Los días bajo el índigo cielo juarense
Por debajo de Juárez, revestida de imágenes de la violencia, está la ciudad de las familias de todos los barrios y todos los días, la comunidad de los vecinos y las calles de casas con mujeres que realizan el quehacer una y otra vez hasta que llega la hora de ver las telenovelas, de pequeñas tienditas de abarrotes con las puertas abiertas, por las que se cruza para encontrar el característico olor encerrado a estantes de madera vieja, pan dulce, caramelos, plátanos, cebollas y jabones para la limpieza y, a veces, aromas concentrados que vienen de la casa de la familia que se turna para salir a vender a los clientes, casi todos conocidos, algunos con la cuenta pendiente anotada en un papel para envolver tortillas. Allí mismo se encuentran las maquinitas, juego preferido de niños y niñas que juntan monedas para competir empujando palancas y botones, moviendo coches o superhéroes en una pantalla que parece que en algún momento los va a llevar a otro mundo. Están las aceras donde esos mismos niños juegan por las tardes, muchos todavía con sus uniformes del colegio, perseguidos por sus madres para que hagan sus tareas escolares, y caminan adolescentes misteriosos traficando deseos y secretos, o también hilando algunos enredos de aquellos, que como los mismos relatos muestran, la mayoría de las veces no terminan bien. Por esas mismas calles infinitas y planas, de aceras irregulares y baches, transitan coches pequeños y otros demasiado largos, camionetas viejas, destartaladas y atolondradas, en colores llamativos y opacos, a vuelta de rueda porque ningún conductor les presiona para que aceleren o porque evitan encontrarse con un niño distraído, corriendo. Completan también este escenario los hombres que vuelven de sus trabajos, los que acuden allí para hacer algún oficio, los abuelos pendientes de lo que ocurre en el perímetro que alcanza a controlar su vista y los hombres que ya sofocados por el calor de mayo se beben de un trago una cerveza bien fría. Este es el espacio evocado y reconstruido desde la experiencia de una habitante pasajera de la ciudad, la escritora Magali Velasco, en el relato “Tordos sobre lilas”, el cual se incluye en su libro de cuentos homónimo (2009).
En una parte menciona “la Saturno” de la colonia Satélite, calle donde se sitúa su historia, frente a una tienda: “Los niños más grandes van y vienen del interior de la vivienda, la tienda ha sido montada en el espacio de la sala-comedor. Los hermanos se persiguen mientras la madre, sofocada, balbucea exigiendo que la dejen ver su telenovela. A esta hora no hay clientes, vendrán al caer la tarde, por cerveza, pan, leche y tortillas, o por alguna estampita onomástica porque nunca falta el niño con una tarea a medio terminar” (66-67). Entonces, Velasco nos guía para observar detalles de uno de esos barrios perdidos en el mapa donde aparentemente no pasa casi nada, en uno de esos días calurosos que se dibujan como una escena amarillenta, de sol brillante reproduciéndose en las ventanas, de suelos y aceras polvorientas. No resalta la vida cotidiana de los personajes que conviven con la violencia, sino la vida justo antes de la situación de desastre, el instante de la rutina y de la libertad en la que los sujetos caminan cómodamente y sin miedo. Hombres rudos y dominantes, y mujeres que se adaptan para vivir en este entorno. Se trata de una postal que retrata cualquier barrio de México con sus vecinos, sus ruidos y sus olores. La diferencia está en los bordes de estas imágenes literarias de Juárez, pues siempre se asoma el riesgo y el peligro.
Aunque “Tordos sobre lilas” cuenta una historia que termina en un episodio trágico –el rapto no premeditado de una niña que junto a dos amigas espera su turno para jugar a las maquinitas, y es engañada por tres hombres entre los cuales se encuentra una cara conocida– es una representación honesta y justa de un espacio basado en lo real, pero tratada desde el punto de vista de la condición humana. Además, personifica a los individuos afectados por un mal que impera en diversas facetas y que victimiza a todos por igual. El crimen es algo que sucede al final del relato después de dibujar un panorama que transcurre con normalidad. Antes y después del horror, hay una imagen amigable que persiste: es el cielo inminente de Ciudad Juárez, sus colores contrastantes, violetas y naranjas característicos, lo que, es verdad, a todo visitante se le instala en el recuerdo: “El sol sigue alto, no anochecerá sino hasta dentro de tres horas y dentro de estas el cielo se tornará acuarela índigo, coral y lila; es el milagro diario, mirar la bóveda sintiendo que todos esos colores caen en la espalda aliviando el tedio de Juárez” (65).
Edith Mora Ordóñez
- Publicado en Feminicidios, Vida cotidiana
En ella también vivo
“En ella vivo”, poema publicado en la ya mencionada antología Canto a una ciudad en el desierto (2004), pretende retratar a un espacio citadino en contraste. Se anteponen aquí dos perspectivas (dos memorias): el locus amoenus, lugar esencial al que siempre se remonta el pasado, siempre idealizado por el fantasma de lo idílico; y el presente infernal, locus horridus en el que la voz lírica relaciona a su espacio con el dolor y el miedo: “La ciudad ahora duele como una herida vieja”. Su visión de la urbe es la de los recuerdos que son contaminados por las mismas circunstancias del pasado, enaltecidos sin embargo al oponer a éste con un tiempo peor.
La propia tragedia de las imágenes es la ausencia del movimiento. Amato, en sus dos tiempos, imagina una ciudad elidida —por lo tanto universal— y humanizada. Sus descripciones ambicionan la carnalidad de las calles y las avenidas: “Por sus poros respiran mis angustias, / por sus venas se drenan mis reductos”. Al relacionarse con los sentidos, la ciudad cobra a través de la memoria una vida compleja, mas casi inmóvil: sus extensiones espaciales abrazan como un ser querido; su dolor se vuelve nuestro cuando el tiempo ha cambiado. Lo último se confunde con ese axioma clásico: el horror recae en la inocencia. Para la voz, en el presente, los niños dejan de ser ángeles para madurar “cuando aún no alcanzan ni a perder sus alas”.
También es una ciudad tomada: pertenece a los habitantes y adquiere sus rasgos. Irónico resulta que el retrato de estos personajes sea carnavalesco. Por sus calles desfilan las palomas, siempre urbanas y “confundidas”, los ebrios, el mendigo y el poeta, el muchacho y el viejo enfermo, la prostituta, el enano, moralistas y profetas. No recuerdo si en este blog se ha hablado de otro escritor que haya aventurado una construcción de imágenes como esta de los habitantes de la ciudad. El poema, en fin, asume que este orden caótico ha sido perturbado también por los tiempos del miedo. Imagino que es la figura de la ausencia la que ocupa el lugar de cada uno de estos nombres.
Sin embargo, ¿es solamente Juárez la ciudad que imagina Carmen Amato en este poema? La urbe como tal nunca se menciona, pero en mi caso me apropio de los versos y los contextualizo aquí, igual que lo haría otro lector en su querida ciudad natal. Son unas raíces metafísicas y complejas las que nos unen a las metrópolis: un amor más allá del lenguaje y el artificio de la poesía.
Antonio Rubio
- Publicado en Ciudad, Vida cotidiana
Olvido, fracaso y “Plan Maestro”
“La noche no progresa. Abro un libro y pretendo poblar las horas con situaciones ajenas que me lleven de la mano, con amabilidad, por las páginas de otras vidas. Fracaso.” Estas líneas con las que inicia el cuento “Callejón Sucre” de la escritora Rosario Sanmiguel conjugan ese sentimiento que una como lectora experimenta a lo largo de los siete textos que conforman su primer cuentario: entrar en el interior de los personajes –en su mayoría femeninos– y recorrer junto a ellos la frontera entre Ciudad Juárez y El Paso (de los otros relatos ya nos ocuparemos después). Una área muy bien delimitada por la autora, ya que como ella misma afirma “es el espacio que mejor conozco”.
El protagonista de “Callejón Sucre” recorre las calles de esta ciudad a las tres y media de la madrugada pues necesita salir del hospital donde está internada desde hace tiempo Lucía; precisa hacer algo para que la noche progrese, pero “Me dirijo sin convicción hacia la avenida Lincoln. Mujeres perfumadas pasean por las calles, me hacen imposible olvidar el olor de las sábanas hervidas que envuelven el amado cuerpo de Lucía”. Se va al centro, a “la avenida Juárez colmada de bullicio, de vendedores de cigarrillos en las esquinas, de automóviles afuera de las discotecas, de trasnochadores. A ambos lados de la calle los anuncios luminosos se disputan la atención de los que deambulan en busca de un lugar donde consumir el tiempo. Yo me bajo en el Callejón Sucre, frente a la puerta del Monalisa”. Aún ahí –sobre todo ahí– le es imposible alejarse de su realidad: el baile de una bella mujer oriental le recuerda a “Lucía trepada en esa tarima. La veo danzar. Veo sus finos pies, sus tobillos esbeltos; pero también viene a mi memoria la enorme sutura que ahora le marca el vientre. Recuerdo las sondas, sueros y drenes que invaden su cuerpo”. Es decir, fracasa en su intento de olvidar aunque sea por un momento, por ello no le queda más que volver y “esperar que transcurra otra noche”.
Hace ya algunos años, desde que el Gobierno Municipal decidió “renovar” el Centro Histórico –en el 2007 se llamó Plan Maestro de Rehabilitación Social y Urbana del Centro Histórico, ahora, a partir del 2014, Plan Maestro de Desarrollo Urbano del Centro Histórico de Ciudad Juárez-, se destruyeron –“transformaron”– algunas de las calles más representativas –y “peligrosas” en cuanto a las actividades que ahí se daban– del centro de la ciudad, entre ellas La Mariscal, lugar donde se ubicaba el Monalisa (antes esquina Begonias y Santos Degollado). Sin embargo, lo que queda de esta reconfiguración del espacio urbano es nostalgia al ver lo que fue un lugar representativo de nuestro entorno convertido en terrenos vacíos. Creo que de la misma manera en que le ocurrió al personaje de “Callejón Sucre”, este intento por borrar una realidad patente fracasó: ¿Es ahora más seguro caminar por ese lugar?, ¿se han acondicionado, a partir de eso, nuevos espacios que impulsen las actividades propias de la zona Centro?, ¿con eso se rescató la memoria colectiva y recupero algún patrimonio?, ¿ha mejorado la accesibilidad y movilidad de la zona?, ¿mejoró la imagen urbana? Lo único que pasó fue que las trabajadoras sexuales, dejadas a la deriva, tuvieron que buscar un nuevo lugar dónde laborar; y que, claro, ahora es un lugar mucho más solitario y peligroso.
Como última nota es importante aclarar que el Callejón Sucre no existe como tal. Solo hay una calle llamada Antonio José de Sucre que se encuentra muy cerca del área de hospitales de la ciudad y de la avenida Lincoln.
Amalia Rodríguez
- Publicado en Avenida Juárez, Centro, Vida cotidiana