Juárez Whiskey, tercera novela del escritor juarense César Silva Márquez, avecindado en Veracruz, es, en mi opinión, su producto más logrado, el que más he disfrutado, quizá también el más intimista y estático, incluso aún más que ciertos poemas narrativos en donde existe mayor acción. Tiene su encanto seguir la pista de un autor activo que explora diferentes registros, como el género policial o el cuento de zombis, y que se atreve a publicar un poemario homónimo al póstumo de Neruda: Jardín de invierno (2018), que espero llegue pronto a mis manos. Juárez Whiskey, con dedicatoria a la escritora y académica Magali Velasco, apareció en abril de 2013 bajo el sello editorial Almadía de la ciudad de Oaxaca. Su protagonista, un ingeniero de mediana edad llamado Carlos, recorre Ciudad Juárez a través de una nostalgia recurrente que lo lleva a deambular en un espacio emocional cargado de recuerdos y anécdotas personales, pero también entre caminos y cruces cotidianos fáciles de reconocer: el puente libre de Córdoba-Las Américas (en donde inicia la narración), la avenida Reforma con edificios enrejados que dan mala espina, la nevería-librería Acapulco o la avenida Valentín Fuentes, antes llamada Juan Ruiz de Alarcón, que se inunda con las lluvias de julio (o las de la semana pasada). Así recuerda Carlos la zona en donde vivió durante sus primeros once años, ahí por el “Seguro nuevo”, que ya lleva en funciones casi medio siglo. Y el narrador indaga más en las introspecciones del personaje: “se preguntaba si los árboles seguirían ahí. En esta ciudad lo que crecía más rápido era el cemento”.
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Ya sea por un dolor de muelas, equiparable al que experimenta una ciudad con la escalada de violencia, o por un reciente desamor, Carlos encuentra asideros en pequeños placeres, como el pollo rostizado o un interminable whiskey que presta el título a la novela. Justamente José Juan Aboytia, quien ha vivido “hasta ahora, en tres ciudades fronterizas: Tijuana, Mexicali y Ciudad Juárez”, –y da clases en la vida real en la UACJ–, le explica a Carlos una minucia sobre la escritura de la bebida. “En una letra de más, la e, va el proceso de los destilados”; uno es el whisky escocés; y otro, el bourbon, el whiskey, “no importa que sea de centeno, maíz o una mezcla de granos”. En “una vieja cantina sobre la 16 de septiembre, atendida por el señor Antonio Rojas, mejor conocido como don Tony” (El Recreo, ¿dónde más?), José Juan le da a probar a Carlos “un bourbon fuerte, rasposo y dulce. Es Juárez Whiskey, dijo”. ¿Alguien recuerda esas botellas? No hace mucho vi una en el Bazar de El Monu. El licor, junto con el Waterfill Whiskey “comenzaron a ser producidos en esta frontera allá por 1920. Luego, la prohibición de alcohol fue levantada en Estados Unidos y, con ella, la demanda de los dos bourbons decayó”. Incluso la leyenda negra de la ciudad guarda un amargo sabor a nostalgia.
El mismo Silva Márquez ha reconocido esta cualidad melancólica que recurre a la memoria para reconstruir una ciudad en constante cambio. Así lo expresa su personaje: “Los lugares se van modificando y uno se da cuenta de que te vas haciendo viejo cuando dices: Antes se llamaba así o antes en esta calle había tal restaurante. Y es posible ver el fantasma del edificio, aunque sólo sea uno quien lo ve y los otros te miren como si estuvieran contemplando una pared blanca y lisa. Así pasa con los verdaderos fantasmas”. En lo personal, llevo poco tiempo viendo en Juárez como para notar la mudanza en su fisonomía, aunque sé que cambia. Lo que es cierto, y lo confieso, es que evito a cualquier precio (incluso el de tener una parte de mi biblioteca extraviada) visitar el antiguo departamento de mis padres, en el Estado de México… ¡ahí espantan! Concluyo reafirmando el peso de la nostalgia como eje de la composición y lectura de Juárez Whiskey. En un viejo diccionario de hace dos siglos hallé una definición muy a cuento: “Dolencia ocasionada por la pena de verse ausente de la patria, o de los deudos y amigos. En algunas provincias [quizá en Xalapa] la llaman mal de la tierra”.
Carlos Urani Montiel
Yo viví en infonavit casas grandes desde los 7 años , enfrente de el Seguro nuevo, precisamente. También recuerdo a la mujer de Edgar Rincón, Verónica, porque coincidimos en la escuela primaria Revolución, a quién nunca vi fue a César Silva y el cual, dicho por Verónica, también estuvo en la misma escuela; no duró mucho, según él porque dijo su mamá que siempre no, literal, se lo llevó a la Nicolás Bravo, porque la «Revo» era de nacos y flojos. ¡Ah, gente, no se componen» como diría Juanga…