Julio Cortázar, casi esquina con la Mejía
El Mago Septién afirmaba que “el boxeo es toda la vida retacada en apenas tres minutos”. Una nota en La Jornada de julio del 2009, uno de los años más violentos en Juárez, daba noticia de que el campeón mundial de boxeo, el Mantequilla Nápoles, residía en esta frontera y que tenía un gimnasio en la calle Ignacio Mejía, en donde ahí y en los alrededores empezaban a escasear los jóvenes. En esa misma entrevista el púgil comentaba con dejo de nostalgia: “Yo ya no existo… Yo ya no soy nadie”. Ese reportaje se convirtió en hallazgo ante los ojos del director y dramaturgo Jorge A. Vargas, quien fue armando un proyecto colectivo para que su compañía de teatro, Línea de Sombra, vinera a la ciudad a documentar el destino y el estado del atleta cubano, desde la perspectiva del hombre que era en ese entonces porque sólo desde el ahora es posible construir la historia. Esa búsqueda encaminada hacia un viejo boxeador dio un viraje y se dirigió, de forma introspectiva, hacia cada uno de los actores, quienes hicieron una residencia en Juárez.
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Baños Roma from Teatro Linea de Sombra on Vimeo.
El Mantequilla Nápoles llegó a la capital mexicana a sus 21 años y se hospedó cerca de Salto del Agua en un antiguo Hotel, el Virreyes. Hay críticos deportivos que rankean a la “pantera negra” entre los 10 mejores de toda la historia. Para sus vecinos de la Costa Rica, él es el número uno. Tras vapulear a Curtis Coke en junio de 1969, y obtener el título mundial en peso welter, el presidente Gustavo Díaz Ordaz lo felicitó y le dijo que pidiera lo que quisiera. Y el Mantequilla obtuvo su mayor anhelo: la nacionalidad mexicana, con lo se ganó la fama y el aprecio popular mucho más allá del ring. Incluso grabó La venganza de la Llorona, junto a El enmascarado de plata. El boxeador vino a Ciudad Juárez invitado por el Canal 44 para entrenar a la Cobra Soto, un peleador local, y decidió quedarse. Le gusta tomarse fotos y fumar puros con todo y el celofán (según los actores).
Hace más de 40 años, en 1974, el cubano enfrentó al argentino Carlos Monzón en París. A ese encuentro, en donde el Mantequilla Nápoles perdió el desafío por el campeonato mundial de pesos medios, asistieron famosas figuras, amantes del boxeo, como los actores Alain Delon (quien además montó el espectáculo en su calidad de promotor) y la despampanante Brigitte Bardot. Pero hubo otro espectador al filo de su butaca, un escritor compatriota del vencedor, Julio Cortazar, quien nos relata la pelea en “La noche de Mantequilla” (publicado en Alguien que anda por ahí, libro prohibido durante la dictadura argentina hacia finales de los 70’s). El cuento, alabado por Gabriel García Márquez, utiliza las gradas como un punto seguro para que dos mafiosos argentinos intercambien un maletín lleno de dinero sin llamar la atención. Uno de ellos, Estévez, no puede evitar ver la pelea y entusiasmarse por la victoria de Monzón. Pero el otro, extrañamente, le iba al Mantequilla. Algo andaba mal. La operación falló. Estévez entregó el dinero a un policía encubierto y tendrá que pagar. Un ajuste de cuentas… Julio Cortázar… París… Ciudad Juárez… Baños Roma… el excampeón.
El proyecto teatral de Línea de Sombra consistió en documentarse, en intercambiar palabras alrededor de las calles del gimnasio, remodelar el inmueble, entrevistarse con los allegados del entrenador (como con su esposa, Berta) y acercarse a la experiencia del mundo del boxeo. Para los promotores del deporte, el que usa los guantes es solo la masa corporal y de ahí la importancia a la ceremonia del pesaje. Todo su gramaje se vuelve patente al acercarse violento a la lona. En este “espectáculo del desplome” la carrera (o más bien, la caída) del boxeador inicia desde el primer round y hasta su retiro, siempre pegado contra las cuerdas. Como si la vida fuera, opina mi amigo Marlon Martínez, “un constante pleito contra un contrincante del que se conoce apenas su peso pero no sus fortalezas ni debilidades y mucho menos la sospecha de una dimensión humana detrás”.
El espectáculo multimedia de Jorge A. Vargas también escenifica la experiencia de la compañía durante su residencia en Juárez: noches de bares por la Guerrero y la Juárez, experiencias personales y uno que otro incidente con la policía. El montaje reflexiona sobre el fenómeno ocurrido en la Mariscal: su derrumbe sin rehabilitación, un proyecto urbano trazado, como lo hace una actriz, con las patas. Con la pérdida del espacio público, con las banquetas desoladas, varias cantinas fueron cerrando y la música fue paulatinamente perdiendo su volumen. Los habitantes se guardaban el saludo, evitaban las calles y trasladaron la fiesta a sus casas, de lleno hacia lo privado, “pero en el espacio íntimo floreció el canto”. Prueba de ello es el karaoke, tan de moda en este norte, como también lo es el teatro que no ha bajado la guardia ni el telón. El mejor testigo fue el montaje de Baños Roma que aplaudí en el Teatro experimental Octavio Trías en el 2013. Hay un sinfín de contrafuerzas, como la de quienes en esta esquina hacen su propia lucha.
Urani Montiel
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Del Güero Mustang y otros rostros juarenses
La construcción de la identidad regional implica, entre otras cosas, la cimentación de una historia y una memoria que confieran cierta estabilidad a la autodefinición de aquello que son y comparten. Para lograrlo, existen varias estrategias (según Jöel Candau); la que aquí nos interesa es la literatura y en este caso, las composiciones musicales. Julio Cortázar aseguraba en uno de sus ensayos que los escritores leídos más apasionadamente son aquellos que se empeñan en “hacer frente a la cuestión de la identidad cultural de sus pueblos y contribuir con las armas de la invención y la imaginación a volverla cada vez más honda y más completa.” Hace poco tiempo me topé con uno de esos autores que te obligan a reconocerte como miembro de una comunidad: Alejandro García, alias El Alejandro Chaveñero.
La primera vez que escuché una canción de El Alejandro fue en el montaje de la obra Lights de Pilo Galindo. “El chaveñero” remite inmediatamente a una de las colonias más conocidas de Juárez, además de destacar otros espacios y elementos característicos de la región: “Puro Juaritos chaveñero, / como burritos, soy caguamero.” Aquí, el cantautor no se inclina por el lado negativo o positivo de la ciudad sino que al hablar desde su experiencia ambos aspectos se encuentran presentes: “En este Juárez ingrato, / se le arranca a cualesquiera, / el que no muere en el río / lo matan en la Pedrera. / Pero si llegas tranquilo / no te asustes soy tu hermano.” La imagen de la vida cotidiana en la frontera trae consigo aventuras, emociones y situaciones de toda índole. El Alejandro nos presenta su perspectiva, quizá desde su propia historia personal; no niega que Juárez sea un lugar peligroso, ingrato; sin embargo, para él (igual que para muchos de nosotros) en la ciudad persiste –sobre todo en los barrios más antiguos– un sentimiento de hermandad, de comunidad, a veces sostenido solo por la nostalgia de lo que un día fue: “Ese es mi Juárez viejito / y ahí no bajan bandera.”
Ahora bien, un aspecto imprescindible de sus composiciones es que representan certeramente una de esas estrategias utilizadas como resguardo de la memoria colectiva, a partir de una apropiación (tanto del espacio, tiempo y personajes característicos de la urbe) individual. La temática del recuerdo y el olvido están presentantes en cada una de ellas. No por nada su cuñado, Ricardo Vigueras, lo califica como uno de aquellos guardianes de “la leche de la creación que es siempre recreación”; es decir, un poeta que crea a parir de la tradición pero también de su experiencia vital. El “Blues del Güero Mustang” lo ejemplifica bien. Le canta a un personaje icónico, a una leyenda de Juárez, que si bien muchos de nosotros no tuvimos la oportunidad de verlo deambular con su volante por las calles, al menos conocemos a alguien que sí la tuvo. La canción gira en torno a la nostalgia de estos últimos sobre la pérdida de ciertos espacios y personas: “Regreso a la esquina / de la Primavera, / ya no hay Güero Mustang, / ya no hay Club Palacios”. El autor sabe que lo único que queda son los recuerdos y la manera para evitar que se desvanezcan es plasmándolos en sus letras; así, aunque ya no haya Güero Mustang, este permanece en nuestra memoria: “Sigue el vagabundo / por el universo / repartiendo sueños / en su Mustang azul”.
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Hay que aceptar, por otro lado, que en bastantes ocasiones preferiríamos que algunos recuerdos se desvanecieran (olvidar al padre mentiroso, los malos amores o todas esas muertes que han asediado a la ciudad por muchos años). Sin embargo, este tipo de situaciones forman parte de nuestra existencia y entorno; por lo tanto, desecharlas o evadirlas sería como negar una porción de nuestra identidad, además, como lo señala el mismo Ale, pase lo que pase, aunque aseguremos el olvido, “las penas retoñan / y los recuerdos me enferman.” ¿La solución?: “Mis penas chaveñeras / yo las curo con unos fumes / y un buen pomito de ron” o crear un Colectivo Orgasmo como se lo propusó Arminé Arjona al escribir “La rola del orgasmo”.
Alejandro García compone a partir de su experiencia en esta ciudad pero también recrea y participa en obras de otros artistas juarenses. Por ejemplo, interpreta la canción “Moriré en el río” del conocido Beto Lozano, acompañado del saxofón de Fortunato Pérez, dándole un enfoque en torno a todas las muertes ocurridas violentamente en Juárez y a nuestro deber de no olvidarlas (el video ayuda mucho para esto): “A ti no te lloraré / porque en mí has vivido, / y aunque no estés en el mundo / lo nuestro sigue en el río”.
En lo personal, las composiciones e interpretaciones de este autor, las cuales te llevan de la mano hacia otros personajes importantes de Juárez –pasados y presentes– como Beto Lozano, Fortunato Pérez, Pilo Galindo, Arminé Arjona, el Güero Mustang y las incontables anécdotas provocadas por este “viejo, güero, loco”, me han ayudado a reconstruir e identificar parte de toda esa historia, memoria, espacios, ambientes, sentimientos y personas que constituyen un elemento imprescindible para la identidad juarense. Ahora sé bien quién es el “güero del volante”.
Amalia Rodríguez
- Publicado en Ciudad, La Chaveña, música, Vida cotidiana
Un microcosmos llamado Juárez
Road To Ciudad Juárez. Crónicas y relatos de la frontera es una obra compilada, a cargo de Antonio Moreno, que apareció en la escena de las letras en 2014. Se trata de una serie de crónicas y relatos, como bien anuncia el título, desde dos perspectivas o coordenadas distintas: una exterior y otra interior; es decir, desde el extranjero y la ciudad misma. En esta ocasión, tomaré únicamente en cuenta el relato que presenta Blas García Flores, oriundo de la ciudad, titulado “La ciudad chicle y sus héroes menores”. En él, el autor abre el panorama con un diálogo de Roberto Villalobos, quien afirmaba, al caminar “por la banqueta de la López Mateos” que la ciudad bien podría ser la capital del chicle.
Después, continúa el relato con una introducción: “Ciudad Juárez 1982: Los tres de la Plaza de Armas”, donde Blas García nos presenta a “tres héroes menores apabullados por la miseria, las minusvalías corporales y una aparente locura”: Duraflex, El Guanayudita y un pintor mutilado. Estos personajes se desprenden de la realidad del autor al haber recorrido el trayecto por la calle Hidalgo hacia la escuela Jesús Urueta durante su infancia; por lo tanto, no son una construcción ficticia de una trama, más bien son una memoria latente del que toma la pluma. Cada uno son hombres con una característica principal: la desgracia. Duraflex es un mendigo funámbulo sinrazón. Guanayudita, un limosnero devoto de la Iglesia y de los gringos, además carente de los extremos de los pies. Y, por último, un paisajista mutilado especializado en acuarela.
La memoria hecha relato se presta para llevar a cabo una construcción del espacio geográfico, de la ciudad del autor, y del cual se desprende un producto literario, ya que la narración está llena de referencias a lugares de antaño y personas que alguna vez estuvieron presentes, mezclada con los recuerdos de una de las etapas más significativas de cualquier ser humano, es decir, la niñez. Es durante el trayecto recorrido del niño/escritor que observa e interioriza referentes como: mercados, la Misión y la Catedral, monumentos, la Plaza y cines. Estos últimos han sufrido bastante: el Reforma se hizo mercado; el Coliseo cambió de nombre y de programación; o simplemente se derrumbaron o abandonaron como el Premier, el Plaza y el Victoria. Suerte similar corren algunos personajes citadinos que suelen llamar la atención de los transeúntes para ser socorridos, cuando no despreciados. Posteriormente, en el texto, los espacios se exteriorizan en un ejercicio literario donde el referente urbano del autor nos permite conocer, además de reflexionar sobre un sector específico de Ciudad Juárez, el Centro, a principios de la década de los 80’s del siglo XX.
El espacio expresado por el autor me lleva a creer que trata de una literatura comprometida con la otra sociedad juarense. Con aquellos que no están llamados a cumplir una obligación con los dioses pero tampoco con los hombres. Blas García de alguna forma los revindica y les da la posición de héroes menores y ya no de marginados. No son un Hércules o Eneas, pero bien vale la pena observarlos, describirlos; en el fondo caracterizan pensamientos y sentimientos de todo transeúnte: un anhelo por encontrar la suerte, un desprecio hacia las personas y la satisfacción de continuar a pesar de las limitantes.
Cynthia Lara Avendaño
- Publicado en Centro, Ciudad, Vida cotidiana
De amores, sabores y tolvaneras
En “Los Amores Fingidos”, relato que forma parte de Tordos sobre lilas (2009) de Magali Velasco, aparece (nuevamente) una escena familiar ligada a la tienda y al espacio del barrio. Una familia grande emigra, como muchas otras, de Mazatlán a Ciudad Juárez para instalar como espacio principal, por encima de la casa, un negocio de carnitas. El hijo al frente cree en la tradición y lo defiende de sus gigantes competidores: “todos compran pan en Walmart o en Smart, pero las carnitas, las buenas, pocos saben hacerlas, igual que pasa con las tripitas”. Los Amores Fingidos es el nombre de este negocio ubicado entre la Júpiter y Saturno. Junto a él se encuentra la burrería El Veneno II; El Veneno I, en la avenida de las Torres, por muchos años estuvo a cargo de Rolando Castillo Suárez, alias El Veneno, quien se hizo experto mientras cocinaba en la cárcel: “nadie hacía el chile pasado como él, ni el asado de puerco. Sus rajas con queso eran únicas, por eso, cuando cumplió condena, afuera de la casa de sus suegros, comenzó a vender burritos con tanto éxito que compró la vivienda”.
Los sabores caseros, cotidianos, no pasan desapercibidos en este relato de Velasco, pues tanto los burritos como las carnitas son fundamentales en el hacer diario de los juarenses desde muy temprana hora, de camino a su trabajo o en la pausa en mitad de la mañana y, asimismo, es atractivo para los foráneos que pueden ya reconocer como único su olor. Toda la familia Álvarez colabora y se prepara desde las cinco de la mañana, con la lista de compras, trámites de Hacienda, las salsas y los guisos. Todo ello va creando un ambiente que es imaginario del centro activo y de los barrios más o menos concurridos en Juárez.
Es otra insignia de la ciudad el viento que sopla recio en la primavera. Aguantan los personajes, como don Genaro en la tienda, “a lo macho”, y en esa atmósfera turbia ven transcurrir los días familiares, incluso los domingos con un nuevo itinerario dedicado a realizar visitas a Efraín, hijo mayor del hermano vendedor de carnitas, quien cumple un año de condena en la cárcel. Rosina protagoniza las siguientes páginas del relato, pues echa de menos a su primo, con quien experimentó en casa sus primeras sensaciones eróticas. La niña lo visita en la prisión cada domingo hasta que un día, al final del relato, desaparece luego de que un grupo de presos, “cholos”, advierten a Efraín que la próxima vez tendrá que compartirles a su prima. Nada más se dice. La misma tarde cae una tormenta en Juárez y la familia se queda esperándola, observando ya desde la calma la corriente del canal que se ha llenado casi hasta desbordarse con el agua de la lluvia: “Al atardecer volvió a llover con la violencia con que en Ciudad Juárez ocurre todo: el viento, el sol, el frío. La casa se mantuvo seca, Los Amores Fingidos sobrevivió con los sacos de arena, las flores de «amor de un rato» terminaron de desprenderse, los abuelos marcaban a un celular, y la voz de Rosina, la niña, les pedía que dejaran un mensaje”.
Reconozco que esta lectura es caprichosa. Puede ser porque se enfoca no en los “tordos” que sobrevuelan la ciudad amenazando los cielos plácidos de los personajes de Juárez, sino “sobre las lilas” que parecen imperturbables por debajo del peligro, sobre los amores “fingidos” o “de un rato”, amores que, en fin, antes y después de la tormenta, antes y después de la tragedia siguen siendo las raíces más arraigadas en el fértil suelo juarense.
Edith Mora Ordóñez
- Publicado en polvo, Vida cotidiana
Re-significación del espacio urbano: ires y venires de la Mariscal
¿Qué significa andar por Ciudad Juárez? ¿Cómo se ve y se vive la ciudad? Uno de los cometidos principales de nuestro blog es que cada autor se ocupe, sí, de los espacios de ficción y sus equivalentes reales pero también de su experiencia al recorrerlos. Juaritos Literario incluye, entonces, a distintos actores de acuerdo a la apropiación y arraigo sobre el ambiente citadino que pretendemos promover: autores que plasmaron en un texto literario sus vivencias y memorias respecto a un lugar determinado; lectores –en sí cualquier ciudadano– que se acercan a estas lecturas y a partir de ellas, así como de sus propios recuerdos y experiencias, redefinen su imagen de la ciudad; y, por último, los blogueros, quienes asumimos la responsabilidad de resaltar la relación entre el aspecto literario y el urbanístico, sin olvidar que también formamos parte del mismo hábitat. De esta manera iremos abonando respuestas a las preguntas iniciales.
Ahora bien, ante la pregunta, ¿qué hacer –en el caso concreto de nuestro proyecto– con los lugares que ya no existen pero que perviven en el imaginario colectivo a través de distintas narraciones e historias sobre ellos?, la respuesta la encuentro un tanto sencilla y, por lo mismo, quizá incompleta. Los mismos textos literarios nos dicen cómo eran estos espacios antes, cómo eran vistos, configurados y representados por aquellos que los habitaron (en ocasiones también ayuda la memoria fotográfica). Callejón Sucre (para Rosario Sanmiguel), por ejemplo, el bar Panamá (Paraguay en Páez Varela), el Virginia’s (según Enrique Cortazar) o la antigua calle Ignacio Mariscal tuvieron un significado para quienes los vivieron o transitaron cuando existían. Los autores que los plasmaron en sus obras dan cuenta de lo anterior. Pero ¿qué significan actualmente para una como lectora y caminante de esas calles que han cambiado o desaparecido?
El auge de las avenidas Ignacio Mariscal y Benito Juárez surgió durante la época del prohibicionismo en Estados Unidos: la conocida “leyenda negra” de las ciudades fronterizas. Sin embargo, los bares, cantinas, casas de juego y prostitución localizados en las calles mencionadas comenzaron a decaer con el crecimiento y constante policentralización de la ciudad, es decir, con el inicio del PRONAF y posteriormente del PIF. La solución que las autoridades encontraron para remedira esto fue un programa de revitalización del centro histórico que comprendía la compra y demolición de cuadras enteras de dicha zona. Hace varios meses, cuando aún no comenzaba la construcción de la Gran Plaza Juan Gabriel, pero sí se había derrumbado todo lo que había en la Mariscal, califiqué al Plan Maestro de Desarrollo Urbano del Centro Histórico de Ciudad Juárez (2014) como un intento fallido por borrar una realidad patente, que solo había hecho de esa calle representativa de nuestro entorno un lugar mucho más solitario y peligroso, simples terrenos vacíos. Al día de hoy –lo descubrí con agrado hace pocas semanas– la visión cambió.
La reconfiguración de este espacio urbano (llamado Reserva Mariscal) tiene, como todo, sus aspectos negativos y positivos. Graciela Manjarrez y Jaime Bailleres en “Caminar y ver la ciudad”, por ejemplo, afirman que proyectos así, “de intenciones pragmáticas y coyunturales, con intereses comerciales o de mayor rentabilidad económica, modifican tradiciones añejas sin advertir o respetar la apropiación que le dan los lugareños”. La Mariscal actual ya no es la Mariscal; las dinámicas que se daban y surgían ahí cambiaron o se desplazaron a otro lugar. Con la destrucción de todo lo que la conformaba se ha perdido parte de la memoria colectiva y del patrimonio que significaba dicho espacio. Aunque solo fue una parte, ya que la otra queda en las historias, narraciones, poemas, leyendas que puedan contarse sobre esta calle. Sin embargo, creo que para lograr re-imaginar todo lo anterior es necesario, o al menos preferible, transitar por los lugares que ya no son pero que dejaron su huella de alguna manera. “Ver y leer la ciudad como una práctica de visualidad, es una alternativa de expansión del conocimiento para comprender lo que los originarios de un lugar han dejado de observar” (Manjarrez y Bailleres) o les han quitado. Así, la literatura ayuda a comprender el ser, actuar y estar en la ciudad y, al mismo tiempo, le da nuevo sentido a los pasos de la transeúnte. Ahora, cada vez que camino junto a los recientes murales pintados frente a la plaza Juan Gabriel, trato de imaginar en dónde estaba el Callejón Sucre; o cómo funcionaban esos establecimientos en los que cualquier cosa podía pasar y que hasta la fecha siguen siendo una especie de tabú.
Una de las huellas es el poema de Adriana Martell titulado “De la Mariscal y sus tardes” (2004). En él aún se habla de una “ciudad de locos”, “de ciegos que mascan alcohol en la taberna”, de los “frailes” y “cuerpos heroicos” que visitaban el emblemático paraje. Sin embargo, aquí también se remite a un tiempo anterior, a una añoranza: “una flor de sol que se desliza de sueños / en el momento breve en que su forma de curvas recuerda al pasado / porque de esa calle la ciudad se alimenta de oro”.
¿Qué depara el paisaje a la vuelta de la esquina o página? El espacio citadino cambia constantemente; la construcción simbólica y apropiación que se haga de él “se da desde lógicas de interacción, representación, narrativas y prácticas de los individuos” (Salazar Gutiérrez). Por ello es importante no olvidar cómo se vio, vivió y representó la ciudad pero siempre pensando en lo que significa actualmente para nosotros habitar Ciudad Juárez.
Nota final. Ignacio Mariscal fue un periodista, hombre de política, escritor y poeta nacido en Oaxaca el año de 1829. Participó en el gobierno de Benito Juárez y Porfirio Díaz. En 1882 ocupó la silla No. XVI de la Academia Mexicana de la Lengua. Entre sus escritos literarios se encuentra Poesías (1911), obra póstuma que reúne tantos su lírica como traducciones de otros poetas. Entre estas últimas destaco unos versos de “Godiva”, de Alfred Tennyson: “Que nadie, hasta después del mediodía, / a estar en sitio público se atreva, / ni a verla cuando pase, y que en las casas / se ha de quedar la población entera / en tanto que ella cruce por la calle, / cerradas las ventanas y las puertas”.
Amalia Rodríguez
- Publicado en La Mariscal, Vida cotidiana
De Mónica o el Revólver: López Landó y la Ciudad
La limitada pero bien estructurada obra de Jorge López Landó (Ciudad Juárez, 1973) incluye tanto narrativa a dos voces, como poesía que explora aspectos recurrentes en la vida de su yo lírico: las mujeres, la memoria y la ciudad. Periodista, narrador, redactor, tuitero, “Beatnik por ósmosis y licántropo por contagio”, acérrimo fanático de la Sci-Fi y de la ópera magna de George Lucas, Jorge López Landó es una de las voces frescas en la poesía juarense contemporánea. Entre sus publicaciones tenemos libros de poemas con un hilo de nomenclatura particular, el nombre de su amada: De Mónica o el revólver, Mónica odia el bossa nova (pero los fines de semana baila swing) y Mónica abre el rompecabezas de fuego (y descubre que aún hay jazz).
Su rango poético en estos libros mantiene tres ejes permanentes: la presencia femenina, la memoria y el espacio urbano en donde se desenvuelven todas las manifestaciones anteriores. Reivindicado como beatnik, la pluma de López Landó no es nada barroca, ni exhaustiva; su obra mantiene más bien la simplicidad y rebeldía de hacer de lo sencillo un acto poético. En De Mónica o el revólver (2011), por ejemplo, elabora un pastiche del poema “Walking around” de Neruda:
Allí entonces la cotidianeidad de un transeúnte fronterizo se hila en la voz poética de un migrante; esa situación de incertidumbre ante el cruce, ese eterno retorno de quien se da un baño de congestión territorial. El fondo denunciante que acaso se puede percibir inofensivo, carga consigo una alta dosis de crítica a una problemática inherente en las fronteras norteñas. El poema “Calle” del mismo libro, desciende a un grado no con la generalidad de la ciudad entera, sino solo de una parte, la calle, escenario natural citadino donde puede comenzar la decadencia o la opulencia: “¿Qué es esto si no un poco de miseria / por la cual pasar sin ser reconocido? / Basta saberse ignorado por todos / para sufrir el tiempo de espera por una puta, / por una cerveza o un camión. / Calle, reino de tiempos y olvidos, tómame una vez más”.
En la poesía de López Landó se mantiene una dinámica de reflexión, un forcejeo natural con el entorno, así como el proceso de engullimiento ante la decadencia urbana.
Paroxismos del lenguaje
Además de las asumidas referencias a la tradición beat, su verso también se difumina entre la pirotecnia lingüística de la tradición chicana. En “Reflexión de un cigarrero puchador” encontramos esa habla que caracterizó a los pachucos de otras décadas y cuya estela irradia menor brillo en la charla de hoy en día: “Vivan los tacos en la border cruzando el puente de la Juárez / donde las leidis güeritas le ponen con los mexican curios sin rajarse / nomás por mera curiosidá al estar bien pedas y aflojar un cacho de ass. / Esos tacos con harta salsa después de andar lukin for a gringa loca / pa’ ver si se arman los piquetes o ya de perdis un lenguazo”.
Aquí encontramos otros elementos significativos de la cosmovisión urbana y de la leyenda negra en la frontera: línea – güeritas – mexican curios – tacos – sexo. La secuencia semántica ayuda a determinar una crítica sistémica a la decadencia urbana. En distinta estrofa aparecen otros personajes:
En el poema “Downtown Juárez weekend motel” se aprecia una sensibilidad a la cotidianeidad urbana, a ese manto cataclísmico que representa la noche fronteriza: el intercambio de calores, el consumo de alcohol, el cuerpo como recinto de contrastes, lo inevitable, lo necesario.
Al final, la línea, el centro de la ciudad, la decadencia y la necesidad de viajar se revuelven en una misma repetición, en un hastío constante donde sólo esos lapsus de desenfreno estimulan el escape lento de la frustración, de la impotencia, del desasosiego. La ciudad en la pluma de López Landó es un entorno más allá del bien y el mal, un escenario ambivalente, contrastante, un espacio que necesita ser reflexionado a través de sus microentornos con memoria, como el construido “En el puente”: “Paso sin ver, / juro a medias / con dedos cruzados / tras la espalda. / Llego, es mi turno. / ¿Qué traes? Nada. / ¿Adónde vas? De “chopin”. / ¿De quién es el carro? Mío. / Bájate y abre el cofre, / ahora la cajuela. / Sí señor, / no señor. / Sí, señor. / Pásale. / Chinga a tu madre gringo de mierda, / ¿no sabes que hubo un tiempo / en el que Texas y otros estados / nos pertenecían?”
De Mónica o el Revólver forma parte de un tríptico en donde se exploran los recuerdos, los espacios y la mujer (aquellas que vinieron antes de la mujer). Como poeta, López Landó se abre en la expresión; su oficio mantiene la misma poética más cercana a la liturgia que a lo profano, clara influencia beat. ¿Si vendrá una cuarta? No lo sé. Eso quisiera.
Míkel F. Deltoya
- Publicado en Avenida Juárez, Centro, Ciudad, Vida cotidiana
El hogar para los despojados
El reino de las moscas (2012) es la segunda novela de la trilogía que Páez Varela ha llamado Libros del desencanto. Cada libro de la serie contiene, a su vez, tres capítulos y cada capítulo tiene siete subcapítulos. En ellos se dibujan geografías naturales, pero siempre existe un panorama que apunta a lugares periféricos. Los personajes que participan en las historias corresponden también al referente espacial, y es que el autor escribe basado en recuerdos y supuestos desde la postura de quien recolecta algunas vivencias y las mezcla con ficción. Esta cuestión de la marginalidad se mantiene en todas las novelas porque, aunque haya declarado en algún momento que no le interesan las geografías, sí muestra una inclinación hacia el perfil del habitante de esta urbe: “el juarense es muy marginal: hay algo de marginalidad en estar en una frontera en medio del desierto. Hay algo en el corazón del juarense que le lleva a ocupar el desierto”. Como el marco de referencia de donde parte es su tierra natal, el dibujar personajes marginales en esos mundos violentos y agrestes casi es de manera natural. Habría que cuestionarse por qué cambia la denominación de locaciones concretas, como el Bar Paraguay, en la medida en que sus personajes –verdaderamente excéntricos– se acercan a lugares por todos reconocidos en Ciudad Juárez. Cosa que no hace para la toponimia del Valle (en Corazón de Kalashnikov), de la sierra (en Música para perros), ni para Zaragoza en El reino de las moscas.
La cuestión con la narrativa de Páez Varela es que unifica una representación del sistema caótico en el que vivimos, tal como lo postulaba Edward Lorenz, el pionero en la teoría sobre el caos: “El batir de las alas de una mariposa puede provocar un huracán en otra parte del mundo”. Esta premisa trasciende el campo de estudio meteorológico para determinar que las acciones poseen un lugar específico dentro de un organizado sintagma con un perfecto y delicado equilibro, susceptible a ser modificado en cualquier momento y evolucionar de una manera totalmente diferente. Cada pieza que conforma el rompecabezas narrativo de la trilogía ocupa, y solo puede ocupar, un lugar dentro del régimen para que la sucesión de hechos ocurra como el autor la planifica. El más ligero cambio en la disposición de elementos turbaría la organización, pues mientras un personaje se encuentra en el poblado de Zaragoza en sus labores cotidianas, otro se ocupa de esconderse del cártel opuesto, pero ambos se encuentran vinculados. Las acciones de uno –tarde o temprano– acabaran por afectar al otro. El vínculo remite siempre a la idea de un colectivo unido por hilos invisibles, una fuerza latente casi imperceptible pero siempre existente y materializada en el espacio urbano.
Un valor estable en esta serie de textos es la inserción de citas bíblicas; por ejemplo, en El reino se menciona la epístola del apóstol San Pablo a Timoteo, donde, entre otras cosas, se le aconseja no olvidar que “nada hemos traído a este mundo, y sin duda nada podremos sacar”. Las influencias bíblicas van más allá de una relación referencial sobre el contenido; la condición se encuentra en un estado simbólico pues los dramas de la cotidianeidad del mexicano se viven de la mano de la religión. También con una intencionalidad simbólica, Páez Varela hace hablar a muertos que así se saben y reconocen su condición, como se deja ver en el diálogo de Liborio Labrada, en el primer capítulo: “la muerte es una neblina que al principio desorienta, pero que después se va disipando. Es el fin de la memoria, también, y el principio de los recuerdos”. Acaso por el hecho de vivir en un país lleno de fantasmas, o porque desde niños nos asustaban hablándonos de edificios, como primarias u hospitales, construidos encima de panteones. Hoy nos damos cuenta que todo México es un gigantesco sepulcro. Todos estos ínfimos elementos redirigen hacia otro lugar, y cuando este encauzamiento se dirige afuera del plano ficcional, logra situar al lector en un contexto cuya objetividad apunta hacia la aridez. Una realidad que, si bien ha sido amplificada por los medios, figura como el laboratorio de nuestro futuro, como apuntaba Charles Bowden en el 98. Porque una retrospectiva histórica valida la idea de que Ciudad Juárez ha prefigurado durante un largo lapso el futuro del país. Sin embargo, el espacio protagonista en El reino de las moscas es Zaragoza, un pueblo al poniente de la ciudad con “diez iglesias protestantes y una escuela primaria”.
Si bien Zaragoza es descrito como un “desierto pelón. Quizá más hostil que cualquier otro a cientos de kilómetros a la redonda”, y se reconoce que ahí residían “los de mayor pobreza. Vivían los despojados del Valle de Juárez”, el autor no se olvida de mencionar que también “era el hogar de Magdalena, Moisés y Max. Era, también, el hogar del hermano Víctor y su esposa, Esperanza”. Esto remite a su declaración para la revista Milenio: “Mi tesis para los tres libros fue: en una ciudad donde la gente voltea a ver al vecino porque se está agarrando a balazos con el otro vecino, que se ve desde el exterior solo como un foco de violencia, es necesario saber que en esa ciudad la gente también se ama, se desama, hay gracia y perdón, las madres enseñan a leer. Hay una cocina y una identidad”. En sus novelas existe un reconocimiento de los implicados como seres que sienten, humanos que aman, temen y odian con la misma fuerza, personajes ubicados frente a inclementes condiciones; la narración nos muestra cómo se sobrevive a éstas. Ciudad Juárez figura como la oportunidad de trabajo para Magdalena, una mujer cristiana que labora en la casa de un narco. A su vez representa el lugar de paso para Ana y Liborio, quienes se alojan por un tiempo breve en una casa en la colonia Las Margaritas, a unos pasos del parque Borunda. Liborio también tenía una casa cerca del Cerro Bola que utilizaba para trabajar, “la casa de la loma”, situada en una colonia en una zona periférica, supongo que para camuflarse entre los hogares a faldas del cerro. Ambos espacios alojan individuos que, pese a no expresar una psicología compleja, exponen la naturaleza de su ser norteños. Y esta es la propuesta del autor a lo largo de su trilogía, ir más allá de lo que se esperaría de un escritor del norte: balazos, desierto, narco y sangre.
Sarahí Robledo
- Publicado en Ciudad, Vida cotidiana
El padrino
I. Toda comunidad literaria, por más pequeña y humilde que sea, tiene un padrino. Un padrote. Un chingón, como le han llamado en Juárez al suyo. Esa persona será la que firme las contraportadas de obras patrocinadas: “En este libro Ciudad Juárez es una historia viva. De amor, crueldad, humor, vino y letras”. Un mentiroso elegante. Escribirá también prólogos breves y celebrados, necesarios en esa estrategia extraña (y de mercado) de las antologías modernas. Reseñará los libros apadrinados: sus lecturas son simples, elogios olvidables. Finalmente esta comunidad-colectivo será estigmatizada o bendecida por una extensión de su nombre o de sus personajes. En Ciudad Juárez es Élmer Mendoza, quien no necesita presentación. Lo anterior forma parte de un evento polisistémico relevante dentro de la literatura de Juaritos. Élmer Mendoza es leído, comentado y estudiado ya sea en los círculos literarios de la ciudad como en la misma academia. Su influencia se deja notar en las producciones más recientes, encaminadas algunas al cauce de la novela negra y la del narcotráfico. (Obras como Garabato de Willivaldo Delgadillo han parodiado con éxito este fenómeno literario). No resulta extraño en lo más mínimo encontrar el nombre de Élmer en la antología de crónicas Road to Ciudad Juárez (2014).
II. “Juárez, Juaritos” es complicado de definir. Quizá valga la pena empezar con que es una licencia. El compilador, Antonio Moreno, afirma que uno de los requisitos era dejar a un lado el estigma de la ciudad como epicentro de la violencia. No obstante, la tesis del texto de Mendoza es consecuencia de la propia violencia, así como sus protagonistas son movidos por ésta o un producto de ella. Además, no es una crónica como tal, es decir, “una narración que sigue el orden consecutivo de los acontecimientos” (definición de la RAE). Por otra parte, si bien la crónica literaria no pretende ser veraz, se disfraza, se enmascara y vende la verdad. Hay en ella algo que se cuenta como cierto. Es verosímil y en cierta forma convincente, como en el caso de las crónicas de Miguel Ángel Chávez. Aquí sin embargo hay noticias y sucesos que se confunden con un espacio metafísico y onírico: se hermana sobre todo a lo subjetivo, a la metáfora. Parte de algo real, como es la violencia, y lo que sigue es el orden de ciertos datos que recuerda el narrador (o más bien se le anuncian), pero no les da seguimiento ni los explora.
Dentro de esta fisión, Élmer Mendoza se coloca en el plano de un testigo pasivo. No vive ni contempla las acciones. Oye hablar de ellas y las rememora desde un espacio distante: “Juan Gabriel fue detenido unas horas por no pagar impuestos, al salir del aeropuerto internacional de Ciudad Juárez. […] Los Indios volvieron a perder […]. No lo vas a creer, dijo la chica, cerraron el Kentucky”. La chica de la televisión le anuncia estas noticias desde Juárez. La ciudad se encuentra a buena distancia.
En este panorama de lo trágico se encarcelan a los héroes por evadir impuestos de mortales. El equipo local sigue perdiendo. Los espacios emblemáticos cierran. “Algo está pasando en la ciudad, diría que la estamos perdiendo”. Mira nada más qué nostalgia del pasado. Juanga ha muerto, los Indios han descendido y la margarita ya no es lo que era. Luego aparece la sombra. Es una mujer raptada, violada y asesinada que “no tiene misterios” ni nombre. Es un fantasma que lo visita para combatir cierta forma del olvido. Un olvido extranjero. El plano de lo real se transforma cuando interviene la muchacha. Esta violencia se vincula a un sentimiento de pérdida pero también de préstamos y familiaridad. La muerte le recuerda todo aquello por lo que “vale la pena vivir”: el ocio, la música y la comida. Luego lo personal es afectado para convertir esta angustia local en representaciones históricas. Los “tiros” que menciona son como una representación de la historia de México: “nos tiramos en el 68, en el 72, en 1910 y en 1810. En el 48 y 1521”. El texto se descontrola un poco aquí, pero aterriza hacia el final con la idea de una visita que da circularidad a la concepción del tiempo.
III. La intervención de Élmer Mendoza en Road to Ciudad Juárez, como en otras publicaciones en las que ha participado o presentado, cumple con su objetivo fuera del contexto: brevedad y atracción. Lamentablemente no necesita aventurar un retrato de Juárez, respetar uno de los requisitos de la antología o escribir siquiera una crónica, porque es Él-mer. El padrino. El padrote. El chingón, como lo quieren ver aquí en Juárez. Abrimos esta antología y de inmediato resalta su nombre porque los polisistemas indican que es uno de los escritores mexicanos (eminencia del norte) que más vende y se traduce en Tusquets y Random House. Lo primero que se hojea es su texto porque hemos comprado sus libros y lo reconocemos nos guste o no. Es un escritor quizá estancado y sobrevalorado. Un novelista de recetas. Pero me parece necesario leerlo y estudiarlo para comprender el fenómeno editorial de nuestro Juárez, Juaritos.
Antonio Rubio
- Publicado en Muerte, Vida cotidiana
Blancos paisajes que matan
Desde hace varias décadas Juárez es una ciudad maquiladora por excelencia; sin embargo, el auge de la representación de esta realidad en la literatura local es mucho más reciente. A excepción de Mujer alabastrina (1985), los textos concernientes a la maquila comenzaron a surgir a finales de la primera década del presente siglo y la mayoría de ellos se reunieron en Manufractura de sueños (2012). Elpidia García Delgado participa en esta antología con el relato “Wyxwayubs”, el cual formó parte, dos años después, de su cuentario Ellos saben si soy o no soy. Las veintidós narraciones –divididas en “Maquilas que matan” y “Cofres de cascabeles”– retratan de manera íntima y personal –hay que destacar que la autora trabajó en esta industria bastante tiempo– el mundo dentro de la maquiladora así como los estragos que causa en la vida de cualquier persona. Es decir, Elpidia García se une a esos escritores –aunque quizá ella es la más importante en cuanto a esta temática dentro de la literatura juarense– que, según palabras de Élmer Mendoza, “Les duele percibir cómo un ser humano, posiblemente una raza, se pierde para siempre entre filamentos brillantes y luces de neón”.
Y este es el tema que me interesa resaltar: la pérdida de identidad causada por el extenuante y monótono trabajo de operador. Pero primero me detendré en el título del cuentario: un verso del poema «Ellos» de Mario Benedetti levemente modificado, el cual forma parte de una de sus obras más conocidas, Poemas de la oficina. Aquí, el poeta uruguayo dedica su discurso al ambiente urbano y logra cifrar en verso el universo de la oficina. “Ellos saben si soy o si no soy” se refiere a la diferencia existente entre jefes y empleados en el caso particular de la burocracia montevideana de los años 50’s. Elpidia García recoge este contexto de subordinación, enajenación e inconformidad para traerlo a la industria y sociedad juarense de los últimos casi 60 años (el Programa de Industrialización Fronteriza comenzó en 1964). Por otro lado, el título también responde al tema de la deshumanización que impregna todo el libro, sobre todo el cuento inaugural, “Escalera rota”: “En realidad, no conozco sus nombres, me llegaron de pronto y se los puse. El mío lo he olvidado. Lo olvido todos los días hasta que René y Otoniel me llaman Marcela cuando los encuentro y entonces lo recuerdo; luego dejo de hacerlo en cuanto se alejan”. La voz narrativa corresponde a una mujer que, lo sabemos después de varias líneas, murió en la fábrica al igual que sus otros dos compañeros. Sin embargo, la historia contada bien podría retratar la de cualquier otro obrero aún vivo: el proceso laboral a que son sometidos, la sensación de encierro, la monotonía y el cansancio que solo los canturreos medio desvanecen. “La música humaniza el paisaje de maquinarias en funcionamiento”.
“El conciliábulo de los halcones” pone en relieve el tema de las enfermedades provocadas por la maquinaria a que son expuestos los operadores. En Sangre joven. Las maquiladoras por dentro, Sandra Arena dedica una sección a la cuestión de la salud a partir de testimonios de mujeres trabajadoras: “Todo el tiempo que está uno dentro de la planta siente que la nariz le arde y el ambiente lo nota uno espeso. Cuando una sale a la calle siente que por fin respira. ¡Que vives!” La labor que realiza Adrián, protagonista del cuento, lo mantiene constantemente expuesto a respirar el poliéster con que se llenan las almohadas ahí fabricadas. No obstante, otras 30 costureras, al igual que él, poco a poco sufren las extremas consecuencias de inhalar los filamentos del mismo material: convertirse en halcones (así como se oye) después de que “cesaron la música, las bromas, sólo se escucha el sonido arrullador de las máquinas de coser y el silbido del aire a presión de la rellenadora de Adrián”. El narrador, un gerente de producción, es quien se da cuenta de los tenebrosos cambios, aunque nadie le cree: primer síntoma de locura o pérdida de control de los nervios –o apreciación de la deshumanización a la que incluso él estaba expuesto–. “De pronto me pareció que el tiempo se detenía sobre ellos en ese paisaje blanco. Me detuve a observarlos. Se movían como cosas vivientes ralentizadas, obligando torpemente a los miembros entumecidos a funcionar”. Sin embargo, esta situación a nadie le importa porque, como bien se dice en uno de los testimonios de Sangre joven: “Ese es el problema, hay muchísima gente buscando chamba, por eso a ellos no les interesa la salud de la gente”.
El cuento que más resalta el carácter deshumanizante y enajenador de las maquilas es “Wyxwayubas”, el cual me hizo pensar en paisajes futuristas como los de Un mundo feliz o la película Sleep Dealer: Felizardo “siguió a los demás sin salir de su asombro por un pasillo iluminado en el suelo como los de los aviones. Cruzaron una puerta automática y entraron en un espacioso salón. La blancura de las paredes los cegó y tuvieron que aviserar momentáneamente sus ojos. Se formaron en fila para recibir las charolas con alimentos”. Una droga, la nepentina, permite que el trabajo se haga adecuadamente y que los operadores ni siquiera sientan los estragos de la jornada: “Al comenzar el turno, lo primero que haces es presionar el botón. Con la microinyección, una sustancia te permite trabajar concentrado en tu trabajo. No puedes desviar la atención, por más que quieras. Y lo mejor de todo es que aunque estés de pie por nueve horas no sientes ningún tipo de cansancio, te hace sentir muy bien. A mí me encanta. ¡Hasta se me olvida lo poco que me pagan!”. El dueño de la empresa, Keith Poppy ha encontrado la solución… bueno, en la ficción existe la posibilidad de manejar la situación al antojo del autor, pero ¿no es esto algo similar a todos los intentos de mantener contentos a los trabajadores con días de campo los fines de semana, campeonatos deportivos, fiestas –con bastante alcohol– fuera y dentro de las plantas?
Sea con cierto estilo fantástico, realista o incluso de ciencia ficción, las narraciones recopiladas en Ellos saben si soy o no soy muestran los estragos –muchas veces fatídicos– que ocasiona la industria maquiladora en el cuerpo, mente y economía de los trabajadores. Ahora bien, la cuestión del espacio aquí no sobra sino que excede la especificación de cualquier lugar. Los relatos de García abarcan cualquier maquila de nuestra urbe, de igual manera que cualquier persona podría verse reflejada en esos níveos paisajes que matan.
Amalia Rodríguez
- Publicado en Contratación, Maquila, Vida cotidiana