disparo, pero los suyos ofrecen un giro inesperado.
En este cuento, Josué Sánchez construye una imagen espacial muy tenue, puesto que hay pocas menciones de Juárez y zonas aledañas: los búnkeres en Samalayuca, Santa Teresa y Palomas. Las imágenes sensoriales que genera el texto surgen cuando el lector medita sobre las respuesta colectiva ante un apocalipsis zombi. De esta forma, imaginamos la frontera llena de gente putrefacta, que obliga a los sobrevivientes a ver su realidad y en lo que se convertirán. Esta historia nos deja en la boca un sabor agrio y amargo, pues el cuento solo habla de lo que le acontece a un solo personaje, no de un posible futuro o una esperanza de cura. Puede que en cualquier momento Xalapa desaparezca como lo hizo el puerto de Veracruz y muchas otras ciudades. Aunque quizá lo que parezca ser una pandemia, no es más que una descripción disfrazada de un Juárez que está repleto de gente que vive a expensas de los demás, y que no puede salir de la monotonía cotidiana para darse cuenta de lo podría beneficiar a la ciudad y, por lo tanto, a sus habitantes. También se puede especular que los infectados son, de hecho, la gente curada, aliviada de la humanidad que los subyugaba bajo los vicios propios de una sociedad industrializada.
Tras haber leído “No se trata del hambre II” (¿y el I?) uno puede imaginarse a Samalayuca como el último bastión. Estas dunas, actualmente, son un espacio de recreación donde la gente puede divertirse y apreciar el ecosistema del desierto. Muchos ven a los médanos, cercanos al pueblo homónimo, como a la zona natural más próxima para apreciar la naturaleza. Tras leer el cuento del narrador veracruzano, imagino a zombis en cuatrimoto, deslizándose en la arena, riendo, comiendo, aparentando que nada pasó en una ciudad deshecha, pues o son apáticos a ella o saben que ya nada se puede hacer. La imagen literaria de Samalayuca como punto infranqueable de retención refuerza la idea de Juárez como un laboratorio que experimenta toda clase de calamidades listas para exportar. El narrador del texto lo confirma: “por los videos de YouTube nos enteramos de que Ciudad Juárez fue la primera zona infectada: paredones de fuego devorando edificios y casas; gente con la mirada rabiosa en las calles.”
Oscar Daniel Hernández Acosta
- Publicado en Ciudad, Desierto, Samalayuca, Vida cotidiana
Juaritos commuters
El prefijo trans sirve a la perfección para estudiar el “a través” de todo lo que cruza en ida y vuelta la frontera, de tal forma que la integración regional puede ser alcanzada por medio de individuos pasaporteados que literalmente viven en ambos países, sosteniendo, de pasada en pasada, su economía. Los fenómenos transfronterizos (cross-border, también llamados) contemplan la continua interacción de actores e instituciones en torno a dos o más núcleos de asentamientos colindantes a un límite internacional. La mirada bifronteriza desacredita toda visión que respete las jurisdicciones, que omita la porosidad entre municipios y condados, y que intente dar cuenta de una problemática desde su propio lado de la frontera, sin atravesarla. La franja ampliada atiende características y procesos particulares en contextos en donde la interrelación trasnacional, la diplomacia y la negociación reducen su escala de análisis, para hacer de la materia civil su objeto de estudio.
No obstante, la asimetría de poder también es una variable que refleja las diferencias entre dos sistemas económicos. La legibilidad de los contrastes sienta las bases para que una región transfronteriza supere obstáculos ideológicos convencionales: “invasión subrepticia”, “reconquista silenciosa” o “bomba demográfica”. La eventual correlación de las fuerzas de mercado genera una dinámica trans, que a nivel de migración y economía induce evoluciones, solidaridades y convergencias tales, que se crea un espacio de transición entre ambos o, mejor dicho, sobre ambos lados de la frontera. El movimiento pendular de los commuters (gente que duerme en una ciudad distinta de donde trabaja o estudia) resulta un caso ejemplar.
El esfuerzo cruzado promueve cambio y riqueza sobre una extensión territorial que fertiliza una identidad cultural heterogénea. El escritor juarense Alejandro Páez Varela así entiende la región Chihuahua-Texas: un todo orgánico con la disposición y vigor de ser núcleo, eje y nodo central para el negocio, el cruce y reingreso de poblaciones, el juego lingüístico, las compañías hermanas, el interés académico, la división de clases y el establecimiento de conflictos culturales. La novela Oriundo Laredo (2016) recrea este escenario por el que circulan habitantes y trabajadores temporales, migran tenacidades y una que otra tragedia, así como un cúmulo de historias interconectadas por el arraigo a la tierra desde antes que fuera frontera. Las continuas referencias al Camino Real de Tierra Adentro, al Ferrocarril Central Mexicano y a la Revolución patentan la tradición del cruce de una zona permeable durante más de cinco siglos.
Anteriormente, en su trilogía Los libros del desencanto, Páez Varela ya había prefigurado la dinámica del mismo espacio. Liborio Labrada, protagonista de El reino de las moscas (2012), experimenta en el cuerpo de su pareja, Ana, este territorio: “Le desabroché la camisa y me dejó ver, desde la montaña Franklin, que el valle de Nuevo México es el mismo que el de Chihuahua, hasta Palomas y Columbus; que se funden, que tienen las mismas nubes, las mismas depresiones a las que sólo pega el sol de mediodía”. Curiosamente, en Corazón de Kaláshnikov (2009), que inicia la trilogía, el narrador dejó fuera un pequeño texto sobre otra experiencia orgánica: la de comer. Para el 2014, una vez publicadas las tres novelas, Alfaguara reedita la primera y compila al final, con título propio, cuatro pasajes inéditos. Una nota a pie aclara que “Scrap es un término muy común en la maquiladora; se refiere a desechos industriales. Así decidió el autor llamar a los siguientes textos, piezas aisladas que se quedaron –por decisión suya– fuera de la primera edición de Corazón de Kaláshnikov”.
Entiendo a la perfección por qué Páez Varela desechó estos cuatro fragmentos en la versión original. No añaden nada a la trama central, ni abonan para la construcción de los protagonistas. “Así era en esos años” quizá tenga mayor valor debido a las noticias sobre los orígenes de El Sheik. Además, afirmar que “Juárez es una ciudad de desechos. Desechos se viste, desechos se come: se es un desecho”, seguro podría alejar simpatías y desviar la imagen que delinea sobre su ciudad natal. Así que una vez leída la trilogía y con el prefijo trans a cuento, bien vale la pena leer “Colitas de pavo”, primer texto añadido que rememora los orígenes y la receta de este peculiar lonche (aún me cuesta no decirle torta), a finales de los 70 “En la esquina de Ramón Corona y Galeana, en el centro de la ciudad”. Las “colas del cócono en la salmuera que sobra de las latas de los chiles curtidos” ejemplifican a la perfección una dinámica transfronteriza que hace de los entresijos (a peni o a daime la libra) un manjar en tierras juarenses. Lo mismo ocurre con los neumáticos que cimientan casas en los barrancos, la ropa de las segundas, los “cerrajeros”, “enmendadores profesionales de la chatarra”, o con los pasajes inéditos de una injustificada segunda edición.
Carlos Urani Montiel
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